Maria Callas, la tragedia griega hecha diva: triunfos, 'espantás', somníferos y adulterios múltiples
Se cumplen 100 años del nacimiento de la legendaria cantante, que moría -de verdad- sobre el escenario cada noche.
2 diciembre, 2023 02:48Había que verla bajar por las escalerillas de los aviones (Londres, París, Nueva York…), con sus sombreros, sus pieles y sus caniches. Rodeada por un enjambre de fotógrafos y reporteros, autoridades, fans… Bajo el fuego cruzado de preguntas embarazosas: “¿Tiene previsto casarse?, ¿ha pensado en la retirada?, ¿por qué canceló su última función?”. En su mirada, un equilibrio difícil entre el desprecio y la amabilidad. No hubo en el siglo XX una encarnación más arquetípica del divismo que la proyectada por Maria Callas, apodada, no en vano, la Divina.
Fue una imagen que le llevó sus años perfilar. Lo hizo con una fuerza de voluntad implacable, con una ambición nítida. Nadie sabía mejor que ella lo que le había costado crear esa aura magnética. Nació en Nueva York con un peso descomunal, más de cinco kilos, dato que, por cierto, la emparenta con otra voz legendaria: Sinatra vino al mundo con seis. Era el año 1923. Sus padres eran inmigrantes griegos. Él ejercía como farmacéutico en Manhattan y andaba con su esposa a la gresca de manera perpetua. El clima doméstico, presidido por esa hostilidad, permeó en la conciencia infantil de la pequeña Callas.
Aunque más desestabilizante fue constatar que su madre no la quería. Evangelia Dimitriadou había perdido a su hijo Vasili por una meningitis cuando este tenía solo tres años. Durante el embarazo, su ilusión era que el feto fuera un varón que llenara la ausencia. Cuando vio que era una niña, la rechazó. Un desdén que se agravó cuando constató que la criatura que había alumbrado estaba muy alejada de los cánones de belleza. Callas fue una niña gorda, gafotas, con acné y sin gusto para vestirse, lo contrario que su hermana Jackie, con la que su madre, ofensivamente, la comparaba todo el tiempo. La diva fue primero patito feo.
[Maria Callas se desnuda en su correspondencia]
Evangelia la apuntaba a concursos radiofónicos, visto que su voz, al menos, tenía potencial. Se volcó así en convertirla en una estrella, a la manera de Shirley Temple, que brillaba por entonces. El matrimonio de sus progenitores, entre infidelidades y reproches ad infinitum, se hizo insostenible. La madre, que no soportaba Nueva York, decidió volver a Grecia en 1937. En Atenas empezó una nueva etapa dura para la incipiente artista. La II Guerra Mundial se le vino encima inmediatamente. Grecia fue ocupada primero por Mussolini y luego por Hitler. Callas, una muchacha en flor con las hormonas bullendo, tuvo affaires con uniformados de ambos ejércitos. La joven saciaba la demanda operística de italianos y germanos, dos pueblos con una jugosa tradición lírica. Se rumorea que su madre, incluso, la prostituyó.
Pero en esos años turbios el destino le deparó un encuentro providencial. Entró a tomar clases con Elvira de Hidalgo en el Conservatorio de Atenas. La soprano aragonesa, dueña de una brillante carrera, la instruyó en los arcanos del bel canto, es decir, el repertorio que la acabaría encumbrando. Rossini, Bellini, Donizetti… Interpretando sus partituras fue donde se sitntió más feliz sobre los escenarios, aunque también poseía una raíz oscura que la facultaba para abordar papeles de mayor envergadura dramática. De esa versatilidad da cuenta el hito de alternar casi simultáneamente los roles de Brunilda en La valquiria wageneriana y de Elvira en I puritani de Donizetti. Un tour de force que la elevaría al star system lírico y le valdría la etiqueta de soprano assoluta.
Bajo el punto de mira comunista
Hidalgo suplió, de algún modo, a la figura materna que anhelaba. Siempre habló bien de su maestra española, con la que se confesaba de sus cuitas profesionales y sentimentales (tantas). Aunque en 1944 tuvo que poner tierra de por medio entre ambas. Salió de Grecia para propulsar su carrera en su ciudad natal. El Metropolitan, entre ceja y ceja. Pero también porque los comunistas la habían puesto en el punto de mira por su connivencia con los soldados ocupantes. La amenaza no era para tomársela a broma, más si tenemos en cuenta cómo acabó la actriz Eleni Papadaki, ejecutada en el 44.
El desembarco en Nueva York no resultó como esperaba. No le dieron apenas cancha en la cartelera. Pero tuvo la fortuna de topar con el tenor Giovanni Zenatello, director de la Arena de Verona, que la fichó para cantar La Gioconda de Ponchielli en el imponente anfiteatro. Aquella actuación encandiló al industrial Giovanni Battista Meneghini, que le llevaba 30 años. Esa diferencia no fue obstáculo para que terminaran casándose en 1949.
Meneghini se puso al frente de la gestión de su carrera, algo que hizo con cierta displicencia hacia los programadores, lo que la perjudicó en ocasiones. De la mano del maestro Tullio Serafin empezó entonces su eclosión. Los años siguientes son los de su plenitud, un tiempo en el que experimentó un cambio físico espectacular al perder casi 30 kilos (su motivación era parecerse a Audrey Hepburn, que la fascinó en Vacaciones en Roma). Entonces, ya solo le hacía algo de sombra Valeria Tebaldi.
La progresión ascendente se frenó la noche del 2 de enero de 1958. Las corrientes de su camerino durante un ensayo le causaron una bronquitis. La mañana de la función en la Ópera de Roma, organizada en homenaje al presidente de la República, Giovanni Gronchi, se levantó con un hilo de voz. La tigresa (otro remoquete que le asignaron por su carácter mercurial y peleón) tuvo que suspender, aunque ya estaba vestida y maquillada.
Decía que a partir de ahí arrastraron su nombre por el fango. Entró en crisis pero se desquitó tres meses después con una memorable actuación en Lisboa, flanqueada por nuestro Alfredo Kraus. El puntual resurgimiento lo materializó metida en la piel de Violeta, la pobre tísica de La traviata, un papel en el que ya había sido dirigida por el mismísimo Lucchino Visconti. Pero el declive había empezado.
Cuando inició su relación con Aristóteles Onassis, en el 59, dio un paso atrás. La sobrexposición y la intensidad emocional con la que abordaba los personajes la tenían agotada. Con el seductor naviero, fumador empedernido de bronceado perenne, disfrutó la navegación disoluta en su famoso yate Christina. Onassis, al timón con la soltura de un lobo de mar, amparó su descanso. La química entre estos dos célebres hijos de Grecia fue tremenda, de ardiente mediterraneidad. Ella se sentía a buen recaudo entre sus brazos y él la lucía como un trofeo. Llegaron a engendrar un hijo, Omero, pero nació prematuro y aguantó vivo solo dos horas. Otra herida para Callas, que ya había roto por completo el contacto con su madre. Esta le exigió una pensión económica, la diva la mandó a paseo y Evangelia se vengó con unas memorias incendiarias, cuajadas de trapos sucios.
Aristo no entró al capote del matrimonio que le presentaba Callas. Lo eludió con actitud marinera. Por eso, cuando en 1968 la soprano se enteró –por la prensa– de que se había casado con Jacqueline Kennedy sintió como si le hubieran acuchillado por la espalda. Ahí se vino abajo. Lo que no había conseguido ni la guerra ni la madre parásita lo logró aquel varonil armador. Pasolini, otra alma sufriente, vino en su rescate. Le ofreció hacer una película, Medea, aunque Visconti le había dicho que abandonara toda esperanza. Pero la humanidad radical del cineasta italiano la persuadió. Además, el papel de la sacerdotisa abandonada por Jasón le iba como un guante.
Onassis tardó poco en aborrecer a Jacki, que fundía su capital a marchas forzadas en ropa y joyas. Eso le lloraba a la propia Callas, que terminó por perdonarlo a pesar de la humillación. No pudo dejar de quererlo y arroparlo, más cuando este se le acercó desvalido tras la muerte de su hijo Alexander por un accidente de avioneta. Le dejaba subir a su apartamento en París, donde se le fue poco a poco apagando el deseo de todo: de amar, de cantar y, en definitiva, de vivir. Rumiaba grabar nuevos discos pero sabía que su voz no estaba ya a la altura de la leyenda que había forjado. Un colapso de aquel corazón tatuado con mil cicatrices la derribó en 1977. Dejó dictado el borrador de unas memorias. Pero también dijo: “Mis memorias están escritas en la música que he interpretado”.
La novela de una vida
Tan fiera, tan frágil, de Alfonso Signorini (Lumen)
La de Maria Callas fue una vida de novela, un melodrama que no han dejado escapar algunos escritores y periodistas, como el italiano Alfonso Signorini, que, en Tan fiera, tan frágil, traza una narración literaria a partir de la correspondencia privada en la que la Diva se sinceraba con una intimidad transparente: sobre sus inseguridades canoras, sobre el dolor insoportable por el hijo perdido, sobre la tensión eterna con su madre, sobre el amor tormentoso con Onassis… Un material idóneo para novelar que el popular periodista italiano amalgama con escenas cortas y ritmo cinematográfico.
El adiós a la diva, de Fernando Fraga (Fórcola)
En otra línea, más musicológica, se mueve la biografía de Fernando Fraga, Maria Callas, el adiós a la diva. Autor especializado en ópera, hace un recuento exhaustivo de la estelar carrera de la soprano, glosando triunfos y el proceso de decadencia vocal, determinado por las fatigas del querer y los litigios familiares. Aparte, disecciona su voz recogiendo testimonios reveladores de las facultades de una artista que, en realidad, tenía su fuerte en la capacidad para ir a lo más hondo de los personajes.
Cartas y memorias, de Tom Volf (Akal)
Tom Volf se ocupó de compilar en un volumen sus cartas y los recuerdos que fue dictando con vista a unas memorias. Un libro, pues, que presenta a la cantante sin mediación alguna. Materia prima original que va desde 1946 a 1977. Incluye las que remitió a su segunda madre, la maestra española Elvira de Hidalgo.
Elvira de Hidalgo de Prima Donna a maestra de Callas, de Juan Villalba (Fórcola)
Una figura clave en su carrera que, antes de instruirla, en el primer tercio del siglo XX, fue también soprano de éxito, como documenta Juan Villalba en Elvira de Hidalgo, de prima donna a maestra de Maria Callas.