La culpa la tuvo Peter Brook. A mediados de los ochenta puso en escena un Mahabarata que duraba alrededor de nueve horas. Al año siguiente, Ariane Mnouchkine hizo un espectáculo llamado, más o menos, La triste, trágica e inacabada historia de Norodom Sihanuk, rey de Camboya, que era más largo todavía que el propio Mahabarata, y superó las diez horas. La Mnouchkine es así de chula, y no iba a ser menos que Brook. De pronto, en todas partes, los montajes más convencionales, los de toda la vida, pasaron de durar un par de horas a superar las tres o tres y media. Por lo visto se extendió la idea de que la calidad de un espectáculo estaba en proporción con su duración, aunque para mí que en todo esto ha habido siempre algo de adolescentes midiéndose el aparato genital: "¡Yo la tengo más larga!" Te encontrabas en la calle con un amigo que iba al Festival de Otoño; le preguntabas qué espectáculo pretendía ver; él te decía el título y te daba el nombre de una compañía canadiense o vietnamita. Como tú te encogías de hombros porque no habías oído hablar de ellos en la vida, el amigo añadía: "¡Dura seis horas!", y eso lo aclaraba todo, como el que dice: "¡Es un Petrus del 47!". Aproximadamente por entonces Antoine Vitez presentó en Avignon la versión completa de El zapato de raso, de Claudel, casi once horitas de nada, y el adjetivo "completo" vino a sumarse como coda imprescindible para justificar la desmesurada duración de los montajes. "¡Es que es un Hamlet completo!", decían, lo cual le hace a uno preguntarse qué demonios habíamos visto hasta entonces (que es lo mismo que pasa hoy cuando te dicen que la fruta de ahora es ecológica. ¿Y la de antes qué carajo era?) últimamente daba la impresión de que nos habíamos tranquilizado un poco con este asunto, pero Robert Lepage anuncia que su nueva producción, Lipsynch, dura cinco horas y acabará durando diez, y Tom Stoppard anda liado con otra cosa que ronda las nueve horas... Ya lo dijo Polonio: "¡Demasiado largo!"