Letras

El biógrafo que se fingió amigo de Reagan

Gore Vidal

10 octubre, 1999 02:00

Antes incluso de que "Dutch: a memory of Ronald Reagan" estuviese en la calle, "The New York Times" y "The Washington Post" habían condenado la decisión de su autor, Edmund Morris, de utilizar un personaje de ficción para arrojar luz sobre la vida del presidente. Galardonado en 1988 con el premio Pulitzer por una biografía de Theodor Roosevelt, Morris tuvo acceso completo a Reagan y a sus papeles, y se fingió amigo para construir, tras catorce años de trabajo, un retrato implacable. Tan implacable y corrosivo que Gore Vidal toma partido. Por Morris, naturalmente.

La ficción contra la biografía. Los hechos contra la falsedad. Un campo de minas. Habrá que andar con pies de plomo. Tengo un vago recuerdo de una conversación que mantuve hace varios años con Edmund Morris. En aquel entonces continuaba esperando la publicación del segundo volumen de su magnífica biografía de Theodore Roosevelt. ¿Qué pasaba? Se había aplazado. ¿Por qué? Me lo explicó. Si no llego a agarrarme de una mesa de consola que tenía a la mano, cortesía de P. G. Wodehouse, me habría caído al suelo.

¿Estaba escribiendo una biografía de Reagan? ¡Sí! Dijo que tendría total acceso al ex presidente. Todos los días. Una silla junto al trono. Le advertí: "Tendrás que pedir una compensación por las dificultades del trabajo. El sueldo del guerrero". Me imaginé a un biógrafo abatido, con ojos vidriosos por la falta de sueño después de pasar días enteros escuchando al hombre más imponentemente aburrido que llegó a ser presidente de una nación. Lo conocía. Lo había visto. En los años 50, a principios de los 60, vi a hombres fuertes desmayarse, a mujeres poderosas defenestrarse a sí mismas cada vez que Ron entraba en una habitación, radiante, y se ponía a contar anécdotas perfectas, escogidas de los últimos números de "Selecciones" ("Reader's Digest") y de ediciones antiguas del "Saturday Evening Post".

Como ninguno de nosotros sabía en aquel entonces que los adinerados vencedores de coches usados con los que Reagan se veía discretamente pensaban convertir a este gran actor (extremo que se debe tener presente) en gobernador de California, y que también, a su vez, lograrían atraer a un grupo de intereses económicos aun más importantes para convertirlo en presidente, nos distanciamos de él al igual que lo hicimos de su amigo Robert Taylor que, según se decía, era el segundo hombre más aburrido de la Asociación de Actores de Cine (SAG: "Screen Actors Guild"). Nancy, por otro lado, era brillante...

Pero volviendo a nuestro asunto. Me daba la impresión de que Morris no tenía ni idea de Hollywood, particularmente del Hollywood de los estudios, que trataban a los actores como marionetas mal pagadas, los controlaban mediante contratos muy estrictos, y vigilaban literalmente cada uno de sus movimientos, como hacía la Warner Brothers en el caso de Ron. Después de ser elegido presidente, más de un director que trabajó con él me llamó horrorizado por este error en el reparto de papeles de la política nacional. Sólo recordaban las veces que habían tenido que decirle en el plató: "¡A tu sitio, Ron! No, no, ahí no. ¡Allí!" No creo que Morris sospechara nada de esto. Un presidente que no estaba interesado en la política era un caso extraño; pero tampoco leía libros, y no sabía nada de historia. No obstante, lleno de encanto y con su estilo campechano, era capaz de "comunicar" magistralmente en televisión cualquier mensaje que le hubiesen confeccionado de antemano, desde el inolvidable "que vienen los rusos" hasta el de que era necesario reducir los impuestos sobre los incrementos de patrimonio de los ricos, así como los impuestos a los beneficios empresariales, porque de lo contrario una marea fuerte podía hundir todas las embarcaciones, o cualquier otra cosa que dictara el sentido común.

A su debido tiempo, Morris comenzó a trabajar en la biografía. Seguramente tuvo que oír hablar día tras día, una y otra vez, sobre la importante labor de Ron como presidente del SAG. Los enredos del contrato que Ida Lupino firmó con la Warner Brothers en 1937 -no, tuvo que haber sido en 1936-, que aún conservaba frescos en su infalible memoria. De todos nuestros presidentes, Reagan fue, según parece, el que menos dificultades dio a sus entrenadores y administradores. Sólo de vez en cuando sus obsesiones lo perdían. Nicaragua. La Contra. La Amenaza Roja en las Américas. De hecho, el final de su presidencia estuvo a punto de ser un desastre, cuando debió prestar declaración ante el Congreso -en vídeo, claro-, sobre el papel que había desempeñado en el asunto Irán-Contra, en el que seguramente pensó que lidiar, ilegalmente, con uno de nuestros enemigos, Irán, era un juego de niños en comparación con haber tenido que enfrentarse a Bette Davis cuando se declaró en huelga contra la Warner Brothers.

("Yo nunca le llamé ‘Jack' a Jack Warner. Siempre lo traté de Señor Warner. El hombre más maravilloso que he conocido"). El ayatola Jomeini era un gatito comparado con una Davis desbocada; por cierto, nuestra más grande actriz era una inflexible liberal de Nueva Inglaterra, que siempre se refería a Reagan como "el pequeño Ronnie Reagan", pasando por alto lo bien que había interpretado el papel de un donjuan alcohólico en la memorable "Dark Victory". En cualquier caso, Reagan salió airoso de su declaración ante el Congreso, después de recurrir una y otra vez al "No me acuerdo".

¿Qué podía hacer Edmund Morris con un personaje como este? Los amos de los medios informativos tuvieron en Reagan al presidente más servicial. Todo lo que las grandes multinacionales norteamericanas querían, al final lo conseguían. Los periódicos izquierdistas marginales de limitada circulación, como "The Nation", podían burlarse del amado paladín de lo mejor de Estados Unidos, pero durante ocho años no se permitió que nadie tirara de la manta. Nos decían que él podía con todo el trabajo; que había leído mucho, que tenía un instinto natural para la diplomacia. Por último, que tenía tal sentido de la justicia, que incluso pensaba en el oprimido uno por ciento de la población que posee casi toda la riqueza del país, así como buena parte de la del resto del mundo. Sólo un hombre como él, con la compasión de un santo, podía darse cuenta de que los ricos sufren, y sangran, cuando se les cobra impuestos.

El mito del mago de Oz fue sostenido furiosamente por todos los bandos. Sin embargo, un historiador serio ha tenido la oportunidad de examinarlo y ha descubierto... que no hay nadie detrás del mito. éste es el dilema de Morris y de su editor. ¿Cómo se escribe sobre "nadie" sin tirar de la manta y revelar cómo y por qué se eligen a los presidentes en Estados Unidos?

Creo que en algún momento de su largo viaje a Damasco, Morris tuvo una visión: Todo esto es ficción. Por tanto, servicialmente, Morris también se ha convertido en un personaje de ficción. Aparece en escenas donde no pudo haber estado presente, pero ha hecho suficiente investigación para inventarse a sí mismo, de la misma manera que lo hizo el protagonista de su libro, con una pequeña ayuda de sus amigos y de los agentes de MCA. Creo que es una solución excelente, aunque, como escritor de novelas históricas, nunca me habría atrevido a ser tan vanguardista. Pero por otro lado nunca he lidiado con un presidente norteamericano cuya vida le debe tan poco a Parson Weems [biógrafo del presidente Washington que se inventó alguno de los episodios más celebres de la vida del político, como la del niño Washington y el árbol de cerezas] y tanto a Pirandello. ¡Me muero de ganas de leer el libro!

Gore VIDAL