Image: John Le Carré

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Letras

John Le Carré

El novelista publica "El jardinero fiel"

14 marzo, 2001 01:00

Si alguien pensaba que la caída del Muro de Berlín y la construcción de la nueva Europa habían dejado sin argumentos a John Le Carré, estaba equivocado. El autor de El honorable colegial, El topo o El espía que surgió del frío (la mejor novela de espías jamás escrita según Graham Greene), tiene mucho que contar. Contar, por ejemplo, qué ocurre en una embajada británica del Tercer Mundo cuando una activista de los derechos humanos, Tessa Quayle. aparece asesinada, y Justin, su marido, un pacífico diplomático al que sus colegas llaman "el jardinero fiel", decide investigar. Basado en un personaje real, una íntima amiga del novelista, El jardinero fiel (Areté) disfruta de gran éxito en todo el mundo y sale en España la próxima semana.

"El jardinero nace del enojo moral"
Acérrimo enemigo de lasentrevistas, John Le Carré ha roto su ilencio para explicar algunas claves de su última novela

-¿De qué trata El jardinero fiel?
-De alguien que realiza un viaje interior y que descubre, tras una vida llena de errores, un cierto sentido de la moralidad. Otra lectura aborda el mismo tema que he manejado desde mis comienzos literarios, las relaciones del ser humano con las instituciones. Además, trata de lo que hoy en día ocupa el lugar de las naciones y de esa asombrosa creencia de que en el fondo de las corporaciones subyace un propósito moral. Es una idea disparatada.

-Es un libro muy polémico, pero contiene también a dos de sus personajes más logrados, Justin y Tessa Quayle. ¿Le resultó difícil combinar el aspecto político de la novela con el componente de ficción?
-No, en realidad no ha sido difícil, porque hay un único motivo conductor. Tras la muerte de Tessa, este motivo se adueña de Justin. él asume el papel que ella desempeñaba. Completa el trabajo que ella había comenzado. La historia no se hubiera desencadenado sin la aparición del enojo moral, y del mismo modo, el enojo moral no se podría haber expresado sin estas circunstancias y estos personajes. Mi propia vida ha sido en ocasiones tan complicada y zigzagueante que en realidad consuela descubrir a estas alturas qué es lo que me importa. Es algo que tengo en común con Justin.

-¿Buscó el tema o vino a usted?
-Quería ocuparme del comportamiento colectivo en el Tercer Mundo. Después comencé a reflexionar muy seriamente sobre el petróleo. Y después de hablar confidencialmente con miembros de la industria farmacéutica y con los pocos y valientes individuos que han intentado desenmascarar sus actividades, no me lo pensé dos veces.

-En Estados Unidos lo consideran un gran novelista. En Europa, un gran escritor de género. ¿Por qué?
-No lo sé. Actualmente tengo muchos más lectores en Europa que en los Estados Unidos. Por lo general evito la compañía de mis colegas escritores ingleses y de todo ese mundo. Creo que me resulta amenazador en muchos sentidos. La envidia siempre está a la orden del día. Yo gané mucho dinero escribiendo. Me hice un nombre. Lo que más miedo me da, sin embargo, es quedar atrapado en sus patrones y pretensiones. No los leo. No quiero decir que yo sea mejor ni peor. Es sólo que hacemos cosas completamente distintas. Me siento totalmente al margen de la vida literaria inglesa.

Así comienza:

-Por desgracia, ha surgido un imprevisto, Sandy. En realidad, querría bajar a tu despacho si tienes un momento.
-¿No puede esperar hasta después de la reunión?
-Pues... no lo creo, la verdad. No, no puede esperar -respondió Mildren, ganando convicción a medida que hablaba-. Se trata de Tessa Quayle, Sandy.
De pronto un Woodrow distinto, el vello erizado, los nervios a flor de piel. Tessa.
-¿Qué pasa con Tessa? -preguntó con intencionada indiferencia, su mente galopando en todas direcciones. ¡Ay, Tessa! ¡Ay, Dios! ¿Qué has hecho ahora?
-Según la policía de Nairobi, ha sido asesinada -dijo Mildren como si lo dijera todos los días.
-Absurdo -replicó Woodrow sin darse tiempo para pensar-. No digas tonterías. ¿Dónde? ¿Cuándo?
-En el lago Turkana, orilla oriental. Este fin de semana. Se han mostrado diplomáticos respecto a los detalles. En su coche. Un desafortunado accidente, según ellos -añadió Mildren con tono de disculpa-. Me ha dado la impresión de que no querían herir nuestra sensibilidad.
-¿Qué coche? -preguntó Woodrow sin coherencia alguna, ya debatiéndose, negándose a aceptar la desatinada idea, sepultados a gran profundidad el quién, el cómo, el dónde y sus demás consideraciones y presentimientos, borrados rabiosamente sus recuerdos secretos de ella para reemplazarlos por el reseco paisaje lunar de Turkana tal como permanecía en su memoria desde un viaje de sondeo que realizó hacía seis meses en la irreprochable compañía del agregado militar-. No te muevas de ahí. Enseguida subo. Y no lo comentes con nadie, ¿me has oído?
Ahora con sistemática precisión, Woodrow dejó el auricular, rodeó el escritorio, descolgó la chaqueta del respaldo de la silla y se la colocó. [...] Con todo, mientras subía por la escalera, logró, mediante un tenaz esfuerzo de voluntad, acogerse a los elementales principios por los que siempre se regía cuando una crisis se cernía en el horizonte, y se aseguró, tal como había asegurado a Mildren, que aquello era absurdo. Para corroborar su teoría, evocó el sensacional caso de una joven inglesa que había sido descuartizada en la selva africana diez años atrás. Es una broma de mal gusto, claro que sí. Una recreación de aquel episodio fruto de una imaginación perturbada.
A sus cuarenta años, [Woodrow] estaba felizmente casado con Gloria, o si no tan felizmente, daba por sentado que sólo él lo sabía. Era jefe de cancillería y cabía suponer que si jugaba bien sus cartas, conseguiría ponerse al frente de alguna modesta misión en su siguiente destino, y de ahí progresaría a misiones menos modestas hasta recibir el título de sir, una perspectiva a la que él personalmente no concedía la menor importancia, desde luego, pero complacería a Gloria. Tenía cierto espíritu castrense pero, al fin y al cabo, era hijo de militar. En sus diecisiete años el servicio de Su Majestad en el extranjero, había dejado bien puesta la bandera en media docena de misiones británicas. No obstante, la peligrosa, desintegrada, saqueada y depauperada Kenia, en otro tiempo colonia británica, le había resultado más estimulante que la mayoría de las anteriores, aunque no se atrevía a preguntarse en qué medida ese interés se debía a Tessa.
-Muy bien- dijo a Mildren con manifiesta agresividad, habiendo antes cerrado la puerta y echado el pestillo.
Mildren exhibía un permanente mohín. Sentado tras su escritorio, parecía un niño gordo y travieso que se ha negado a terminarse los cereales.
-Estaba en el Oasis -informó.
-¿Qué oasis? Sé más preciso si es posible.
Pero Mildren no se dejaba amilanar tan fácilmente como su edad y su rango podían inducir a creer a Woodrow. Tenía todos los datos recogidos en unas anotaciones taquigráficas, que consultó antes de volver a hablar. Debe de ser lo que les enseñan hoy en día, pensó Woodrow con desdén. ¿De dónde, si no, iba a sacar el tiempo un advenedizo de Essex como Mildren para aprender taquigrafía?
-En la orilla este del lago Turkana, en el extremo sur, hay un hotel -explicó Mildren sin apartar la vista de la libreta-. Se llama Oasis. Tessa pasó allí la noche y se marchó a la mañana siguiente en un cuatro por cuatro proporcionado por el dueño del hotel. Dijo que quería visitar la cuna de la civilización, a trescientos kilómetros de allí en dirección norte. El hoyo de Leakey. -Se corrigió-. El yacimiento donde está la excavación de Richard Leakey. En el parque nacional de Sibiloi.
-¿Sola?
-Wolfgang le proporcionó un conductor. Su cadáver ha aparecido en el cuatro por cuatro con el de ella.
-¿Wolfgang?
-El dueño del hotel. Apellido pendiente de averiguación. Todo el mundo lo llama Wolfgang. Es alemán, por lo visto. Un personaje. Según la policía, el conductor fue brutalmente asesinado.
-¿Cómo?
-Decapitado. Paradero desconocido.
-¿Quién está en paradero desconocido? Has dicho que lo habían encontrado en el coche con ella.
-La cabeza está en paradero desconocido.
Podría haberlo adivinado, ¿no?, pensó Woodrow.
-¿Y cuál es la supuesta causa de la muerte de Tessa?
-Un accidente. Es lo único que han dicho.
-¿Le robaron?
-Según la policía, no.
Una vez conocido el asesinato del conductor y descartado el robo, la imaginación de Woodrow se desbocó.
-Cuéntame lo que te han dicho palabra por palabra -ordenó.
Mildren apoyó los amplios mofletes en las palmas de las manos y consultó de nuevo sus notas taquigráficas.

-Nueve veintinueve, llamada de una brigada móvil de la jefatura de policía de Nairobi, preguntando por el embajador -recitó-. He explicado que el embajador había salido a visitar ministerios y tenía previsto volver a las diez como muy tarde. Un agente de guardia con tono de eficiencia; ha dejado su nombre. Ha dicho que la información procedía de Lodwar...
-¿Lodwar? ¡Eso está a kilómetros de Turkana!
-Es la comisaría más próxima -aclaró Mildren-. Un cuatro por cuatro, propiedad del hotel Oasis, Turkana, había aparecido abandonado en el lado oriental del lago, cerca de Allia Bay, en el camino hacia el yacimiento de Leakey. Los cadáveres llevaban allí treinta y seis horas como mínimo. Una mujer blanca, causa de la muerte no facilitada, un africano sin cabeza, identificado como Noah el conductor, casado con cuatro hijos. Una bota de marca Mephisto, del número treinta y ocho. Una chaqueta de safari azul, talla XL, manchada de sangre, hallada en el suelo del vehículo. La mujer, entre 25 y 30 años, cabello oscuro, una sortija de oro en el dedo anular de la mano izquierda. Una cadena de oro en el suelo del vehículo.
"¿Y esa cadena de oro que llevas al cuello?", se oyó decir Woodrow a sí mismo en fingido desafío mientras bailaban.
"Mi abuela se la regaló a mi madre el día de su boda -contestó ella-. La llevo con todo, incluso cuando no queda a la vista."
"¿Incluso en la cama?"
"Depende."
-¿Quién los encontró? -preguntó Woodrow.
-Wolfgang. Avisó por radio a la policía e informó a su oficina de aquí, de Nairobi. También por radio. En el Oasis no hay teléfono.
-Si el conductor apareció decapitado, ¿cómo supieron que era el conductor?
-Estaba impedido de un brazo. Por eso trabajaba de conductor. Wolfgang vio marcharse a Tessa con Noah el sábado a las cinco y media, en compañía de Arnold Bluhm. Fue la última vez que los vio vivos.

Mildren seguía remitiéndose a sus notas, o como mínimo lo aparentaba. Se sostenía aún los mofletes con las manos y parecía resuelto a permanecer en esa postura, ya que se advertía una obstinada rigidez en sus hombros.
-Repíteme eso último -ordenó Woodrow al cabo de un segundo.
-Arnold Bluhm acompañaba a Tessa. Llegaron juntos al hotel Oasis, pasaron allí la noche del viernes y partieron en el todoterreno de Noah a las cinco y media de la mañana siguiente -volvió a decir Mildren con paciencia-. El cuerpo de Bluhm no estaba en el cuatro por cuatro, y no hay ni rastro de él. O si lo hay, no se ha informado de ello hasta el momento. La policía de Lodwar y la brigada móvil continúan en el lugar de los hechos, pero la jefatura de Nairobi desea saber si pagaremos el coste de un helicóptero.
-¿Dónde están ahora los cadáveres?
Woodrow, digno hijo de su padre militar, era lacónico y práctico.
-No se sabe. La policía quería que el Oasis se hiciera cargo, pero Wolfgang se negó. Dijo que se quedaría sin personal, y también sin clientes. -Un titubeo-. Ella firmó en el registro como Tessa Abbott.
-¿Abbott?
-Su apellido de soltera. «Tessa Abbott, con dirección en un apartado de correos de Nairobi.» El nuestro. Aquí no tenemos a ningún Abbott, así que busqué el nombre en los archivos y encontré Quayle, apellido de soltera de Abbot, Tessa. Imagino que es el nombre que usaba en sus labores humanitarias. -Mildren examinaba la última página de sus anotaciones-. He intentado ponerme en contacto con el embajador, pero él está haciendo su recorrido por los ministerios y es hora punta -explicó, con lo cual quería decir: esta es la moderna Nairobi del presidente Moi, donde una llamada local puede representar media hora escuchando «Disculpe, todas las líneas están ocupadas; por favor, vuelva a intentarlo más tarde», repetido incansablemente por una apática mujer de mediana edad.
Woodrow se encontraba ya en la puerta.
-¿Y no se lo has dicho a nadie?
-A nadie.
-¿Y la policía?
-Dicen que no. Pero no pueden responder por Lodwar, y me cuesta creer que puedan responder por sí mismos.
-Y que tú sepas, Justin aún no se ha enterado.
-Exacto.
-¿Donde está?
-En su despacho, supongo.
-Procura que no salga de allí.
-Ha llegado temprano, como siempre que Tessa sale en viaje de reconocimiento. ¿Quieres que suspenda la reunión?
-Espera.
Convencido ya, si en algún momento lo había dudado, de que se enfrentaba no sólo a una tragedia sino también a un escándalo de Fuerza Doce, Woodrow subió como una exhalación por una escalera al pie de la cual se leía el rótulo "Sólo personal autorizado" y entró en un lúgubre pasillo que conducía a una puerta de acero cerrada con una mirilla y un timbre. Una cámara lo escudriñó mientras pulsaba el timbre. Abrió la puerta una esbelta pelirroja con vaqueros y un blusón floreado. Sheila, la número dos, con perfecto dominio del kiswahili, pensó Woodrow de manera espontánea.
-¿Dónde está Tim?-preguntó.
Sheila apretó un botón y habló por un interfono.
-Es Sandy, y tiene prisa.
-Esperad un minuto mientras marco la contraseña -dijo a voz en grito una expansiva voz masculina.
Esperaron.
-Camino totalmente despejado -anunció la misma voz cuando se descorrió el cierre automático de otra puerta.

Sheila se apartó, y Woodrow entró en el despacho con paso enérgico. Tim Donohue, el jefe de inteligencia, se hallaba de pie ante su escritorio, imponente con sus dos metros de estatura. Debía de haber estado poniendo en orden la mesa, porque no había un solo papel a la vista. Donohue ofrecía un aspecto aún más enfermizo que de costumbre. Gloria, la esposa de Woodrow, insistía en que le quedaba poco tiempo de vida. Las mejillas hundidas y sin color. Cúmulos de piel desmoronada bajo los ojos exánimes y amarillentos. El disperso e irregular bigote atusado hacia abajo en cómica desesperación.

"El jardinero nace del enojo moral"
Acérrimo enemigo de lasentrevistas, John Le Carré ha roto su ilencio para explicar algunas claves de su última novela

-¿De qué trata El jardinero fiel?
-De alguien que realiza un viaje interior y que descubre, tras una vida llena de errores, un cierto sentido de la moralidad. Otra lectura aborda el mismo tema que he manejado desde mis comienzos literarios, las relaciones del ser humano con las instituciones. Además, trata de lo que hoy en día ocupa el lugar de las naciones y de esa asombrosa creencia de que en el fondo de las corporaciones subyace un propósito moral. Es una idea disparatada.
-Es un libro muy polémico, pero contiene también a dos de sus personajes más logrados, Justin y Tessa Quayle. ¿Le resultó difícil combinar el aspecto político de la novela con el componente de ficción?
-No, en realidad no ha sido difícil, porque hay un único motivo conductor. Tras la muerte de Tessa, este motivo se adueña de Justin. él asume el papel que ella desempeñaba. Completa el trabajo que ella había comenzado. La historia no se hubiera desencadenado sin la aparición del enojo moral, y del mismo modo, el enojo moral no se podría haber expresado sin estas circunstancias y estos personajes. Mi propia vida ha sido en ocasiones tan complicada y zigzagueante que en realidad consuela descubrir a estas alturas qué es lo que me importa. Es algo que tengo en común con Justin.
-¿Buscó el tema o vino a usted?
-Quería ocuparme del comportamiento colectivo en el Tercer Mundo. Después comencé a reflexionar muy seriamente sobre el petróleo. Y después de hablar confidencialmente con miembros de la industria farmacéutica y con los pocos y valientes individuos que han intentado desenmascarar sus actividades, no me lo pensé dos veces.
-En Estados Unidos lo consideran un gran novelista. En Europa, un gran escritor de género. ¿Por qué?
-No lo sé. Actualmente tengo muchos más lectores en Europa que en los Estados Unidos. Por lo general evito la compañía de mis colegas escritores ingleses y de todo ese mundo. Creo que me resulta amenazador en muchos sentidos. La envidia siempre está a la orden del día. Yo gané mucho dinero escribiendo. Me hice un nombre. Lo que más miedo me da, sin embargo, es quedar atrapado en sus patrones y pretensiones. No los leo. No quiero decir que yo sea mejor ni peor. Es sólo que hacemos cosas completamente distintas. Me siento totalmente al margen de la vida literaria inglesa.