Esa-Pekka Salonen ‘descubre' a Stravinski
Esa-Pekka Salonen. Foto: Clive Barda
El director finlandés, al frente de la Philarmonia de Londres, recupera este viernes en el Auditorio Nacional el Canto fúnebre de Stravinski, pieza dedicada a Rimski-Korsakov y perdida durante más de un siglo. Y el sábado acomete Así habló Zaratustra de Richard Strauss.
La parte coral correrá a cargo del afinado Coro de la Comunidad de Madrid -excelente idea que se cuente con nuestros conjuntos para este tipo de colaboraciones-. La pianística es cosa del francés Pierre-Laurent Aimard, pulcro, capaz de establecer subterráneas tensiones en la partitura beethoveniana. Buena ocasión para admirar el juego del teclista, que habrá de entregarse, en desigual batalla, a la cantabilità, el hercúleo combate con el tutti y las poderosas escalas y octavas de ese famoso Emperador, uno de los conciertos más difíciles del repertorio. Buen contraste a sus habituales aventuras con creaciones del siglo XX, de Debussy a Messiaen o Ligeti. Su integral de los conciertos del compositor alemán, al lado de Harnoncourt, es muy curiosa y no por ello menos estimable. Contundente, de una claridad meridiana, de la que esperamos se adorne en esta oportunidad madrileña.
Y no hay que olvidar que al lado de Aimard, estarán las sedosas cuerdas de la Philharmonia, un conjunto que mantiene el equilibrio milagroso, la compacta sonoridad y la ductilidad, aunque su espectro tímbrico puede que haya perdido algo de aquella tersura y finura de antaño. Aun así, las maderas son como los vinos añejos, provistas del adecuado terciopelo, con una flauta, un fagot y una trompa sobre todo fuera de serie. Los metales son fúlgidos, rotundos, vigorosos, contundentes y están perfectamente ensamblados y empastados.
Los trompetas pueden ser tan agresivos como dulces y el timbalero maneja las baquetas con una autoridad revestida de solemnidad. Recordemos el rancio abolengo de la formación, creada por el productor Walter Legge, marido de la soprano Elisabeth Schwarzkopf, en 1945 con el fin, sobre todo, de grabar el gran repertorio. Y vaya si lo hicieron. Las más grandes batutas de la posguerra -el joven Karajan, los viejos Furtwängler o Klemperer, los balletómanos como Fistoulari u operistas como Galliera, entre otros muchos- se situaron en su podio, aunque fue el valetudinario y ya impedido Klemperer quien la lanzó al moderno estrellato con el impulso del fundador.
Buena base para que su actual director principal, Esa-Pekka Salonen, que dejará el puesto a lo largo de este año, pueda lucirse y ofrecernos esas versiones secas, contundentes, magras, concisas y enjutas de las que gusta este finlandés nacido en 1958 y siempre con cara de niño bueno. Claro que tras el rostro, en el que ya empiezan a aparecer las arrugas, hay un cerebro de primer orden, un método, una organización y un trabajo de horas y horas en busca de la exactitud en la medida, la precisión en el ataque, con frecuencia fustigante. La figura menuda, flexible, elástica, los armoniosos movimientos, la elegancia en el gesto, la constante actividad en el podio, la atención multiplicada a cualquier accidente musical son atributos de este antiguo discípulo del eterno padre de la dirección finesa Jorma Panula -que viene cada verano a impartir un curso en El Escorial- y, en su faceta compositiva, nada desdeñable, por cierto, del gran Einojuhani Ratuvaara.