Vida y trabajos del R. P. Cruchard
por Gustave Flaubert
8 diciembre, 2005 01:00Flaubert en 1870, fotografiado por Étienne carjat
¿Es posible que queden aún textos desconocidos e inéditos de un monstruo literario como Flaubert, del que creíamos saberlo todo? Por asombroso que resulte, la respuesta es sí. La revista "Magazine Litteraire" anticipaba en su número de octubre un relato inédito del autor de Madame Bovary titulado "Vida y trabajos del R. P. Cruchard", que forma ya parte de un libro publicado por las Universidades de Rouen y de Havre, anotado por Yvan Leclerc y Matthieu Desportes, y presentado con todos los honores el 21 de noviembre en el Hotel des Sociétes de Rouen por la Asociación de Amigos de Flaubert y Maupassant. Que un escritor tan célebre como Flaubert, con tantísimos lectores y especialistas de su obra, nos proporcione sorpresas de este calibre 125 años después de su muerte ha dejado perplejo al mundo literario. Más aún porque el descubrimiento tiene su historia, y bien azarosa: hace unos meses un internauta llamado Bernard Molant, apasionado investigador de la obra del genio francés, después de consultar la web del Centro Flaubert de la Universidad de Rouen, les informaba de que gracias a Caroline Commanville, una sobrina de Flaubert, tenía un dossier con abundante material inédito. Y, ante el asombro de todos, era verdad. Molant no sólo tenía copias de cartas del escritor, cinco de ellas inéditas (estaba previsto que aparecieran en el tomo V y último de sus Obras Completas de la Pléiade), cartas de su hermana y de su sobrina (llamadas ambas Caroline), sino también numerosos manuscritos como "Mi tío", que pronto se convertiría en Souvenir intimes, un libro de E. H. Langlois como parte deun envío al padre del escritor, borradores, notas de trabajo y viajes y fotografías. Un tesoro en el que destacaba esta suerte de autobiografía apócrifa y falsa del padre Cruchard (nombre que el propio Flaubert utilizó en ocasiones como seudónimo incluso en su correspondencia con George Sand, a la que está dedicado este relato), a vueltas con temas clásicos del novelista como el del otro y los otros, el talento y el destino o los males de la burguesía decimonónica, tan hipócrita y melindrosa ella. Se trata, naturalmente, de un acontecimiento literario que El Cultural ofrece hoy a los lectores españoles de la mano de Germán Palacios, que ha traducido a todo Flaubert (Bouvard y Pécuchet, Salambó, La educación sentimental, madame Bovary, La tentación de San Antonio) para la editorial Cátedra.
Dedicado a la Señora Baronesa Dudevant, de soltera Aurore Dupin [Aurore Dupin era el verdadero nombre de George Sand]
Bartolomé. Denys, Romain Cruchard nació en Maniquerville-lès- Quiquerville, diócesis de Lisieux. Su madre, una pobre campesina, lo trajo al mundo, de pronto y sin dolor en un lagar de sidra -donde ella trabajaba entonces- de modo que Cruchard acostumbraba a decir: "Nuestro Señor nació en un establo y yo en un lagar", broma que no dejaba de repetir cuando explicaba el catecismo a los niños pequeños.
Sus primeros años no tuvieron absolutamente nada notable; transcurrieron en el campo guardando ganado, sin sospechar que uno de nuestros más grandes pontífices había tenido principios tan modestos. Pero en lugar de vagabundear, como habrían podido hacer otros, él pasaba el tiempo cantando cánticos bajo los árboles mientras esculpía, con una navaja, diferentes pequeños objetos piadosos en madera. Entretenido en estas ocupaciones lo sorprendió un día Monseñor Cuisse, Obispo de la Diócesis, y el santo prelado, observando semejante candor, no pudo contener las lágrimas. Así que, habiendo hecho unas preguntas al joven Cruchard y satisfecho de sus respuestas, lo confió al cuidado del Señor Cura de Mauquonduit, y tres años después, lo admitió en el número de los becarios que mantenía él mismo en el seminario de Lisieux.
Pero ya desde el principio Monseñor vio que sus esperanzas se frustraban de manera singular. Cruchard, a pesar de su aplicación seguía siendo el último de la clase, y parecía (por decirlo de alguna manera) bobo. De modo que iban a echarle del seminario, y sus padres, que bajo la protección de Monseñor habían concebido sueños de fortuna, estaban desesperados cuando a Cruchard se le ocurrió ir de peregrinación a Hoqueuville, para implorar la ayuda de la Santa Madre de Dios. Volvió al seminario; era día de redacción. Cruchard fue el primero.
A partir de entonces, la vida de Cruchard en el seminario no fue más que una serie de triunfos. No había año en que no obtuviese todos los primeros premios y el eco de sus éxitos se propagó lejos por su parroquia. Gozaban viendo a aquel joven, que eludiendo los elogios y confinado en su celda, se entregaba con ardor al doble cultivo de las letras sagradas y profanas.
Fue al final de su curso de Retórica cuando compuso, para el reparto de premios del seminario, una tragedia latina titulada La Destrucción de Sodoma. El tema era escabroso. Cruchard supo esquivar los peligros, e incluso extremó tanto la decencia que era muy difícil reconocer de qué se trataba. Sin embargo, motivos de disciplina (u otros tal vez) impidieron su representación, y Cruchard, tenemos que confesarlo, se sintió muy disgustado.
Fue una razón para lanzarse al estudio de la Lógica. Su amor por Santo Tomás de Aquino se hizo tan fuerte que empleaba una parte de sus noches en leer y releer a este autor, y como siempre tenía algún volumen en el dormitorio bajo la almohada, uno de sus camaradas decía con agudeza que dormía con el "ángel de las escuelas". ["El ángel de las escuelas" es el sobrenombre atribuido a Tomás de Aquino].
Gracias a este trabajo perseverante y también, no hay que olvidarlo, a la protección de aquélla de quien había ya recibido los favores, debutó como un trueno, predicando en la iglesia catedral de Bayeux, donde durante una cuaresma la provincia estuvo pendiente de sus labios.
No tenía la suavidad de Bourdaloue ni quizás la delicadeza de Massillon; se acercaba más a Mascaron por el colorido, a Cheminais por la gracia y al Padre Bridaine por la vehemencia [Flaubert compara aquí al protagonista del relato con distintos predicadores célebres de los siglos XVII y XVIII]; si incluso hay algo que reprochar a la elocuencia de Cruchard es de ser, a veces, un poco demasiado fuerte, y para emplear la expresión asiática, defecto perdonable a los grandes talentos, y en la que el príncipe de los oradores latinos se acusa a sí mismo de haber caído, después de una demasiado larga estancia en la isla de Rodas.
La elocución, en Cruchard, estaba a la altura de su estilo; dotado de una voz sonora, fulminaba y como un nuevo Isaías, habría tenido que desnudarse -pues con frecuencia se vio obligado al bajar del púlpito a cambiarse hasta tres veces seguidas de sobrepelliz, de tan bañado que estaba de sudor.
Su pecho se encontraba pronto debilitado y como quemado del fuego de su elocuencia. Cruchard tuvo que pensar en tomarse algún descanso. Aprovechó pues la ocasión del Sr. Marqués de Grefforens, embajador ante el rey de Nápoles, quien aceptó llevarlo consigo, para hacer un viaje por Italia.
Una vez que desembarcó en la tierra del viejo Evandro [personaje mitológico, hijo de Mercurio y civilizador del Lazio], Cruchard se entregó con todo entusiasmo a las Bellas Artes -Numismática, Pintura, Antigöedades; ¡estudia, anota, lo devora todo! Hasta querer aprender el árabe de un renegado que había conocido en la antigua Parténope e incluso en esta ocasión sus enemigos hicieron correr el rumor de que Cruchard había estado a punto de tomar el turbante.
Cruchard no se dignó contestar a tan infame calumnia, pero él mismo sintió que su afición a las letras le llevaba muy lejos, y al cabo de tres años, habiéndose apresurado para volver a Francia, solicitó y obtuvo el curato de Manicamp que, poco importante por lo demás, le dejó todo el tiempo libre para dedicarse a sus trabajos, de los que citaremos los más importantes;
-De la Torre de Babel, 3 vol. inf
-La Autenticidad de la Revelación demostrada por diferentes inscripciones descubiertas entre los Salvajes de América del Norte, seguida de un diccionario y de una gramática de la lengua de esos pueblos.
-El Ateísmo vencido, en respuesta a diferentes artículos del Sr. B. , 2 vol. inf.
-Architofel, o los peligros de la ambición, novela publicada bajo el velo del anonimato.
-Las Picardías de Calvino, dedicado a los de de la R. P. R.
-Diablo y Jansenio, diálogo en el gusto de Erasmo
-Del peso, del interior, de la capacidad y de la estructura del arca de Noé y del número de animales que allí estuvieron reunidos y que se verán magnificados por nuevos grabados, Leyde.
-Manual de oración sacado de los Padres Griegos con las referencias a las reglas de San Ignacio.
-Vida de Monseñor Cuisse, 8 vol. inacabada
A pesar de estos trabajos que publicaba sin interrupción, Cruchard habría permanecido desconocido si una circunstancia extraordinaria no le hubiera llamado a un escenario más amplio. La favorita de un gran príncipe reinaba entonces en Francia, y para liberar de ella a su Señor, un ministro hábil, profundo político (perfectamente informado por * * * -se comprenderá el escrúpulo que nos impide decir su nombre) tuvo la idea de llamar al Padre Cruchard a París, a fin de proponérselo como director a esta persona ilustre.
Un ambiente tan nuevo no asombró a Cruchard. En medio de las pompas de Versalles conservó aquel viril sosiego que llevaba en el campo y pronto consiguió ser aceptado en la corte por su carácter simpático y su trato agradable -de tal modo que encontrándose en una comida en casa del Sr. Duque de Laroche-Guyon, se comió él solo una pava con tres gazapos, y Monseñor de Chavignolles (el mismo cuyo sobrino tuvo un fin tan trágico en las galeras de Malta y que, aunque era un gran hombre de guerra, no vivía más que de productos lácteos) se asustó de su apetito y exclamó: "¡Padre Cruchard, usted es el primer teólogo del mundo y el primer tenedor del Reino!"
Seis meses después, la favorita había abandonado la corte y, como Luisa de la Misericordia [nombre adoptado por Mademoiselle Vallière cuando ingresó en la orden del Carmelo], se preparaba a edificar el mundo por sus virtudes después de haberlo afligido por sus faltas. Desde entonces, todas las grandes damas suspiraban por tener por director al Padre Cruchard.
Muchas de esas ilustres mundanas no le dejaban, por así decirlo en todo el día. Altezas le reclamaban a cada minuto. Para que acudiese más pronto, Madame de Lavillac le enviaba su silla y Mlle. de Brichauteau confesaba que no podía cenar sin él. Sin embargo, Cruchard se reservaba más particularmente para las Visitandinas o, mejor, para las Damas de la Desesperación, que no son sino una de sus ramas. Tan pronto llegaba, todas se precipitaban como ciervas sedientas para beber las ondas refrescantes de su palabra. Mientras él vivió, ellas no quisieron a otro y se valieron de mil artificios para conservarlo. El propio Señor Arzobispo de París fracasó en ello; era un afecto semejante al de las recién conversas para Monseñor de Cambrai y al de las Carmelitas para M. de Bérulle. Por fin, les parecía imposible recibir la gracia de otro modo que por el canal de Cruchard.
¡Cómo sabía amar! ¡cómo conocía los corazones! Hábil en las pasiones, distinguía sus raíces, podía echar justo en medio el ancla de Salvación o sorteando sus yerros hacerles llegar a buen puerto. "No os atormentéis por el pecado, les decía, esa preocupación es fermento de orgullo. Las caídas no son todas peligrosas y los vicios se transforman a veces en otros tantos escalones para subir al cielo". A ejemplo del bienaventurado San Francisco de Sales, llamaba a la cátedra "la burra". Abordaba incluso a sus penitentes preguntándoles con una sonrisa: "¿Cómo va la burra?" y no quería que fuesen muy duros con ese pobre animal.
Por fin, las personas más piadosas convenían en que les hacía hacer cada día progresos infinitos en la perfección y otras, que habían sentido más placer en las entrevistas del Padre Cruchard que en los abrazos de sus amantes.
Pero si fue un poco blando respecto a la moral, bastante para ser tachado de molinismo [doctrina del padre Luis Molina, teólogo y jesuita español del siglo XVI, sobre el libre albedrío y la gracia], en cuanto al dogma se mostraba inflexible, no admitiendo que pudiese haber ningún mérito fuera de la Iglesia, y cuando se objetaba con los sabios de la Antigöedad, decía: "Estoy seguro de que Dios les concedió la gracia, antes de su muerte, de hacerlos cristianos de una manera o de otra". Desde San Epifanio no hubo hombre que de verdad se mostrase más indignado contra la herejía. La simple idea de herejía le ponía fuera de sí y no podía descubrir un jansenista (son sus propias palabras) "sin que le diesen ganas de estrangularlo".
En los últimos años de su vida, Cruchard, había engordado tanto, que ya no salía de su gabinete, y sus facultades, tenemos que reconocerlo, estaban notablemente disminuidas. Conservaba sin embargo su inalterable alegría, de la que dio una última muestra minutos antes de morir, pues dijo bromeando con su apellido: "Siento que el Cántaro se va a romper por completo"
Permítanme, destacando por mi parte este último rasgo, afirmar con todos los que tuvieron contacto contigo "que tú eras, Ô Cruchard, un jarrón elegido".