Image: Anthony Blunt. El espía de Cambridge

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Letras

Anthony Blunt. El espía de Cambridge

Miranda Carter

13 mayo, 2004 02:00

Anthony Blunt, por Gusi Bejer

Traducción de Antonio-Prometeo Moya. Tusquets. Barcelona, 2004. 567 páginas, 24 euros

El 15 de noviembre de 1979 la primera ministra británica, Margaret Thatcher, desvelaba solemnemente en sede parlamentaria la identidad del "cuarto hombre" de la red de espionaje al servicio de la Unión Soviética que se conocía como círculo de Cambridge: era nada menos que sir Anthony Blunt, prestigioso historiador del arte, asesor de la Reina en este campo y uno de los más reputados miembros de la elite intelectual.

El 15 de noviembre de 1979 la primera ministra británica, Margaret Thatcher, desvelaba solemnemente en sede parlamentaria la identidad del "cuarto hombre" de la red de espionaje al servicio de la Unión Soviética que se conocía como círculo de Cambridge: era nada menos que sir Anthony Blunt, prestigioso historiador del arte, asesor de la Reina en este campo y uno de los más reputados miembros de la elite intelectual.

¿Qué es lo que había llevado a un personaje como Blunt, investigador y erudito, profesor reconocido internacionalmente, hombre de gustos selectos y modales exquisitos, a embarcarse en aquella aventura y, por decirlo en los términos brutales de la prensa tabloide, a "traicionar a su patria"? Más aún, en la medida en que no era el único caso, ¿cuáles eran las razones por las que un distinguido sector del establishment había seguido la misma trayectoria? A contestar esta pregunta, más allá de descalificaciones y maniqueísmos, se consagra esta minuciosa investigación de la periodista e historiadora Miranda Carter.

Empieza, como no podía ser menos, por el ambiente familiar y educativo en la Inglaterra de comienzos del siglo XX, profundamente marcada por el espíritu victoriano. En efecto, si algo puede llamar la atención del lector es paradójicamente la catarata de acontecimientos previsibles que jalonan la formación sentimental e intelectiva del joven Blunt, hasta constituir un friso de lugares comunes. Hallamos así a la arquetípica familia inglesa de clase media, devota y austera (el padre, estricto pastor evangélico) que educa a sus hijos en la moral pía y adusta, la absoluta contención y el sometimiento. Encontramos después el no menos típico colegio caracterizado por su rigidez extrema, helados dormitorios colectivos, ausencia total de intimidad y pesadas bromas de los veteranos.

La respuesta a ese medio del Anthony Blunt inmaduro no se aparta un ápice de lo predecible: devoto de su madre, cuando no estaba ante ella "bebía, fumaba, era implacablemente antirreligioso, homosexual sin ambages y contrario a la moralidad y los valores maternos". En la misma medida, el represivo ámbito escolar, que se prolonga luego en la Universidad de Cambridge en "un clima asfixiante de ventanas cerradas, persianas echadas y velas casi consu-
midas" convierte la sensibilidad exacerbada del joven estudiante en un reducto inaccesible a las miradas ajenas. Todos los sentimientos, y no digamos las efusiones, quedan bajo llave. A cambio, se da rienda suelta a una peculiar promiscuidad elevada a la categoría intelectual de "alta sodomía".

En ese marco se despierta la precoz atracción de Anthony Blunt hacia el arte en general y la pintura europea en particular, tanto clásica como moderna, con dos nombres señeros (Poussin y Pablo Picasso), a los que guardará fidelidad en forma de rendida admiración toda su vida. Llega a ser con apenas veinte años un protegido de Bloomsbury: de la mano de George Rylands, traba contacto con Michael Redgrave, Julian Bell y, posteriormente, John M. Keynes y Lytton Strachey. Un grupo, se subraya en el libro, en el que no era el menor de los atractivos la vivencia de una homosexualidad sin trabas y sin complejos aparentes. Este aspecto, según la autora, no deja de tener un innegable peso específico en la trayectoria completa de Blunt, hasta el punto de que es también determinante en el conocimiento del hombre que le cambiaría la vida: Guy Burgess.

Burgess, un chico de dieciocho años cuando llega al Trinity procedente de Eton, representaba para Blunt todo lo que admiraba: "irreverente, divertido, rápido y listo", también "promiscuo hasta la temeridad", no podía dejar de entusiasmar a un carácter contenido, discreto y educado como el suyo, irremisiblemente atraído siempre por las personalidades avasalladoras. En unos momentos, en torno a 1933-34, en los que se desvanecía su fe en Bloomsbury, Blunt, hasta entonces ajeno a la política, encuentra gracias a Burgess y otros compañeros (Kim Philby, Donald Maclean) una fe alternativa: el marxismo. Los cuatro nombres citados constituirán el famoso círculo de Cambridge.

Lo que supuso esa doctrina para los jóvenes británicos de la época es difícil de resumir en pocas palabras, pero Miranda Carter realiza un brillante ejercicio de síntesis. En términos simplificados, el marxismo proporcionaba respuestas y tranquilidad pero, más aún, se adecuaba a las profundas necesidades psicológicas de aquellos clasistas satisfechos y avergonzados a un tiempo. El gran atractivo de afiliarse al partido comunista era la vaga idea de expiación o sacrificio para conseguir la redención o, en términos individuales, la manera de lograr la autorrealización personal mediante la renuncia a uno mismo.

Las coordenadas políticas de la época hicieron el resto: avance imparable de los fascismos en Europa, actitud pusilánime de las democracias (lo cual fomentaba la mala conciencia de los engagés) y, sobre todo, el impacto de la guerra civil española, a la que la autora dedica páginas manifiestamente mejorables, por los errores de bulto que acumula en pocas líneas. Pero, en fin, el caso es que todos esos acontecimientos dibujan un panorama en el que la Unión Soviética aparece a la vez como gran víctima y única esperanza de salvación. El inminente estallido de la guerra, con Hitler como incontenible amenaza mundial, no dejaba lugar para dudas o sutilezas.

La mejor contribución que podía esperarse de ellos, teóricos e intelectuales, si no tenían el arrojo de John Cornford (mártir de la guerra de España), era -¿qué menos?- infiltrarse en los despachos y servicios del propio país para informar, no al enemigo, sino al bando de la justicia y de la razón. Auden, la cabeza visible de los escritores concienciados, clamaba contra ese mundo -el suyo- timorato y decadente, el de las apocadas democracias burguesas. En 1937 Blunt dio el paso que se esperaba de él: aceptó trabajar en secreto para los soviéticos. Pese a todo, Carter sostiene que no está claro que Blunt "supiera en qué se estaba metiendo", una afirmación que no trata de exonerarle de sus obvias responsabilidades, sino más bien de reflejar fielmente las oscuridades y balbuceos del personaje.

De hecho, la gran paradoja de este libro documentado y meticuloso hasta el cansancio es que la autora es consciente de que, pese a la acumulación de datos, el personaje termina escurriéndose sin remedio. La gran pregunta -¿por qué aceptó ser agente soviético?- sigue siendo en el fondo una incógnita que muy probablemente "ni siquiera él habría podido despejar de manera satisfactoria". Y algo similar podría decirse de otras facetas de Blunt, un hombre que dedicó todas sus energías e inteligencia a ocultarse tras su actividad intelectual, como su admirado Poussin. Su vida tiene todos los ingredientes morbosos -y este libro los desmenuza sin delectación pero también sin ocultamientos- que apasionan al público, pero él mismo aparece como una figura fría, imperturbable, irritantemente enigmática.

El espia que amaba el arte
Anthony Blunt (1907- 1983) fue el más aristocrático de los espías de Cambridge que espiaron para la Unión Soviética desde la década de los 30 hasta los primeros años de los 50. Era pariente lejano de la reina y tenía a su cargo las colecciones artísticas de la familia. Consiguió una gran reputación internacional como experto en arte francés, y fue director del Courtauld Institute y profesor de Historia del arte en la Universidad de Londres. Fue ordenado caballero en 1956.

Nacido en Bournemouth, hijo de un clérigo, pasó parte de su infancia en París, una experiencia que le marcaría de por vida. Su carrera estudiantil en Cambridge fue más que brillante. En 1939 se unió a la armada británica, y sirvió como oficial en Francia hasta que fue invadida por los alemanes. De vuelta en Inglaterra fue trasladado al Servicio Secreto M15. A menudo se sentó en el Comité de Inteligencia, tuvo acceso a los informes de los servicios secretos y estaba en la lista de distribución del material Ultra, que detallaba los códigos alemanes descubiertos por los británicos, material que hizo llegar al KGB. Tras la guerra dejó el espionaje para centrarse en su carrera artística. Pero en 1963 un americano, Michael Straight, a quien Blunt había intentado reclutar sin éxito, reveló su identidad al M15. Le ofrecieron inmunidad a cambio de que contase todo lo que sabía sobre el KGB.

Sin embargo, alguien en el M15 reveló todos los detalles de su historia, a excepción de su nombre, al escritor Andrew Boyle, quien publicó en 1979 el libro The Climate of Treason. El protagonista se llamaba Maurice. El escándalo provocado por el libro llegó a la Cámara de los Comunes, que exigió conocer la identidad de aquel Maurice. Margareth Thatcher desveló la x de la ecuación, lo que aumentó el eco del escándalo. Blunt fue inmediatamente despojado de sus privilegios y murió tres años después, repudiado y en desgracia.

Objetivo: Franco
A finales de 1920, la NKVD (policía secreta de la URSS) planeó infiltrarse en el sistema de inteligencia británico. Contactaron con estudiantes universitarios británicos con posibilidades de seguir carreras en el Foreign Office o en agencias de inteligencia. Los más importantes espías de Cambridge fueron cuatro de esos brillantes jóvenes. El más importante de los espías del círculo Cambridge fue Harold Adrian Russell Philby -en la imagen-, conocido como Kim (por Kimbal O’Hara, el personaje de la novela de Kipling), todo un camaleón que podía aparentar lo que le conviniera. Philby podía detectar la diferencia entre desinformación para engañar a los rusos, y secretos que valía la pena tener en cuenta. Philby no logró conseguir un cargo en el Foreign Office y y en su lugar se dedicó al periodismo, trabajando en el London Times.Como corresponsal viajó a España para cubrir la Guerra Civil. Sus reportajes para el diario londinense fueron los más favorables para Franco de todos los escritos en la época. Sin embargo, según un documento secreto recientemente desclasificado, su misión en España era precisamente asesinar al dictador, quien llegó a condecorarlo después de salvarse de un proyectil de artillería que hizo blanco en el carro donde viajaba con otros periodistas, que murieron.