Image: El inútil de la familia

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Letras

El inútil de la familia

Jorge Edwards

20 enero, 2005 01:00

Jorge Edwards, por Gusi Bejer

Alfaguara. Madrid, 2005. 358 páginas, 18 euros

La idea de escribir sobre el escritor Joaquín Edwards Bello (nacido en Valparaíso y muerto en Santiago a comienzos de 1968), primo hermano de su padre y bisnieto del polígrafo Andrés Bello, debía rondarle por la cabeza a Jorge Edwards hace ya algunos años.

Durante su larga estancia barcelonesa, en algunas conversaciones me hablaba de él e incluso me prestó su novela El chileno en Madrid. Pero al escribir este libro, publicado con éxito de público hace unos meses en Chile, Jorge Edwards se ha plantea-do varios objetivos: trazar la biografía novelada de Edwards Bello, elaborar un paralelo con su propia personalidad (ambos fueron "el inútil" de la misma familia), trazar diversas instantáneas de Santiago de Chile, Valparaíso, París, Madrid, del mundo anterior y posterior a la I Guerra, hasta hoy mismo. Pero su ambición formal -si los géneros literarios son también formas abiertas- tan característica de la promoción de aquellos nuevos narradores que intentó definir Carlos Fuentes, le lleva a la heterodoxia de la biografía. En ella no cabrían los ajustes de cuentas que logra el escritor chileno. La biografía se presenta como novela y así puede leerse, porque como tal, cabe todo. Al tiempo, creador, al fin y al cabo, Jorge Edwards intenta basarse no sólo en las novelas de su biografiado, sino que las reelabora a través de algunos personajes que entiende autobiográficos. Se rompe así cualquier posible "pacto", como pretendía Ph. Lejeune. El lector debe dejarse llevar por una narración que va de lo real a lo imaginario, de una época histórica a otra, de Joaquín Edwards Bello a Jorge Edwards, de un impersonal "él" a un "tú", hasta el "yo" confesional. Por otro lado, ha elaborado un libro decididamente chileno, pleno de chilenismos, que ha de sonarle de forma diferente al lector hispano, ajeno a las transformaciones urbanas, a la esencia misma de la chilenidad, que aquí se intenta captar, incluso mediante ciertas disquisiciones filológicas.

Su primera novela, El inútil, se publicó en 1910 y con ella "desafió a la familia Edwards, la suya y la mía, en años que no era nada fácil desafiarla. Más allá de eso, fue irreverente con respecto a los poderes establecidos en su conjunto, y esto le llevó a vivir como un ser aparte, un marginal, un excéntrico" (pág. 8). No tanto, sin embargo, para que como escritor resultara excepcional, como sus colegas más o menos contemporáneos, Huidobro, Neruda, Rokha. Durante su estancia en París llegó a entablar contacto con los dadaístas (tal vez la historia de la máscara que utilizó durante su enfermedad recuerda el humor negro de la vanguardia), aunque sus modelos fueron naturalistas: Zola, Eça de Queirós, Paul Bourget y hasta Ponson du Terrail. Sin embargo, Jorge Edwards descubre en Joaquín un precursor: "el sacrificio de Joaquín contribuyó de alguna manera, en forma indirecta, en cierto modo misteriosa, a facilitar el camino mío".

Pero su objetivo no reside, como apuntábamos, en escribir una biografía al uso: "la biografía, la autobiografía, la memoria personal, se han visto alteradas en mi escritura por intromisiones ficticias. La verdad biográfica ha triunfado a cada rato, sin embargo, sobre la llamada mentira novelesca". De aquella vida, de lances pintorescos y final dramático, el suicidio del personaje, extrae también consecuencias más generales, porque en Chile aunque "estaba fuera del mundo... había procesos sordos, ajustes geológicos, ruidos y temblores de toda especie, y no se encontraba lejos la era de los grandes cataclismos". Jorge Edwards ha elegido para iniciar esta biografía autobiográfica un domingo de fines de 1958 o comienzos de 1959, cuando el escritor y ludópata acude al hipódromo para jugarse la herencia que acaba de cobrar. Yerra en la apuesta y regresa a su ya humilde casa donde poco después caerá enfermo. Para adentrarnos, pues, en este complejo personaje dispone el narrador de todos los artificios de la narración novelesca, la "verdad de las mentiras", como ya apuntó Mario Vargas Llosa.

Se cierra antes de una "coda" final con el intenso capítulo del premeditado suicidio del personaje con la pistola que le había regalado su padre y que probará antes en un parque público, cuando ya apenas se sostiene con su elegante bastón inglés. Su tardía vocación suicida rodeará su figura del habitual misterio, pero el narrador nos ofrece a lo largo de su obra, desde la juventud, abundantes detalles de su intencionalidad. Su nota de despedida se encuentra en el reverso de unos dibujos: "Mi Mayita, había escrito, con su caligrafía inclinada, aplicada, de toda la vida, y en tinta negra: me voy. Pedía que por favor no lo tomara a mal. Le aseguraba que la quería más que nunca, pero que ya no podía más. Y firmaba: Tu Joaquín". De hecho, el inicio y este casi final abren y cierran, como indica el autor, un paréntesis en el que se encierra no sólo la biografía y la obra de Joaquín Edwards Bello, sino parte de la de su biógrafo. Este "yo" que aparece de vez en cuando sólo mantuvo una única conversación larga con su biografiado, aunque contó con la ayuda de su viuda, a la que visita y quizá, si el último capítulo no es una invención, con la de su hijo de origen español (¿El Azafrán, rescatado de una comisaría de policía madrileña siendo aún niño?), un delincuente ahora de ochenta y tantos años que le chantajea y amenaza con la misma pistola del suicidio.

Nos preguntaremos si los papeles personales del padre, que le mostró en su casa, fueron destruidos. Edwards Bello no sólo sintió pasión por el juego, que practicaría en Valparaíso o Santiago, en el París de la I Guerra, en la que fue enrolado y logró zafarse, sino que frecuentó las casas de mala nota, tal vez, apunta su biógrafo, a la búsqueda de aquella niñera de su infancia, de grandes ubres. Recurrirá también en ocasiones a interpretaciones psicoanalíticas: la devoción por la madre (y la madre por él) sería un nada disimulado complejo de Edipo (pág. 211). Apenas se alude a su hermano Emilio. Las libertades comunicativas que se tomará con los lectores son numerosas: "tenemos al joven de casa rica, un imberbe, un adolescente con gusto a leche, bien vestido, de bonitos ojos, de pelo botado a rubio y algo rizado, de manos delicadas escondido en el dormitorio de un prostíbulo, mientras la dueña del lugar, la Coliflor, duerme a pata suelta" (pág. 122).

El narrador parece estar allí, presente y omniscente cuando páginas más adelante nos advierte "pero no nos adelantemos". Altera tiempos y ello conducirá inevitablemente a reiteraciones. El amigo que triunfa es Cuevitas, quien supo siempre moverse en sociedad y servirse de las ricachonas hasta convertirse en el Marqués de Cuevas, promotor de ballet y contertulio de las más ilustres familias de la época. Sus ambiguas relaciones (Jorge Edwards sólo insinúa un amor que a nada llegó en su juventud) revelan también una cierta envidia. Las novelas de Joaquín Edwards Bello, sostiene su biógrafo, poseen claros elementos autobiográficos. Su biógrafo utiliza sus persona- jes, aunque admita que son mejores sus crónicas periodísticas, que también tienen mucho de recreación, porque las de la II Guerra fueron escritas sin abandonar su casa.

En esto también podríamos advertir cierto paralelismo con Josep Pla, mencionado en la pag. 242. De su estancia parisina deriva Criollos en París; de su estancia en Madrid Un chileno en Madrid (1928). En París puedo conocer a la Infanta, la Chata, al propio monarca español. Advertirá un cierto quijotismo en el personaje. Se irán sucediendo, entre tanto, las dictaduras y los presidentes en Chile, aunque él se mantenga alejado de la política. Va a Chile, pasa quizás por Inglaterra, vuelve a París, sigue manifestándose agnóstico, aunque crea en la Virgen. Poco se dice de su novela El bolchevique (1927), pero es que sólo consta de 28 páginas. Se nos revelan ciertas inclinaciones nazis. Sus relaciones con Cansinos Assens terminaron pronto y mal e incluso Borges aludió a la enfermedad de Joaquín con una despectiva crueldad, característica del Borges oral. Se nos ofrecen detalles curiosos de sus amigas o amantes, como Teresa Wilms Montt, recién divorciada de Gustavo Balmaceda "sobrino del presidente suicida" (pág. 211), a la que "le encanta jugar con las barbas de don Ramón del Valle-Inclán". Acierta de pleno en los personajes aparentemente secundarios o ya no tanto, como la Mayita, más tarde Maya, que sería su mujer, reaparecida en la página 255 con un hijo, que vendrá a ser el suyo, tras la escena planeada por ella en la que se sirve del niño, cuando Joaquín se encuentra, cómo no, enfrascado en una partida de naipes.

Son esos personajes turbios, medio definidos, esos ambientes canallescos, el obsesivo juego, la ambi- göedad lo que convierte en real al escritor que pretendió siempre mantenerse en una equlibrada independencia. Edwards nos reintroducirá en su demonio personal: su kafkiana experiencia cubana con Heberto Padilla, ahora con la excusa de su antepasado diplomático en la Isla. Pero su principal labor será la reconstrucción de un personaje que se inventó a sí mismo ya cuando publicó su escandalosa primera novela en la que la buena sociedad chilena se sintió delatada.

Fiel a sí mismo, el escritor se salva por su vocación y su leyenda, otra creación. Edwards aprovecha la corespondencia publicada y posiblemente expurgada con María Letelier y anuncia las presiones familiares que tuvo que soportar José Donoso en sus memorias, de las que se vio obligado a suprimir medio centenar de páginas. La imaginación, que suple la información erudita, consigue conformar este libro en el que un escritor trata de apresar la imagen persistente de un mito familiar, chileno, menor, con oficio y algunas confesiones propias. El libro finaliza con una oportuna y reveladora cita de Gide: "familias, ¡cómo os detesto!".


Un inútil audaz
Una de las armas de cualquier escritor es la memoria. Madame Bovary era Flaubert, según se ha repetido tantas veces. También Jorge Edwards se ha servido de su experiencia, de la memoria, desde sus orígenes literarios. Persona non grata, primer texto publicado de los intelectuales que disentían en silencio del castrismo, durmió unos dos años en el cajón de su escritorio antes de que Carlos Barral se atreviera a editarlo no sin escándalo en 1973. Con Adiós, Poeta... rememoró el tiempo que permaneció junto a Pablo Neruda en la embajada chilena en París. No se limitó a trazar un testimonio, sino que en el libro conviven las anécdotas y la reflexión sobre el poeta, el amigo y su significado. Algunas de sus ficciones se inspiran en su experiencia del exilio, como Los convidados de piedra (1978). En otras, como El museo de cera (1982), El anfitrión (1987), La mujer imaginaria (1989), El origen del mundo (1996), El sueño de la historia (2000), en sus relatos o sus primeros textos, como El peso de la noche (1964) podemos adivinar elementos autobiográficos. Nunca, sin embargo, había sido tan audaz como en El inútil de la familia.