Igual que Dante acabó perdido en una “selva oscura”, los personajes de Una foresta [Un bosque] también se extravían en un determinado momento de sus vidas, teniendo la sensación de haber sido engullidos por un tupido follaje que les impide vislumbrar el camino a seguir.
Al autor de la Divina Comedia esta inmersión en las sombras le ocurrió en el ecuador de su vida (nel mezzo del cammin di nostra vita). En la pieza teatral, en cambio, acontece en el tránsito de la adolescencia a la vida adulta. Cuando la cosa se pone seria, apuntaría Gil de Biedma. Ahí los cuatro chicos que conforman el dramatis personae de esta pieza ideada por Olmo Missaglia y escrita por Médéa Anselin (con la participación de los propios intérpretes) topan con una realidad desilusionante, que poco tiene que ver con aquellos sueños que albergaron en su día.
Una foresta es la obra que ganó el año pasado la competición Under 35 que organiza la Bienal de Venecia cada verano en busca de savia nueva. Una victoria que le da derecho a ser montada la edición siguiente. En el jurado que tomó la decisión estaba el tándem que dirige el festival veneciano, Stefano Ricci y Gianni Forte (ricci/forte).
El primero, antes de la representación, explicaba a El Cultural que el trabajo de Missaglia era representativo del ‘credo’ que querían subrayar durante su ‘legislatura’ al frente de la Bienal: “Que la poesía, con su carga revolucionaria, tenga una preponderancia en la palabra teatral”. El segundo lo suscribe en un texto del magnífico catálogo de la Bienal, que la reivindica “cada vez que una civilización se inclina y cede ante una desesperación incombustible al hechizo y el prodigio”.
En Una foresta concurre el vuelo poético, que, paradójicamente, mana de una realidad pedestre, de una cotidianidad urbana de seres apresurados, apretujados y apremiados. En medio, de esa selva los cuatro náufragos intentan mantenerse a flote empleando las palabras como pecios y, de paso, intentar atisbar gracias a ellas nuevos horizontes más promisorios. Un retrato generacional surrealista y desolador, con copiosas citas fílmicas (Pulp Fiction, Blade Runner…), pero que, sin embargo, deja rendijas abiertas a la esperanza.
La poesía y el teatro como resistencia a la ola de extremismo identitario y nacionalista que anega el planeta. Mientras los Estados se arman hasta los dientes, elevando sus presupuestos en defensa, en Venecia ungen a Christiane Jatahy. A sus manos ha ido un León de Oro que no puede desligarse de connotaciones políticas dada la trayectoria resistente de la autora y directora brasileña. Una elección que tiene sus implicaciones políticas por el pulso que sostiene contra el régimen de Bolsonaro en su país. Al recoger la estatuilla, volvió a clamar contra el statu quo imperante en su tierra natal: “Allí los artistas son criminalizados por el simple hecho de serlo”.
De su actividad (activismo) contestario, da cuenta O agora que demora, la segunda parte de su trilogía inspirada en la Odisea de Homero, que vimos en tanto el festival gerundense Temporada Alta como en el Centro Dramático Nacional. Fundiendo teatro y cine (buena parte de la representación se sostiene en las proyecciones en una gran pantalla), nos asoma al drama de la migración, del que hemos tenido terrible constancia (otra vez) este fin de semana en la valla de Melilla.
Cámara en ristre, viaja a Jenin (Palestina), a campos de refugiados en Libia y Grecia, a Johannesburgo, a la Amazonia y a Río de Janeiro. En estos dos últimos lugares Jatahy desvela también su trauma familiar: su padre, disidente contra la dictadura militar de Brasil, acabó desapareciendo en misteriosas circunstancias.
Dignidad en el manicomio
Jatahy, en un coloquio posterior a la ceremonia de entrega del galardón con el crítico Andrea Porcheddu, avanzó que ahora está trabajando en nuevo proyecto que hunde su bisturí crítico en el sustrato colonial de Brasil y en el esclavismo. Una nueva pieza para una vieja tragedia de resonancia griega. A pesar de todas las dificultades que arrostra, no quiso enfundarse el traje de víctima. Renegó de la etiqueta de exiliada y subrayó que ella, aun siendo mujer, es blanca, con lo que su situación “es mucho mejor” que las de otras razas.
De carácter más íntimo, fue la batalla de Alda Merini, la escritora con la que ricci/forte han decidido cerrar cada jornada en l’Arsenale. Sus versos y sus prosas son leídos por diversos actores ya en medio de la noche. Veladas en las que aflora su batalla librada en manicomios en los que la encerraron y en los que intentaba no perder la dignidad en medio de excrementos, alaridos y autolesiones. Descenso ad inferos.
Para arrancar el ciclo meriniano (Late Hour Scratching Poetry), contaron con un reclamo potente: Asia Argento, que como una sacerdotisa descalza, ataviada con un ingrávido vestido en rosa flúor a través del que se vislumbraba su tatuada anatomía, y acompañada de proyecciones de la película Mujeres de George Cukor, fue escanciando fragmentos de La pazza della porta accanto, publicado en España por la Editorial Tránsito (recientemente Altamarea también publicó Delirio amoroso, narración que refleja su manera luminosa y a la vez oscura de vivir el amor).
Argento, que conoció en vida a Merini, y con la que se identifica visceralmente, utilizó sus palabras para dejar claro lo que sigue: “La fuerza de los poetas estriba en su debilidad”. Reveladora paradoja.