Estaciones de paso
Almudena Grandes
1 septiembre, 2005 02:00Almudena Grandes. Foto: José Ayma
Desde su aparición hace tres lustros, Almudena Grandes ha mostrado una innata capacidad para contar historias, y la ha cultivado sin tapujos, cada vez, incluso, con más énfasis, a despecho de la concepción modernista de la novela que tiene en poco el arte de construir argumentos sólidos.Frente a la tendencia reciente que desdeña la anécdota en su sentido tradicional, Grandes viene presentando peripecias marcadas por la indagación psicológica en los conflictos morales de sus personajes. En esta línea, verdadera apuesta a favor del valor comunicativo de la literatura, se reafirma en Estaciones de paso, que es un conjunto unitario de novelas de corta extensión inspiradas en una idea que subyace a todas ellas. Esa idea se plasma a la manera de una alegoría en el título: la juventud o la adolescencia son el escenario de experiencias circunstanciales, estación de paso en el trayecto general de una existencia, que, sin embargo, marcan el rumbo entero de algunas vidas.
Las cinco breves novelas recrean otras tantas ocasiones decisivas. En la primera, un quinceañero suelta la rabia por la muerte de un hermano en un trastornado soliloquio al hilo de la derrota de su equipo de fútbol. A este escueto relato del sinsentido existencial sigue otro más extenso en el que una chica refiere su desconcierto, a medio camino de la frustración laboral y de una salvadora reafirmación de la memoria. Viene luego la historia de un chico que evoca el nacimiento y el ejercicio de su compromiso antifranquista en contraste con la deriva degradada del primo suyo que le abrió los ojos a la política. El cuarto relato indaga en la intimidad dolorida de una joven enfrentada a la familia y afligida por el estado de invalidez irreversible del padre. Cierra el libro una historia de amor, la de un patito feo y tímido, un chico dotado para la música que se encariña con una prostituta.
Todas estas historias se sustentan en un mismo principio: son relatos formativos que muestran el descubrimiento del mundo y, en consecuencia, el acceso a la madurez. También comparten idéntica perspectiva: en cada caso es el o la protagonista quien refiere en su propia voz los episodios de ese significativo pasado y lo hace con una clara voluntad narrativa, es decir, con la conciencia de contar los hechos desde una óptica posterior que los ilumina y les da un sentido. Este punto de vista novelesco constituye un acierto. Por un lado, la confesionalidad proporciona el timbre de algo auténtico al doloroso descubrimiento de la realidad. No se trata de experiencias referidas sino vividas, que brotan con la especial densidad de lo sentido y alcanzan gran fuerza mediante un ejercicio lúcido, lacerante unas veces, analítico otras, del recuerdo. Además, se convierten en materia de la conciencia madura gracias al explícito enjuiciamiento retrospectivo. Sale, así, un muestrario suficientemente amplio y variado de ejemplos que ilustran el fenómeno genérico indicado, el peso de la adolescencia en la persona adulta.
El muestrario de Almudena Grandes tiene el mérito primero de resultar interesante por la presentación de unas historias en sí mismas curiosas y originales, complejas pero sin rebuscamientos y que logran una ilusión de verdad. Ha tendido la autora en otras obras suyas a la prolijidad anecdótica, pero aquí ciñe los sucesos a lo necesario y cuenta lo justo; nada más fuerza quizás un poco la situación en el monólogo inicial. Sólo por lo bien contado que está lo que les ocurre a esos jóvenes merece la pena leer el libro.
Los episodios tienen una sólida base en la recreación de un buen número de personajes, variados por sus diversas circunstancias, culturales y sociales, y por sus diferencias psicológicas. Hace Grandes un fructífero ejercicio de indagación en los recovecos de la intimidad, y lo desarrolla con recursos versátiles, se acerca a la violencia, el dolor y el egoísmo, explora la soledad y la frustración, y da también paso a la ternura. Por lo común, tiende la escritora madrileña a una escritura moral que en ocasiones se le ha ido hacia una moralización ejemplarizante. En estos relatos, en cambio, evita las lecciones y deja que esas vidas digan por sí mismas cómo es para ellas el mundo. Pero en todos los casos aparecen los personajes filtrados por la lente del escritor que derrama comprensión. Grandes tiende a mostrar proximidad ética con el sufrimiento y simpatía con la voluntad de superar los retos. Así que no son historias surgidas de la mente de un escritor impasible e indiferente, sino propuestas algo cálidas que entrañan una visión afirmativa de la existencia, sin desconocer, por ello, la adversidad y el dolor.
En conjunto, la obra produce una impresión de sencillez, pero es engañosa. Hay un atento cuidado de la estructura de cada historia y una notable exigencia al afrontar el juego de voces que requieren. En el orden verbal, Grandes se esmera en buscar las diferenciaciones lingöísticas convenientes para que sus emotivos casos resulten convincentes y verdaderos. No tiene en apariencia Estaciones de paso el peso ni la ambición de otros libros voluminosos de su autora, y, sin embargo, me parece uno de los mejores suyos.