La ciudad de las columnas
por Alejo Carpentier
21 octubre, 2004 02:00Cartel con el que homenajea al poeta la ciudad de las columnas
Inencontrable desde hace más de veinte años, La ciudad de las columnas (1964) es la más desesperada declaración de amor a La Habana hecha por Alejo Carpentier. En vísperas de su centenario, Espasa recupera la obra con prólogo de Eusebio Leal, introducción de Marta Rivera de la Cruz y fotos originales e inéditas. Una fiesta nostálgica y zumbona; imposible celebrar al cubano sin evocar La Habana, "la ciudad de lo inacabado, de lo cojo, de lo asimétrico, de lo abandonado".
La casa criolla tradicional -y esto es más visible aún en las provincias- es una casa cerrada sobre sus propias penumbras, como la casa andaluza, árabe, de donde mucho procede. Al portón claveteado sólo asoma el semblante llamado por la mano del aldabón. Rara vez aparecen abiertas -entornadas, siquiera- las ventanas que dan a la calle. Y, para guardar mayores distancias, la reja afirma su presencia, con increíble prodigalidad, en la arquitectura cubana.
Decíamos que La Habana es ciudad que posee columnas en número tal que ninguna ciudad del continente, en eso, podría aventajarla. Pero también tendríamos que hacer un inmenso recuento de rejas, un incalculable catálogo de los hierros, para definir del todo los barroquismos siempre implícitos, presentes, en la urbe cubana.
Es, en las casas de El Vedado, de Cienfuegos, de Santiago, de Remedios, la reja blanca, enrevesada, casi vegetal por la abundancia y los enredos de sus cintas de metal, con dibujos de liras, de flores, de vasos vagamente romanos, en medio de infinitas volutas que enmarcan, por lo general, las letras del nombre de mujer dado a la villa por ella señoreada, o una fecha, una historicista sucesión de cifras, que es frecuentemente -en El Vedado- de algún año de los 70, aunque, en algunas, se remonta la cronología del herraje a los tiempos que coinciden con los años iniciales de la Revolución Francesa.
Es también la reja residencial de rosetones, de colas de pavo real, de arabescos entremezclados, o en las carnicerías prodigiosas -de la Calzada de El Cerro- enormemente lujosa en este ostentar de metales trabados, entrecruzados, enredados en sí mismos, en busca de un frescor que, durante siglos, hubo de solicitarse a las brisas y terrales.