La gente tiende a olvidarlo, pero, a principios de los 80, justo antes de la creación de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, aquí a casi nadie le interesaban nuestros clásicos. El propio Marsillach, primer director de la Compañía, declaraba no estar particularmente atraído por ese teatro. En Madrid estábamos obligados a ser modernos, con lo que Lope y sus colegas quedaban descartados de antemano. En Barcelona no se hacían (ni se hacen) estas obras porque no hay teatro del Siglo de Oro en catalán. En el resto de España se identificaba a Cervantes, Calderón, Tirso, con el centralismo cultural franquista. Yo escuché a dos prestigiosísimos catedráticos universitarios decir en público que nuestro teatro clásico era abominable y servil, que lo que había que hacer era Shakespeare, y dejarse de esas ‘mediocridades’ nuestras. Uno de ellos resucitó el argumento años después, cuando estrenó una obra propia que pretendía ser isabelina aunque no llegaba ni a Echegaray. Del otro no me consta que escribiera dramas, pero con esa gente nunca se sabe. En aquel contexto llamaba la atención un joven, larguirucho y emergente dramaturgo y director llamado Ernesto Caballero, quien confesaba sin problemas su amor por Calderón y lo demostró con la inolvidable Rosaura. Todavía en los 90, iniciada ya la normalización en este campo, había pedantes que se preguntaban qué encontraba otro joven, Eduardo Vasco -formado en Amsterdam, capital de la ultramodernidad teatral- en un autor tan ‘demodé’ como Lope. Lo que quiero decir es que no es en absoluto casual que ambos encabecen hoy el felicísimo nacimiento de dos compañías jóvenes de teatro clásico, una dependiente de la CNTC y otra de la RESAD y la Comunidad de Madrid, con Las bizarrías de Belisa y Morir pensando matar, respectivamente. Porque, aunque en nuestro país sea frecuente cambiar de camisa y hasta de principios según las modas, la verdadera pasión por las cosas es el fruto inconfundible de raíces profundamente hundidas en la tierra.