Image: Yo, otro. Crónica del cambio

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Letras

Yo, otro. Crónica del cambio

Imre Kertész

17 octubre, 2002 02:00

Imre Kertész, por Gusi Bejer

Traducción de Adan Kovacsics. El Acantilado. Barcelona, 2002. 143 páginas, 8 euros

Ante la pregunta ¿qué soy yo?, Kertész sólo encuentra una respuesta: "no poseo otra identidad que el escribir". La escritura nos permite tomar conciencia de que "no tenemos nada que ver con nosotros mismos"

La obra de Kertész desborda el testimonio. A partir de su experiencia en los Lager alemanes, Kertész ha teorizado sobre la cultura occidental, tejiendo un análisis donde Auschwitz no es algo excepcional, sino el desenlace de una tradición basada en el ejercicio excluyente del poder. Casado con una superviviente de los Gulag soviéticos, la imagen de los campos de concentración adquiere en su escritura un valor que, lejos de reflejar una secuencia de la historia contemporánea, expresa las insuficiencias de la condición humana. Sus libros siempre redundan en el mismo horizonte temático, acumulando argumentos para reforzar una perspectiva ética que describe la renuncia a la paternidad como la única alternativa posible ante una sociedad incompatible con la dignidad. La concesión del Nobel -es el primer escritor húngaro que obtiene esa distinción- corrobora la excelencia de una obra que no consiguió el reconocimiento hasta 1995, cuando se tradujo al alemán Sin destino, una novela que recreaba su experiencia en los Lager alemanes, utilizando la ficción para garantizar la pertinencia de un análisis que identificaba una matriz común entre las sociedades democráticas y los sistemas totalitarios. Un instante de silencio en el paredón y Kaddish por el hijo no nacido continuaban esta reflexión, señalando las analogías entre la autoridad del padre, elevado a figura mítica, y la represión ejercida por nuestra cultura. En esta ocasión, Kertész se demora en la constitución de la identidad.

La alusión a Rimbaud (su famosa cita "Yo es otro" precede al texto) inicia una reflexión que explora las diferentes imposturas que posibilitan la ficción de la identidad individual. Su alusión a los heterónimos de Pessoa y al ejercicio de introspección de Montaigne invocan una tradición de búsqueda, donde la construcción del yo no ha impedido advertir el efecto del principio de individuación, cuya existencia nos posibilita urdir un proyecto, transformando nuestras vivencias en experiencia, pero no sin condenarnos al dolor de la finitud. Escindidos del Uno primordial, nuestro yo queda expuesto al estrago del tiempo y a la existencia unidimensional de lo que sustituye el mito por la racionalidad de una conciencia separada de las cosas. ése es el precio de la identidad. El fenómeno de la comprensión necesita de la comparecencia del yo, pero éste nunca podrá experimentar la alegría prerracional de lo que aún no se ha desgajado de la promiscuidad originaria. Sin embargo, la individuación y el dolor están unidos por la necesidad. Sin él, no es improbable una existencia ajena a la creación literaria.

Kertész atribuye al lenguaje una perversión radical. La gramática no tiene como matriz la verdad, sino la mentira. Sus reglas propagan la falacia del yo, imponiéndonos lo que no somos, es decir, algo acotado y previsible. Ese yo, que es mero artificio, es el que nos adjudica la condición de judíos y el judío no es el fruto de una tradición, sino de la invención del otro. El otro es el apátrida, el elemento disolvente que destruye desde dentro la experiencia comunitaria. El judío es el que "queda fuera". Así experimenta Kertész su presencia en el mundo. No se trata de nihilismo, sino de una insoportable lucidez que incluye a Kertész en el linaje de autores como Cioran o Berharnd. Dentro de esta tradición, la nada no es una carencia, ausencia de algo, sino vivencia del límite y la exclusión "se vuelve inesperadamente fecunda y productiva..." (p. 15).

El límite es el espacio donde el yo muestra su inconsistencia, su intolerable mendacidad. Ante la pregunta ¿qué soy yo?, Kertész sólo encuentra una respuesta: "no poseo otra identidad que el escribir". La escritura nos permite tomar conciencia de que "no tenemos nada que ver con nosotros mismos". El hombre actual tiende a olvidar. Su desprendimiento de lo anterior no es menos grave que la fidelidad a un pasado que no nos pertenece. Sin embargo, ciertas mentiras son necesarias para no hundirse en la locura. Si aceptáramos la inestabilidad constitutiva de todo lo que es, jamás podríamos hablar desde una perspectiva capaz de insertarnos en el mundo.

El análisis de la cultura que articula el libro adquiere la capacidad de conmovernos, cuando evoca la muerte de la esposa. Su desaparición ("hay tiempo suficiente en un día para vivir los horrores del infierno") revela que el otro no sólo nos completa, sino que fundamentalmente nos constituye. Cuando mueren los que amamos, se llevan lo esencial de nosotros mismos. Lo que queda, sólo es ese resto donde la memoria desdibuja los recuerdos de tanto recurrir a ellos.