Image: El principito melancólico

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Letras

El principito melancólico

Saint-Exupéry a los 100 años

28 junio, 2000 02:00

Lo esencial, decía el pequeño príncipe, es invisible a los ojos. También lo es el influjo que Antoine de Saint-Exupéry ha ejercido sobre tantas generaciones de jóvenes cautivados por la inocencia y la melancolía de su personaje más conocido. Pero Saint-Exupéry, piloto y poeta, fue algo más. Por eso, y porque mañana hubiese cumplido cien años, EL CULTURAL intenta redescubrirlo con la ayuda de Juan Bonilla, que sobrevuela su vida y su obra, de Espido Freire, que descubre los matices de El principito y de Darío Villanueva, que reseña el último libro aparecido en España del escritor

Pero yo, desgraciadamente, no sé ver corderos/ a través de las cajas. Soy quizá un poco como las/ personas mayores. Debo de haber envejecido.

Hace siglos que los cuentos infantiles dejaron de ser terribles y mágicos, y se convirtieron en amables fábulas (La Bella y la Bestia), en ingeniosos juegos robados a los adultos (como Gulliver, como Alicia), o en charadas divertidas (Harry Potter). Saint-Exupéry insiste en su dedicatoria a Léon Werth que El principito ha de encontrar su destino entre los lectores infantiles, y no rompe con esta historia la afirmación anterior. Su cuento dista mucho de la intensidad trágica de La Bella Durmiente, o de los artificios de varita y calabaza de Cenicienta. Se encuentra en él un sentimiento del que, habitualmente, se trata de proteger a los niños: la melancolía.

Exceptuando quizás a la dulce Sirenita, pocas historias para niños se ven atravesadas tan firme e insistentemente por esa lanza de nostalgia: desde la pesadumbre del aviador, por haber abandonado su infancia, y con ella una "prometedora carrera de pintor", de artista capaz de descubrir otras formas en lo cotidiano a la añoranza del principito, tras sus viajes a los siete planetas, de su hogar de baobabs, volcanes y flores, desde la desesperada evocación final, una vez que el principito ha desaparecido y se ha fundido con las estrellas y los cascabeles del desierto al leve tono crepuscular de todo el relato.

Tampoco puede hablarse de hazañas heroicas cumplidas con éxito. El príncipe de la historia no es un guerrero, no sufre ninguna maldición ni presión por abandonar su reino. Marcha por curiosidad, quizás, porque no le basta su diminuto asteroide y la rutina diaria de jardinero y de deshollinador. Y no parte en busca de una princesa, o de un objeto mágico. De alguna manera, parece saber que ha dejado a su princesa y su fortuna atrás, bajo la constante amenaza de los baobabs invasores y de un volcán extinguido con el que, como dice una y otra vez, nunca se sabe.

No hay elementos mágicos, no aparecen ayudantes, ninguna de las pruebas a las que se enfrenta exigen una determinación que lo convierta en héroe. El principito de cabello dorado se muestra, lo que es más, parcial. No se siente obligado a decidir, o a amar. Escapa de la dictadura del destino. Observa con ojos asombrados las tonterías de los mayores, que se empeñan, en los otros planetas, a contarlo todo, a controlar elementos libres: las estrellas, el tiempo, los accidentes geográficos, la voluntad de las personas, y cuando se aburre abandona, sin ofrecer nada a cambio, pero sin ser tampoco expulsado ni hallarse en peligro de muerte.

La muerte, precisamente, se le acerca por primera vez cuando llega al planeta Tierra. Hasta entonces ha vagado, niño eterno, entre manías adultas; le toca crecer. Cumple así a la perfección otras características de los cuentos infantiles: oscila, como un péndulo, entre el amor y la muerte, y sólo tras un crecimiento interno podrá pasar por ellas. Pero aún así, el misterioso príncipe mantiene su férrea voluntad, la impone a los obstáculos. Se dice de él que nunca abandona una pregunta tras haberla formulado; tampoco olvida, ni por un momento, que es un ser libre de las estrellas.

¿Por qué abandonar al delicado y tierno zorro, que le ha entregado su amistad, y al que rompe el corazón, para marchar al encuentro de una flor no menos encantadora, pero fatua y presuntuosa, al fin y al cabo? ¿En qué cuento de hadas la bondad queda sin recompensa, y cuál obtienen el zorrito y el aviador, tan devotos, tan entregados a su visitante misterioso? Al parecer, quedan en la oscuridad y en la tristeza, consolados únicamente por el recuerdo.

Sin embargo, en esa misma situación debió quedar su flor de ingenuos pinchos al ser abandonada en el asteroide... y nadie afirma que el principito no vaya a regresar. Los milagros existen: el aviador logra encontrar agua en el desierto, y logra, ser humano pegado a la tierra, volar. ¿Por qué no puede encontrarse con el principito? Han transcurrido seis años, dice, desde su encuentro entre las arenas. A los seis años dibujó también él su primera boa-sombrero. Tras seis planetas encontró el principito nuestro planeta. En los cuentos el seis es siempre un número inestable, incompleto. Sin duda, al séptimo año retornará el principito.

La narración del aviador aparece, por tanto, incompleta. Quien ha desvelado una vez un misterio, sea el de la amistad, sea el enigma de la esfinge, está en condiciones de enfrentarse continuamente a retos similares. Aún quedan demasiados cabos por atar como para que esta historia termine: queda aliviar los corazones del zorro y el aviador, queda idear un sistema ingenioso para que el cordero (el cordero ideal, el nunca visto) se aficione únicamente a los baobabs, y no a las florecitas presumidas. Falta asegurarnos de que todo marchará bien, que efectivamente, el principito ha derrotado a la muerte, y reina sin corona: aún no estamos seguros de que el orden se haya restaurado de nuevo en su organizado planeta.

Del mismo modo que la cartomancia se enmascaró bajo la apariencia de un vicio, los juegos de azar y naipes, para que su práctica no cesara jamás, así también las grandes enseñanzas se han camuflado entre las sedas y los brillos de estrella de los cuentos infantiles con el objeto de que se transmitan de generación en generación. Es lícito, por tanto, desconfiar de ellos. Acumulan demasiada sabiduría, y nunca acatan lo convencional. Nos convierten en lo que somos, nos preparan para una existencia en la que nos convertiremos en adultos que no saben ver a través de las cajas. Es lógico que El principito se encuentre teñido de profunda melancolía; la misma que tendría la Bella Durmiente, ya casada, por su vida de soltera dormilona.

El tiempo, que nunca existe en los cuentos, ha surgido en este, como otra avería del avión, y ha roto el hechizo del presente eterno, de la eterna infancia. La simple presencia de este enviado de las estrellas nos hace tomar conciencia de que perdimos el reino en el que él aún es príncipe.

1900. Nace el 29 de Junio en Lyon Antoine de Saint-Exupéry en el seno de una familia aristocrática venida a menos.

1904. Muere su padre.

1919. Cumple el servicio militar en la aviación de Estrasburgo.

1921. Obtiene su licencia como piloto.

1926. Conoce a Jean Prevost de la revista "Navire d’argent", donde publica El aviador, un relato autobiográfico sobre un piloto que, como él, se deprime cuando no vuela. Ingresa en la sociedad de aviación Latécoère en Tolouse como piloto de línea.

1928. Publica Correo Sur.

1930. Trabaja en su segundo libro Vuelo nocturno, con Introducción de André Gide, inspirado en el accidente sufrido por un compañero.

1931. Recibe el premio Fémina. Contrae matrimonio con Consuelo Suncin.

1934. Se incorpora al servicio de propaganda de "Air France" y lleva a cabo una misión en Saigón. Viaja a España y Moscú como corresponsal.

1935. Intenta la travesía París-Saigón en un "Simoun". Tras efectuar un aterrizaje forzoso en el Sáhara es rescatado por unos beduinos cinco días más tarde.

1937. Sufre un grave accidente aéreo en Guatemala.

1939. Durante su convalecencia escribe la novela Tierra de hombres. Al iniciarse la II guerra mundial toma parte como piloto en Saint-Dizier.

1941. Se instala en Nueva York donde escribe Piloto de guerra.

1943. Publica El principito, un clásico de la literatura universal infantil, que dedica a su amigo León Werth, capturado en la Francia ocupada.

1943. Reemprende su actividad como piloto. Consigue el permiso para realizar cinco misiones que al final serían ocho.

1944. Escribe Carta a un rehén. Es trasladado junto a su grupo a Borgo, en Córcega.

1944. El 31 de julio realizó en el Mar Tirreno su útima misión, de la que nunca regresaría. Jamás se recuperó su cadáver. Días antes había escrito Carta al general X. Dejó inacabadas sus obras Ciudadela (1948) y Apuntes (póstumos 1961)