Luis Cernuda, nostalgia de aire claro y cuerpos oscuros
Tal vez no sea casual el que los tiempos más felices que Cernuda pasara en México fuesen los primeros, los que viviera antes de establecerse en la capital mexicana en noviembre de 1952. Su primer viaje data del verano de 1949. El poeta entonces vivía y trabajaba en Mount Holyoke, un colegio para mujeres en Massachusetts, Nueva Inglaterra. Hastiado de la vida norteamericana, de la falta de estímulo intelectual y humano (su única interlocutora en Mount Holyoke era su gran amiga Concha de Albornoz), de los largos y gélidos inviernos, por no decir nada de sus clases sobre teatro español de los siglos de oro, Cernuda decidió viajar hacia el sur, en busca de una tregua. Y la experiencia colmó sus expectativas. No sólo volvió a reunirse con amigos como Manuel Altolaguirre, Concha Méndez, José Moreno Villa, Ramón Gaya y Emilio Prados, a quienes no había visto desde su salida de España, en plena guerra civil, en febrero de 1938, sino que incluso hizo amistades nuevas con algunos mexicanos, como el pintor Manuel Rodríguez Lozano, los músicos Salvador Moreno e Ignacio Guerrero, y el poeta Enrique Asúnsulo.
Con Moreno y Guerrero Cernuda hizo el primero de muchos viajes a Acapulco. La playa, desde luego, siempre lo había apasionado, pero lo que realmente lo conmovió, fue el simple hecho de estar otra vez en una tierra soleada donde la gente hablaba español. Después de once años de destierro en países sajones, Cernuda pudo por fin escapar del frío y las brumas, y escuchar el español hablado libre y espontáneamente a su alrededor. México no era España, pero los dos países tenían tanto en común que el poeta sentía como si, por arte de magia, hubiera regresado de repente a su país. Ya de vuelta en Mount Holyoke, en septiembre de 1949, le escribió a Salvador Moreno: “No quiero callarle que, cuando temprano en la mañana, miré el cielo sucio y el verde amarillento del norte, todo lo que perdía con la ausencia de México se me representó: el cielo limpio, el aire claro, las flores que no pasan, los cuerpos oscuros; y se me arrasaron con lágrimas los ojos.”
Fue tal la impresión que le causó el viaje que, en febrero de 1950, enclaustrado de nuevo en Mount Holyoke, el poeta empezó a escribir unos breves “trozos” en prosa en que evocaban diversos momentos y aspectos de su experiencia en México. Otros poemas nuevos surgirían a raíz de un segunda visita al mismo país en el verano de aquel mismo 1950. En un texto introductorio a este libro, que se daría a conocer como Variaciones sobre tema mexicano, Cernuda anunció su propósito de trazar “los ecos nuestros que aquí resuenan, intactos a pesar del tiempo y del extrañamiento”: es decir, evocar lo que todavía había de España en lo que alguna vez había sido la Nueva España. El volumen corría el riesgo de convertirse en “una forma sutil retrospectiva de orgullo nacional”. Pero el poeta supo evitar este escollo, sobreponiendo su sensibilidad andaluza a su fascinación por la Castilla imperial del siglo XVI. Variaciones viene a ser, así, el reconocimiento de un paisaje en tantos aspectos parecido a la Andalucía que había conocido en su niñez y juventud.
Variaciones se publicaría en México en 1952, cuando el poeta ya había hecho otro viaje más, que abarcó los meses de junio a noviembre de 1951. Esta tercera estancia fue en cierto modo una feliz repetición de los dos viajes anteriores, pero con una diferencia importante. En esta ocasión el poeta se enamoró profundamente de un joven culturista mexicano llamado “Salvador”. Como habría de reconocer en “Historial de un libro”, dicha experiencia tuvo una enorme importancia, en su obra no menos que en su vida, dando pie a uno de los poemarios más intensos suyos, sus Poemas para un cuerpo (1957): “Creo que ninguna otra vez estuve, si no tan enamorado, tan bien enamorado, como acaso pueda entreverse en los versos antes citados, que dieron expresión a dicha experiencia tardía. Mas al llamarla tardía debo añadir que jamás en mi juventud me sentí tan joven como en aquellos días en México; cuántos años habían debido pasar, y venir al otro extremo del mundo, para vivir esos momentos felices”.
Y fue así cómo, en el mes de noviembre de 1952, con sólo 500 dólares en el bolsillo, Cernuda renunció a su puesto en Estados Unidos y se trasladó a la ciudad de México. Durante un año vivió en un piso en la calle Madrid, en el centro de la ciudad; pero luego, hacia finales de 1953, animado por su amigo Altolaguirre (quien entonces vivía con su segunda esposa, María Luisa Gómez Mena), Cernuda fue a vivir a casa de Concha Méndez y su familia, en Coyoacán. Con algunas interrupciones, ésta había de ser su casa durante los once años que le quedaban de vida. No es imposible que ya para entonces se le hubieran agotado sus ahorros y, cosa más dramática aún, que hubiera llegado a su fin su relación con Salvador… En todo caso, en su correspondencia se empieza a observar un cambio en su percepción de su nuevo país de residencia, conforme la realidad se va imponiendo poco a poco sobre los espejismos del deseo.
Rota la fragilidad de la ilusión amorosa inicial, México, en efecto, empieza a perder esa fascinación que tuviera para el poeta, quien, por otra parte, a partir de 1954 y gracias a la oportuna intervención de Octavio Paz, entra a trabajar tanto en la Universidad Nacional Autónoma de México como en El Colegio de México. Fruto de su trabajo de estos años son sus libros de crítica literaria Estudios sobre poesía española contemporánea (1957) y Pensamiento poético en la lírica inglesa (Siglo XIX). Pero es sólo cuando Cernuda es invitado a dar un curso en Los Angeles, en el verano de 1960 que el poeta vuelve a inspirarse y escribe algunos de los grandes poemas de su última colección Desolación de la Quimera (1962). En ese sentido, más que un feliz destino final, México tal vez fuera sólo un lugar más por donde el nómada irredento que era Cernuda paseó su melancolía y su fervor.