Image: Tomás Moro

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Letras

Tomás Moro

Peter Ackroyd

22 enero, 2004 01:00

Tomás Moro, por Gusi Bejer

Traducción de Àngels Gimeno-Balonwu. Edhasa. Barcelona, 2003. 647 páginas, 39 euros

Este es un libro de los que vale la pena leer, por varias razones. Es bueno estilística y narrativamente. Que lo sea estilísticamente, no es extraño. Ackroyd es un escritor conocido como poeta, novelista, cuentista y biógrafo. Ha escrito muy buenas biografías de Oscar Wilde, T. S. Eliot y algunas otras personalidades. No es un historiador profesional y, además, escribe sobre épocas muy diversas: el siglo XV y XVI en el caso de Moro; el XIX y el XX en el de Wilde y Eliot.

Y eso puede suscitar desconfianza; nadie sabe de todo. Habrá que aceptar, sin embargo, que hay quien tiene la sensibilidad y la inteligencia suficiente para aprender de todo y entenderlo y hacerlo entender.

Hay algo, además, que hilvana toda la obra escrita de Ackroyd, que es su amor a Londres. Es un londinense que lo sabe todo acerca de su ciudad, incluido el pasado de cada uno de sus rincones, quién vivió aquí, quién fue ajusticiado un poco más allá... En este libro, en concreto, revive el Londres del entorno de 1500 con trazos firmes y enjundiosos. Sobre todo en la primera parte, la del nacimiento y formación de Moro, va rehaciendo el mundo del futuro jurista a base de preguntarse cómo vivieron otros de su tiempo en parecidas circunstancias, si es que no hay datos sobre el propio Moro. Y eso le lleva a trazar un cuadro más insinuado que minucioso. Digo esto porque no es una historia localista. El talento narrativo de Ackroyd le permite decir lo justo para situar en el Londres de entonces al lector de cualquier latitud del mundo y, si acaso, dar alguna pista concreta para el lector inglés sobre dónde ocurrió lo que narra.

Tampoco es un libro sobre Londres con la excusa de Tomás Moro. Ackroyd no sólo nos descubre la ciudad, sino la cultura de la época, en la que llama la atención la completa y total incorporación de los ingleses cultos a la tradición latina, la misma que se podía hallar en Salamanca o en París. Las reminiscencias de los anglosajones originarios se percibían, sin duda, en el comportamiento popular. Pero no tanto en el de un joven de muy buena familia y de muy buena formación profesional. Los hombres de leyes y los estudiosos de las humanidades bebían en las fuentes de Roma. Incluso procuraban completar su formación con un viaje a Italia. Se consideraban herederos de la Roma cristiana, pero asumida en ella la Roma clásica. Es ése uno de los puntos que se descubre en esta biografía de Moro: la inflexión de la trayectoria cultural de este hombre -polemista frente a Lutero, amigo íntimo de Erasmo- desde 1517.

El joven reticente e incluso sarcástico ante la escolástica y, en general, ante el atavismo que encontraba en la cultura cristiana más difundida en aquella Inglaterra comenzó a cambiar de manera notabilísima -ahora se verá hasta qué extremo- según iba tomando conciencia de la crisis en que entraba Iglesia. Porque, eso sí, el primer Moro combinaba la más acendrada piedad con el estudio humanístico más inquisitivo y novedoso. Ackroyd parece dudar cuando lo califica, unas veces, de epígono de la cultura medieval y, otras, de humanista moderno. Aunque advierte que no hay contradicción entre lo uno y lo otro, el lector no termina de convencerse.

Obsérvese que hay una importante coincidencia entre lo que se planteó en Inglaterra con la actitud de Enrique VIII, lo que había planteado Lutero muy pocos años antes en Alemania -la cuestión de las indulgencias- y lo que plantearía un poco después en Salamanca el dominico Francisco de Vitoria, al preguntarse sobre la licitud de la conquista del Perú: cuál era el alcance de la autoridad de los papas. No lo tenían claro ni Enrique VIII, ni Lutero, ni Moro. Precisamente lo aclaró Francisco de Vitoria. Pero diez años antes que él, hacia 1528, lo había aclarado ya otro catedrático salmantino, don Martín de Azpilcueta, en una reunión de teólogos y juristas donde afirmó que el papa no tenía poder directo sobre lo temporal, como se creía hasta entonces. Lutero y Enrique VIII fueron más allá, ya lo sé. Lo que me pregunto -puramente erudito- es si esa antelación de los salmantinos de 1528 no tuvo relación con el asunto de este libro: la reina de Inglaterra -Catalina de Aragón- era infanta de España -tía de Carlos V, que era además emperador de los primeros territorios que fueron luteranos- y el monarca español necesitaba un dictamen profesional para saber a qué atenerse y cómo actuar.

Esto nos lleva al aspecto psicológico que tiene esta biografía. Es el tercer territorio -con el de Londres y el de la cultura humanística londinense- donde el autor se muestra magistral: no es sólo Moro, sino la galería de personajes que desfiló por la vida de Moro, de quienes traza una larga serie de estupendos pequeños retratos. Sólo falta uno, es curioso: el de una de las principales protagonistas, precisamente Catalina de Aragón, mujer de Enrique VIII, la esposa repudiada. Lo que se dice de ella pone de manifiesto su valía, sin duda. Se dan suficientes detalles. Pero falta un retrato semejante al que hace de los demás. Creo que las fuentes y la bibliografía que ha empleado el autor -que son exclusivamente inglesas- no han logrado hacer suya la imagen que permite reconstruir la documentación que se guarda en Simancas y que ha conducido a algunos historiadores españoles a descubrir a una mujer extraordinaria, firme y tierna a la vez, celosa de sus derechos y, al tiempo, magnánima, sin apología de ningún tipo.

El argumento es conocido -la vida del culto, rico y sabio Tomás Moro, que terminó decapitado- pero Ackroyd nos descubre perfiles poco familiares del personaje. Al canciller de Enrique VIII le preocupaba más la unidad de la Iglesia, ante la escisión de Lutero y el cambio de actitud del rey inglés, que la validez del matrimonio regio, por más que estuviera convencido de esa validez. Y eso lleva al lector hasta un extremo inquietante: el de un Tomás Moro que hizo quemar herejes y que llegó a mentir sobre la virginidad de Catalina de Aragón. Así como suena. El autor, como se ve, no perdona verdades.

Al llegar a ese punto -allá por la página 456, a más de dos tercios de libro-, el lector no sólo se sorprende, sino que comienza a pensar que le han descubierto a un Tomás Moro que no merece admiración. Y al final... Pero, si les digo lo que siente uno al final, frustro la lectura del libro. Léanlo ustedes. Sólo diré que ese aspecto que dejo como una adivinanza es el último trazo magistral de esta obra. Advierto que no se trata de un descubrimiento factual, ni de un secreto, sino de un sentimiento. Tan es así, que no sé si la maestría del desenlace se debe más al personaje que al narrador, o viceversa. Pero, si es viceversa, la maestría es todavía mayor; porque el lector nunca percibe que el autor le esté conduciendo hacia ese desenlace anímico. Léanlo.


Un hombre para la eternidad
Tomás Moro (Cheapside,Londres, 1478-Londres, 1535) recibió una excelente educación clásica. Laico, casado y padre de cuatro hijos, entró desde joven al servicio del arzobispo de Canterbury Juan Morton, canciller del Reino. Prosiguió después los estudios de leyes en Oxford y Londres, interesándose también por la cultura, la teología y la literatura clásica. Su carrera en leyes lo llevó al parlamento en 1504. En 1516 escribió Utopía. Su prestigio de hombre sabio llamó la atención de Enrique VIII, que lo nombró Lord Chancellor, canciller, en 1529. Tres años después se desató la crisis que le costó la vida: cuando el rey repudió a su esposa, Catalina, Moro renunció al cargo. En 1534 rehusó rendir obediencia al rey como cabeza de la Iglesia. Encerrado en la Torre de Londres, fue condenado como traidor. Decapitado el 6 de julio de 1535, ya en el cadalso proclamó, con una frase que quedó para la historia, que moría como "buen servidor del rey, pero primero de Dios".


Amistades peligrosas
Erasmo de Roterdam fue uno de los grandes amigos de Moro, al que consideraba "el único genio de Inglaterra"y llamaba su "hermano gemelo". Su amistad era tal que Erasmo escribió Elogio de la locura en casa del propio Moro.

Enrique VIII apreciaba mucho a Moro: lo nombró canciller y solía presentarse a cenar en su casa sin avisar y le trataba como amigo. Pero Moro no se hacía ilusiones. "Si con mi cabeza pudiese conseguir un castillo en Francia, -le dijo a su yerno- lo haría".

Arzobispo de York y legado papal, Thomas Wolsey fue Canciller de Inglaterra. Aceptó el divorcio de Enrique VIII y traicionó a amigos como Moro o Fisher, pero cayó en desgracia al fracasar en sus negociaciones con el Papa. Acusado de traición, murió en presidio.

Obispo de Rochester, Juan Fisher también se opuso al divorcio y a aceptar al rey como cabeza de la Iglesia. Amigo de Moro, con el que compartió prisión, fue eje-cutado en 1535. Moro escribió: "No conozco a ningún hombre que pueda comparse con él en sabiduría y virtud".

En 1520 Moro ayudó a Enrique VIII a escribir un ataque contra Lutero que le valió al rey el título de Defensor de la fe. Cuando Lutero replicó, le encargó a Moro que respondiese. éste escribió Responsio ad Lutherum (1529).

Cuando Carlos V supo de la ejecución de Tomás Moro, le dijo al embajador inglés: "Si hubiéramos sido señores de tal servidor, hubiésemos preferido perder la mejor Ciudad de nuestros dominios antes que un consejero tan valioso".