Monsieur Proust
Cuenta George D. Painter, en su biografía de Proust, que el escritor consideraba a su criada Céleste el único ser que lo comprendía. Uno de sus amigos más asiduos, Antoine Bibesco, era, asimismo, de la opinión de que solo había querido realmente a dos personas: a su madre y a la propia Céleste.
De ahí la trascendencia de la decisión que esta mujer, una campesina trasladada a París en 1912 con motivo de su matrimonio con el taxista Odilon Albaret, tomó seis decenios después de haber conocido al autor de A la recherche du temps perdu: escribir el testimonio de los nueve años que pasó junto a él, los últimos de su vida dedicados casi exclusivamente a la culminación de su obra. Tanto es así que en una de las páginas finales de este libro escrito con la ayuda de Georges Belmont, se narra que cuando el novelista le anunció que había puesto fin a su oceánica novela, añadió sin inmutarse: “Ahora puedo morir”.
Es muy de agradecer este otro género de biografías de grandes literatos redactadas desde la perspectiva humana de quienes estuvieron a su servicio y compartieron con ellos su intimidad. La de Céleste Albaret nos llega, sin embargo, con un cierto retraso, pues su primera edición data de 1973, y en este interregno han podido aparecer entre nosotros, por cierto, obras semejantes, como la de Jovita Iglesias sobre Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares o la de la mucama de Borges, Epifanía Uveda de Robledo, Fanny.
Resulta normal que estas biografías posean un cierto tono apologético, como también lo sería la posibilidad exactamente contraria. Proust le dedicó a Céleste una foto firmando como su “odiado tirano”, y la narración de la vida cotidiana compartida por ambos da sobrado pie para ello. Céleste demuestra aquí, amén de una férrea memoria, una notable inteligencia natural y una cierta cultura, inducida por las conversaciones con su amo, quien, por ejemplo, le aconsejaba leer a Balzac. De hecho, habiendo comenzado a servirle como recadera, pronto pasó a criada para convertirse luego en gobernanta, en confidente e, incluso, en secretaria que escribía al dictado con “ortografía enternecedoramente incorrecta”, según Painter. No faltan por ello en Monsieur Proust ciertas referencias literarias, una de ellas al duque Des Esseintes, el personaje de Huysmans que siempre me pareció un tipo humano precursor del propio Proust, que vivía prácticamente enclaustrado, apenas se alimentaba, inhalaba polvos quemados para aliviar su asma y hacía pasar su correspondencia por un recipiente lleno de formol.
Amén de estos detalles y del relato de ciertas anécdotas curiosas, la aportación de Céleste Albaret no deja de tener interés desde el punto de vista estrictamente literario. Como interlocutora privilegiada que era del autor, conoce por él mismo la dedicación absoluta a su obra, fundamentada en “un fabuloso don de observación y una memoria implacable” (página 203). Y sabe puntualizar muy certeramente que los modelos posibles de sus personajes son múltiples para cada uno de ellos, con la impronta final de la imaginación creadora. Nos ilustra con muy interesantes datos acerca del modus operandi del escritor también en el aspecto puramente material de sus abigarrados manuscritos, y en el terreno biográfico aborda de forma claramente elusiva el tema de la homosexualidad de Proust, pero sobre todo nos ofrece un relato puntual y privilegiado de los últimos días de su vida, cuando no hizo nada por curarse una gripe, que evolucionó a neumonía y septicemia, para no interrumpir la corrección de las pruebas de La Prisonnière.