Occidente contra Occidente
André Glucksmann
1 abril, 2004 02:00André Glucksmann, por Gusi Bejer
Llevada de la nada implausible sospecha de que el 11-S abría un período nuevo en nuestra historia, que es ya una historia "global", la filósofa de origen italiano Giovanna Borradori decidió pedir a los dos filósofos vivos más importantes del momento, el teórico de la razón comunicativa Jörgen Habermas y el gran maestro de la "deconstrucción" Jacques Derrida, sus respuestas al devastador ataque terrorista.La filosofía en una época de terror contiene sus diálogos y unas amplias e instructivas contextualizaciones de los mismos, cuyo significado filosófico es reconstruido y presentado de un modo a la vez accesible e inteligente. Ambos coinciden, por de pronto, en la necesidad no sólo de combatir el terror, sino de profundizar en su sentido último. Y ambos lo vinculan con la dinámica del mundo moderno, con su racionalidad específica y los conflictivos hitos del proceso de modernización, a cuya consumación en clave planetaria asistimos hoy. Con la particularidad, sin embargo, de que si Habermas no va más allá de la vinculación del terrorismo con los traumas de la modernización salvaje que promueven los mercados globalizados y la larga serie de desajustes a ella correspondiente, Derrida, con un esencialismo infrecuente en él, postula una relación propiamente constitutiva entre la generalización en curso del terror político y la Modernidad misma. Y al hacerlo subraya el factor reactivo. O lo que es igual, la presencia, ya antigua, de una "reacción defensiva por miedo a una desarraigo violento de las formas de vida tradicionales", que hoy debe ser situada en el marco de una sociedad mundial "escindida entre países ganadores, en países que disfrutan, y países perdedores".
Por su parte, André Glucksmann, maestro acreditado en el género ilustre del panfleto y fustigador reconocido de "estúpidos" de todas las observancias, opta, fiel a sí mismo, por acentuar, con palabra vibrante y provocadora, el sesgo apocalíptico del asunto. Lo que en su opinión está en juego es nada menos que la civilización occidental -propiamente planetaria ya- considerada como un todo único. Un todo, sí, porque a sus ojos la voluntad, tan visible hoy en algunos, de trazar una línea divisoria entre varios occidentes, lleva al abismo: "Todos somos pasajeros de un Titanic en potencia", dado que "los terroristas se han arrogado ante el mundo el derecho a matar a quien sea".
Distinguir entre una Europa "preocupada por los derechos del ciudadano, serena, al abrigo de cualquier avión suicida" y un "Estados Unidos, tan pronto imperialista y belicoso, tan pronto aislacionista y egoístamente autista, rápidamente castigado allí donde peca", aumentando, como tan miserablemente ha hecho Francia, la tensión transatlántica, equivale, para Glucksmann, a esconder la cabeza debajo del ala. Algo a lo que, según nuestro autor, se unen tanto cuantos pretenden distinguir, entre varias civilizaciones "recortadas siguiendo una línea de puntos de religiones... igualmente impotentes para contener los desbordamientos de violencia que provocan" como quienes buscan "fusionar el conjunto inmaculado de los desfavorecidos y de los pequeños contra el Imperio (americano) de los poderosos y ricos".
Lo que configura a una civilización no es, según Glucksmann, lo que la une, sino lo que busca destruirla. Y lo que hoy busca destruirnos a todos no es ya el adversario único y bien definido de la guerra fría, sino "una adversidad polimorfa no menos implacable", para la que hay un nombre tajante: nihilismo. En efecto: "Hitler ha muerto, Stalin está enterrado, pero proliferan los exterminadores. No olvidemos que casi la mitad de la humanidad ha celebrado más o menos discretamente la hazaña de Mohammed Atta. El porvenir está en suspenso. Para existir, Europa debe superar ese desafío posnuclear. Con -y no contra- Estados Unidos. No se trata de escoger entre multipolaridad o hegemonía, sino entre nihilismo y civilización".
Sólo que, ¿es efectivamente "nihilista" la mitad de la humanidad? ¿Puede tener el nihilismo, ya anunciado por Nietzsche a fines del siglo XIX como el fenómeno que determinaría los dos próximos siglos, una efectividad causal tan puntual y directa? ¿Quiénes son realmente esos terroristas, tan evanescentes como ubicuos, y a la vez tan precisos, que cargan hoy con la representación simbólica del mal radical? ¿Beligerantes de nada? ¿Meras encarnaciones del nihilismo? ¿Se reduce, en fin, el problema a una tajante contraposición entre George Bush y lo que, con sus luces y sombras, representa, por una parte, y Bin Laden, Sadam Husein, Kim Jong II e incluso Putin y cuanto cabría acoger bajo sus infames nombres: engaño, inhumanidad, despotismo, genocidio, opresión y sadismo insaciable, por otra? ¿En qué debería, en fin, traducirse prácticamente y, sobre todo, programáticamente tan anhelado y salvífico reencuentro de Occidente consigo mismo? Dejando estas preguntas -y otras muchas que cabría formular al hilo del estimulante (¿o irritante?) panfleto de Gluksmann- sin respuesta, se evita una vez más los riesgos dela precisión, tan difícil en cuestiones de suyo abismáticas. Pero tampoco Habermas y Derrida parecen haber ido, desde enfoques y objetivos distintos -entre sí y respecto de los de Glucksmann-, más lejos. Lo que no deja de sugerir -una vez más- una inquietante ausencia de estudios empíricos, instrumentos conceptuales y analíticos y criterios axiológicos renovados a propósito de tan insólito desafío.
El vaquero o el zar
Glucksmann opone en su libro dos modelos de hacer política representados por dos figuras emblemáticas y fácilmente reconocibles: el vaquero y el zar. El elogio del vaquero, "emblema de la excepción estadounidense", comienza con una referencia a Tocqueville: ante los europeos, que recorren un continente nuevo, "caen las barreras que aprisionaban a la sociedad en el seno de la que habían nacido; las viejas opiniones, que desde hacía siglos gobernaban el mundo, se desvanecen; aparece una carrera sin casi obstáculos, un campo sin horizontes: el espíritu humano se precipita hacia él y lo recorre en todos los sentidos". "El vaquero", escribe Glucksmann, "encarna a un ciudadano emancipado de las jerarquías preexistentes y de los respetos seculaes. Su indomable libertad conmueve y seduce al europeo comprometido con un conjunto de obligaciones y tradiciones". Frente a la figura del vaquero, Glucksmann sitúa en Rusia una figura que trata de "ordenar la condición humana según principios universales": un monarca filósofo (Federico II), un zar modernizador (Pedro el Grande) y una emperatriz ilustrada (Catalina II). "En las antípodas del vaquero solitario, ¿quién está?", se pregunta. Y responde: "¡El déspota iluminado!". Glucksmann aplica el modelo al mundo actual: "Cuando Chirac opone al unilateralismo pro americano de Tony Blair su proyecto multipolar, establece los polos que deben equilibrar la superpotencia yanqui: Europa, China, la India, el mundo árabe..., Rusia no aparece. No se la nombra, pero porque se funde ya en la Europa auténtica, la que combate el atlantismo y la hegemonía del Numero Uno". ¡Fuera el vaquero y su aventurismo!", concluye Glucksmann. "¡Viva el déspota y su guerra del Cáucaso!".
El poder del miedo
En la entrevista que en La filosofía en una época de terror Giovanna Borradori mantiene con Jörgen Habermas, el filósofo alemán destaca cómo actos de terrorismo como el del 11 de septiembre (o del 11 de marzo) tienen un único efecto posible, casi letal y diabólico: "instaurar en la población y en los gobiernos un sentimiento de shock y de inquietud. Desde un punto de vista técnico, la gran sensibilidad de nuestras sociedades complejas a la destructividad ofrece ocasiones ideales para una ruptura puntual de las actividades habituales, capaz de generar daños considerables con poco esfuerzo". Porque "el terrorismo global lleva al extremo dos aspectos: la ausencia de objetivos realistas y la capacidad de aprovecharse de la vulnerabilidad de los sistemas complejos".
Claro que el francés Jacques Derrida no es más optimista. Antes bien, afirma que "comparando con las posibilidades de destrucción y de desorden caótico que están en reserva para el futuro, en las redes informáticas mundiales el 11 de septiembre aun pertenece al arcaico teatro de la violencia destinada a impactar la imaginación. En el futuro se podrán hacer cosas mucho peores, de manera invisible, en silencio, mucho mas rápido, de manera menos sangrienta, atacando las redes informáticas de las que depende toda la vida (social, económica, militar, etc) de la mayor potencia mundial".
Y, tras recordar cómo la historia la escriben los vencedores y que los tiranos de ayer pueden ser los héroes del futuro, plantea una cuestión clave: "¿A partir de que momento un terrorismo deja de ser denunciado como tal para ser saludado como el único medio de un combatiente legitimo? ¿O inversamente? ¿Por donde debe pasar el limite entre lo nacional y lo internacional; la policía y el ejercito: la intervención para el ‘mantenimiento de la paz" y la guerra; el terrorismo y la guerra". Se trata, pues, de cuestionar los fundamentos mismos del orden internacional, sin justificar, claro está, el terror en ningún momento.