Cesare Maccari: 'Cicerone denuncia a Catilina', 1889. Colección Palazzo Madama, Roma

Cesare Maccari: 'Cicerone denuncia a Catilina', 1889. Colección Palazzo Madama, Roma

Historia

De Bill Clinton al calendario, ¿qué han hecho los romanos por nosotros?

Un ensayo riguroso, lleno de anécdotas, demuestra que el imperio pervive en nuestra imaginación, inspirando a figuras de relieve y pautando nuestro modo de vida.

31 julio, 2024 02:00

El cine llevaba tiempo sin ocuparse de Roma. Las películas de romanos eran caras, difíciles, y parecían alejadas de la sensibilidad moderna. Pero entonces Ridley Scott concibió Gladiator –de la que en unos meses se estrenará la segunda parte–, una película que, aunque lastrada por la falta de rigor histórico, fue un éxito mundial.

Roma. El imperio infinito

Aldo Cazzullo

Traducción de Xavier González Rovira. Harper Collins, 2024. 352 páginas. 19,85 €

Corría el año 2000. Pocos meses después, cuatro aviones comerciales fueron secuestrados y utilizados en el que sería el peor atentado de la historia de la humanidad. Hoy, en el monumento conmemorativo del 11-S, puede leerse, en inglés, la siguiente frase: “Ningún día os borrará de la memoria del tiempo”. No es una frase de Gladiator. Pero pertenece a la Eneida, la obra con la que Virgilio estableció la fundación mítica de Roma y, según Eliot, el hilo conductor de la literatura occidental.

A mil kilómetros de Nueva York, en Ohio, está la ciudad de Cincinnati, cuyo nombre esconde también un homenaje a Roma y a uno de sus hombres ilustres: Lucio Quincio Cincinato (“el de los rizos”). Cincinato fue cónsul y general durante la Roma republicana. Admirado, entre otros, por Dante y Petrarca, hoy le consideramos arquetipo de la incorruptibilidad y la decencia. Durante dieciséis días ejerció de dictador, un cargo al que solo se recurría en situaciones críticas.

Cuentan que, para ofrecerle el poder absoluto, los senadores tuvieron que ir a buscarlo a sus tierras de labranza, donde Cincinato se retiraba después de cada batalla. Un cuadro de Juan Antonio Ribera, que puede verse en el Museo del Prado, muestra la escena: el general abandona el arado para dictar las leyes de Roma. Dos semanas después, tras haber derrotado al pueblo de los ecuos, Cincinato reparte el botín entre sus soldados y vuelve a trabajar al campo.

“Había un sueño, y era Roma”, se dice al final de Gladiator. La cita insinúa la tesis que Aldo Cazzullo (Alba, Piamonte, 1966) despliega en el entretenido Roma, el imperio infinito (Harper Collins). El periodista italiano nos recuerda que Roma está sobre todo en lo que no vemos. Que, además de la literatura, el arte o la arquitectura, impregna nuestras ideas y nuestros sueños. Que el legado “inmaterial” romano, hecho de palabras más que de armas, es acaso más imponente que el que salta a la vista cuando uno mira el Coliseo de Roma, el teatro de Mérida o el acueducto de Segovia.

Juan Antonio Ribera y Fernández: 'Cincinato abandona el arado para dictar leyes a Roma', h. 1806. © Museo Nacional del Prado

Juan Antonio Ribera y Fernández: 'Cincinato abandona el arado para dictar leyes a Roma', h. 1806. © Museo Nacional del Prado

“Roma, al menos en la versión idealizada por escritores, artistas y poetas, es el más elevado de nuestros pensamientos”, escribe Cazzullo. Según él, este legado cultural que lo atraviesa todo –y del que se han querido apropiar toda clase de dictadores– es lo que convierte a Roma en un “imperio infinito”.

Nos regimos por leyes romanas y bajo gobiernos cuyas estructuras diseñaron los romanos, hablamos su idioma, vivimos en sus ciudades, en sus edificios, nos desplazamos por sus carreteras, hasta la declaración de la renta se originó en el censo ideado por Servio Tulio, sexto rey de Roma. Y un tribuno aliado de César, Curión, propuso que los más ricos financiasen el mantenimiento de las vías y que pagasen más cuanto más lujoso fuese su transporte. Como se ve, todo un precedente del impuesto de circulación.

Cazzullo considera a César un antecesor del self promoter ("promotor de uno mismo") que hoy prolifera en la red

Los grandes artistas y escritores se han servido de Roma. Los triunfos de César han inspirado frescos y tapices, de Rafael a Mantegna. Son infinitos los romanos que han modelado a personajes posteriores. Cazzullo cita algunos casos insospechados.

Un día, a finales de los años cincuenta, un joven estudiante de Hot Springs, Arkansas, participa en un simulacro de juicio a Catilina. Están en clase de latín y le toca defender al conjurado. El estudiante, William Clinton, se entusiasma con el célebre oponente de Cicerón y ese día decide estudiar Derecho y dedicarse a la política. Años después, cuando ya todos le llaman Bill, llega a presidente de Estados Unidos.

Mussolini quiso resucitar el imperio romano y que lo tratasen de “vos”, como se decía (erróneamente) que trataban a César. César también fascinaba a Napoleón, aunque, como recuerda Cazzullo, no era tan alto ni tan guapo como él, pero los dos perdían pelo.

El periodista italiano considera a César un verdadero antecesor del self promoter (“promotor de uno mismo”) que hoy prolifera en redes sociales. A su regreso de Alejandría, César tuvo que partir al Ponto, al sur del Mar Negro, para sofocar la revuelta que su rey había emprendido contra Roma. En cuatro horas lo venció, saqueó sus ciudades y envió el botín a la metrópoli: joyas, oro, columnas, incalculables tesoros.

Todo se expuso en el Capitolio con un cartel que decía: Veni, vidi, vici (“llegué, vi, vencí”). “No se me ocurre ningún post, ningún tuit, tan eficaz como ese”, señala Cazzullo. César es, con justicia, uno de los protagonistas del libro. ¿Cómo no iba a serlo alguien que, en su afán por cambiar el mundo, estableció las medidas temporales por las que nos regimos hoy?

Como es sabido, Roma se guiaba por el calendario lunar, así que el año tenía 354 días y ocho horas, a los que cada tres años había que añadir un mes. En la época de César la confusión era total y las fiestas de la vendimia y de la cosecha nunca caían cuando tenían que caer. Así que, basándose en los hallazgos de los astrónomos egipcios y griegos, César rediseñó el calendario.

El 46 a. C. fue el año más largo de la historia: quince meses. Después resituó el tiempo. Desde entonces, el año dura 365 días, a los que cada cuatro años se añade un día: el bis sextus dies ante kalendas martias. Año bisiesto. Así nació el calendario juliano, en el que quintilis, el mes en que había nacido el dictador, pasó a denominarse, en su honor, “julio”. El pueblo se quedó impresionado. Como nosotros, aún hoy, al descubrir cuánto le debemos a Roma.