Image: La mesa limón

Image: La mesa limón

Letras

La mesa limón

Julian Barnes

9 junio, 2005 02:00

Julian Barnes. Foto: Carlos Miralles

Traducción de Jaime Zulaika. Anagrama. Barcelona, 2005. 234 páginas, 15 euros

No es Julian Barnes un autor que se prodigue en el relato. Hasta ahora tan sólo había publicado una colección de cuentos, Al otro lado del canal (1996), en el que situaba a sus protagonistas británicos en Francia. ése era el nexo argumental en aquella primera colección; el de esta segunda, La mesa limón, la vejez y sus "consecuencias".

Son once los relatos que configuran el volumen y debemos esperar hasta el último de ellos, "El silencio", para entender el significado del título, "Para los chinos, el limón es el símbolo de la muerte" (página 227) y aprehender por tanto la coherencia entre relatos a primera vista tan heterogéneos: "Hoy en día, cuando mis amigos me abandonan, ya no sé si lo hacen a causa de mi éxito o de mi fracaso. Así es la vejez" (página 228).

Ahora, en el ocaso de sus vidas, los protagonistas reflexionan con una buena dosis de melancolía sobre el pasado en una suerte de desesperado intento por continuar amarrados a él. Aunque todos los protagonistas sean ancianos, las historias no tratan tanto de una reflexión sobre la vejez como de una angustiosa, trágica en la mayoría de los casos, recopilación de oportunidades perdidas; de no haber entendido y apurado hasta sus últimas consecuencias las oportunidades que nos ha brindado la vida. En la mayoría de las historias estas "oportunidades" están íntimamente ligadas a desencantos amorosos, a amoríos imposibles.

"La historia de Mats Israelson" -situada en una decimonónica Suecia- nos presenta al señor Bodén y a la señora Lindwall, infelices casados por separado, quienes se enamamoran platónicamente y mantienen, durante veintitrés años, los sueños sobre lo que pudieron ser sus vidas si se hubieran atrevido a confesar lo que sentían... Tan sólo cuando Anders Bodén yace en su lecho de muerte es capaz de solicitar la presencia de la señora Lindwall, "Quería decirle que la amaba, que siempre la había amado..." (página 55). Pero es, una vez más, demasiado tarde: ella le despide airada, porque malinterpreta sus intenciones y él, moribundo, se muestra incapaz de justificar, en ese último encuentro, toda una vida de sueños.

Similar desasosiego sufre en "Higiene" el comandante Jacko Jackson, un militar retirado que durante años ha viajado a Londres con la excusa de asistir al anual encuentro con viejos camaradas, cuando en realidad lo que más le importaba erasu visita clandestina a Babs, una prostituta algo mayor que él, la única persona que le hacía sentirse real-mente vivo, que le recordaba el joven que una vez fue. Sin embargo, en este último viaje Babs, o Nora, como la conocían sus compañeras, ya no está; ha muerto... de vieja, "Ya no había más ‘ahora’" (pág. 95), piensa melancólico, ni más nostalgia compartida de los viejos buenos tiempos. Y Jacko siente que ése es en realidad el último viaje que valió la pena de su vida. También "La jaula para frutas" se cimienta en el desencuentro, cuando el joven narrador descubre que su padre tiene una amante y que durante años ha sufrido el maltrato físico de su esposa. Y el amor vuelve a ser sustancia argumental en "El reestreno" -en este caso el marco escénico es Rusia-, donde se recrea la pasión amorosa del célebre escritor ruso Ivan Turgeniev por una actriz mucho más joven que él. Desgraciadamente, lo único que conse- guirá de ella será un molde de yeso de su mano: "Ahora podía depositar sus labios en la versión de yeso" (página 112). Y una vez más volvemos a encontrar el sustrato amor-desamor en "La de cosas que sabes", donde dos ancianas viudas se reúnen en su mensual desayuno recordando, añorando, los "felices" momentos de sus respectivos matrimonios. Sin embargo cada una de ellas conoce los secretos ocultos del difunto marido de su amiga, pero resulta imposible revelarlos porque ello supondría la soledad y, a fin de cuentas, "más vale afrontar el futuro que el pasado" (página 71).

En "Saber francés" el propio Barnes se convierte en pasivo protagonista, pues es él quien recibe correspondencia de Sylvia Winstanley, lectora de su novela El loro de Flaubert. Como en otros relatos, "la vieja Winstanley" terminará por morir sin llegar a encontrar respuesta al interrogante "¿Qué es la vida?" (página 174). "Vigilancia" nos presenta un anciano narrador, quien emprende una feroz cruzada contra quienes tosen o murmuran en los conciertos de música clásica. Es el único relato en que encontramos lejanos ecos de su sátira novelesca.