Letras

Partir

Tahar Ben Jelloun

14 septiembre, 2006 02:00

Foto: Anton Meres

Traducción de Malika Embarek. El aleph. Barcelona, 2006. 236 páginas, 18 euros

Exiliado en Francia desde 1971, Ben Jelloun fue el primer escritor magrebí en obtener el premio Goncourt (1987). Un año después le ofrecieron ser ministro de Cultura y Comunicación marroquí, y lo rechazó "porque quería salvaguardar mi libertad de escritor y de ciudadano. Yo hubiera sido un malísimo ministro".

La inmigración es un viaje, pero también una caída. Mohamed Chukri ya advirtió que los inmigrantes son "mártires de la nada". Tahar Ben Jelloun (Fez, Marruecos, 1944) ha convertido a los personajes de Partir en la encarnación de un nuevo mito, donde convergen el anhelo de regresar y el deseo de comenzar una nueva vida. Una vida que conlleva la pérdida de la propia identidad o la recuperación de las raíces olvidadas. Entre el desarraigo y la tradición, el inmigrante es casi siempre un hombre humillado y escarnecido. La inmigración es un problema que desborda la imaginación de una Europa autocomplaciente y sin ideas, incapaz de comprender la realidad de áfrica o de Oriente Medio, donde prolifera una diversidad desconocida o deliberadamente ignorada.

Oportunista, ingenioso y en ocasiones ingenuo, Azel, el protagonista, un joven marroquí licenciado en Derecho, recuerda a los pícaros del Siglo de Oro. Transita de un amo a otro. Primero Miguel, un español refinado y algo cínico, que se enamora de su belleza equívoca y felina. Después, los camellos que le ayudan a sobrevivir, comerciando con hachís. Más tarde, los fundamentalistas, que conspiran para incendiar las capitales europeas y, finalmente, la policía española, que le utiliza como confidente. En Partir, los seres humanos no son menos importantes que las ciudades. Tánger es "una vieja decrépita, obesa y repugnante" (Chukri, Rostros, amores, maldiciones); una "ciudad sin forma ni centro" (Ben Jelloun). El Sur de España ha recuperado su mestizaje. Se mezclan las culturas, pero sin conseguir el equilibrio que evita la segregación. La responsabilidad es mutua. Ni españoles ni marroquíes logran superar los prejuicios y los subsaharianos deambulan sin rumbo.

Ben Jelloun no es partidista. Marruecos supura corrupción y España insolidaridad. Marruecos es el país de las imposturas. La homosexualidad y la prostitución forman parte de su rutina, pero nadie reconoce su existencia. El éxodo rural añade nuevos estratos a las ciudades, simples cinturones de pobreza, que alimentan la frustración de las familias obligadas a desplazarse por la sequía. Ben Jelloun compara a sus compatriotas con los perros y los gatos, animales impuros para el Islam. Son intrusos, que nadie ama ni protege. Algunos escritores europeos o norteamericanos buscan la inspiración en el Magreb, pero el elogio de sus tradiciones y su cultura no estorba a motivaciones menos elevadas, como la explotación sexual. Tanta miseria física y moral no impide que los marroquíes se amen. El deseo es el lenguaje del cuerpo y el amor una fantasía aplazada. El sexo es lo inmediato; el amor lo que ocupa o debería ocupar el resto de la vida. Incluso es posible amar a Marruecos. Azel escribe a su madre y habla de su patria con ternura: "Voy a intentar dormirme pensando en ti, tierra mía, mi querida y generosa aflicción".

Ben Jelloun se interna en la vida íntima de un país que identifica el secreto con la virtud. Las muchachas se prostituyen, pero sólo se habla de esas cuestiones en el hamam. Los hombres buscan el placer con otros hombres, pero el zamel, el que adopta el papel pasivo, nunca es marroquí. Siempre es "el otro, el turista europeo". Sin embargo, no es verdad. La vergöenza prohíbe admitir algo que se considera una humillación. El hombre que penetra a otro conserva su hombría, pero el que se ofrece pierde su dignidad. Azel consigue que su amante español se case con Kenza, su hermana. Todo es ficción, una pantomima, pero todo vale cuando se huye de la pobreza. Ninguno conseguirá la felicidad. Los marroquíes no encuentran el amor porque no se aman a sí mismos. Son "moros", extraños, maestros de la traición y el disimulo. Genet afirmaba que Tánger es la ciudad de la traición. Sus hijos no conocen la lealtad. Se adaptan a todo porque su prioridad es sobrevivir. Azel se considera un mago de la adaptación. Es el sino del pícaro, del que depende de los otros para no morir de hambre.

Kenza sueña con unas imágenes horripilantes. Hierros retorcidos, cuerpos desmembrados, un silencio sobrecogedor. Su visión es una profecía del 11-M. Ben Jelloun no elude la implicación de sus compatriotas, pero el espanto de Kenza es la evidencia de que hay una mayoría que repudia el terrorismo y la violencia. Los fundamentalistas que aparecen en la novela son tartufos, torpes manipuladores que se alimentan de la desesperación y el miedo. El integrismo se beneficia de la debilidad de un modelo cultural en crisis. La tentación de un discurso inflamado de retórica no es una novedad. El nacionalsocialismo se propagó gracias a un discurso basado en el mito y el símbolo. La fusión de política y teología produce ideología o, dicho de otro modo, una concepción del Estado que excluye las libertades y la disidencia.

Kenza se enamora de Nazim, un turco que ha abandonado su país por deudas de juego. Nazim estima que dejar su tierra le ha permitido ser él mismo, amar a una marroquí "sin miedo de la mirada de los otros". El exilio o la inmigración es un largo viaje que posibilita la autoestima. No siempre es así. La degradación de Azel es una verdadera transformación, una metamorfosis, que destruye lo mejor que había en su interior. Sus últimos pasos recuerdan el destino de los héroes clásicos, víctimas del azar, pero también de sus propios errores. Su vida es una vida malograda, un viaje que desemboca en la fatalidad y la impotencia (física y mental). Azel ha perdido su fuerza sexual y su capacidad de mirarse al espejo.

Ben Jelloun asegura que "el exilio es revelador de la complejidad del infortunio". Los personajes que han sobrevivido al viaje descubren que la única cura es regresar a su país, pero su retorno no es el retorno del inmigrante enriquecido, sino la del ser humano horriblemente mutilado. Han comprendido su cultura desde fuera. Han necesitado alejarse para entender. Flaubert, un negro que ha buscado inútilmente a un familiar por Barcelona, desembarca en Marruecos, anhelando ser un personaje de ficción. Ser Emma Bovary y no el personaje de una efímera novela, condenado a desaparecer en una trituradora de papel. En el mismo barco, se encuentra Don Quijote, sin pasaporte ni documentos de ninguna clase. La literatura constituye la última oportunidad. Sus páginas ignoran las fronteras. Todos los inmigrantes son el mismo viajero. Todos buscan "la última luz", esa luz tenue, que "pondrá fin al dolor del mundo". Pero el mundo sigue a oscuras y los que mueren anónimamente en aguas negras y heladas, desaparecen sin dejar rastro. Es como si jamás hubieran existido.

Partir es una novela intensa, sincera, de un gran rigor formal y con una notable valentía para abordar los aspectos más ingratos de la inmigración. Su retrato de las relaciones entre Marruecos y España no elude ninguna arista. La excelente prosa de Tahar Ben Jelloun infunde vida y verdad a unos personajes que fracasan o que sólo consiguen una dicha imperfecta. Esta extraordinaria novela nos ayuda a comprender a inmigrantes y expatriados, viajeros y exiliados, marroquíes y españoles, seres humanos, en definitiva, que experimentan la misma confusión y que se debaten entre la desconfianza y el deseo de vencer el miedo y los prejuicios.

Humillados y escarnecidos

Más que el protagonista de esta novela, Azel, la inmigración es el centro de una narración que rebosa pesimismo y que sólo atisba una hebra de esperanza en la ficción. La desorientación prevalece en los recién llegados; la desesperanza en los que ya pueden contar semanas, meses o años de clandestinidad. Barcelona es la nueva Babel. Desdoblada en dos caras, la ciudad moderna y cosmopolita convive con la desolación del Barrio Chino, donde los jóvenes marroquíes muestran el desencanto del viajero que se reencuentra con el horizonte del que huía. No se consideran africanos ni europeos y no comprenden la tenacidad de los comerciantes hindúes y paquistaníes. Sólo los wahabíes financiados por las satrapías del Golfo contemplan el futuro con esperanza, pero es un futuro teñido de muerte.