Letras

Sobre la belleza

por Zadie Smith

5 octubre, 2006 02:00

La belleza, el arte y las miserias de la vida universitaria son ejes de la novela. Uno de sus protagonistas, Howard, muestra en este capítulo sus armas teóricas a sus alumnos desmontando el mito de Rembrandt, mientras su ex amante debe ceder al chantaje de una alumna por su conducta "improcedente".

1

El verano se fue de Wellington bruscamente y dando un portazo. La sacudida hizo caer al suelo todas las hojas a la vez y Zora Belsey tenía aquella extraña sensación, que solía asaltarla a últimos de septiembre, de que en una clase pequeña, con sillas pequeñas, la esperaba una maestra de primaria. Le parecía una equivocación ir ahora
a la ciudad sin una corbata reluciente, una falda plisada y una colección de gomas de borrar perfumadas. El tiempo no es lo que es sino cómo lo sientes, y Zora no se sentía diferente. Aún vivía en casa de sus padres y aún era virgen. Y, no obstante, éste era el primer día de su segundo curso en la universidad. El año anterior, los estudiantes de segundo le parecían otra clase de seres humanos, con gustos, opiniones, amores e ideas bien definidos. Esa mañana, Zora había despertado con la esperanza de que durante la noche se hubiera operado en ella una transformación y, al ver que no era así, hizo lo que suelen hacer las muchachas cuando no sienten el papel que les toca representar: se caracterizan. No sabía en qué medida lo había conseguido. Ahora se paró a mirarse en el escaparate de Lorelie, una peluquería camp años cincuenta en la esquina de Houghton y
Maine. Trató de ponerse en el lugar de sus compañeros y se hizo la difícil pregunta: «¿Qué pensaría yo de mí?» Pretendía dar el tipo de intelectual-bohemia-audaz-desenvuelta-valerosa-e-intrépida. Llevaba una larga falda verde botella, blusa de algodón blanco con un original volante en el cuello, ancho cinturón de ante marrón —de Kiki, de los tiempos en que su madre aún podía usar cinturón—, zapatos sólidos y sombrero. ¿Qué clase de sombrero? Un sombrero de hombre, de fieltro verde, que parecía un borsalino sin serlo. No era éste el efecto que ella buscaba. No era éste.

Quince minutos después, Zora se lo quitaba todo en el vestuario femenino de la piscina de la Universidad de Wellington. Esto formaba parte del Programa de Autoperfeccionamiento de la nueva Zora para el otoño: madrugar, nadar, clases, almuerzo ligero, clases, biblioteca, casa. Embutió el sombrero en la taquilla y se encasquetó el gorro hasta las cejas. Una china que, vista de espaldas, parecía de dieciocho años, se dio la vuelta y sorprendió a Zora con una cara arrugada en la que dos ojitos de obsidiana trataban de hacerse un hueco entre los pliegues de piel que los presionaban por arriba y por abajo. Tenía el vello púbico largo, lacio y gris, como hierba seca. «Imagínate si fueras ella», pensó Zora vagamente, pensamiento que la acompañó unos segundos antes de desintegrarse, mientras se prendía la llave de la taquilla del funcional bañador negro. Recorrió el borde de la piscina, haciendo chasquear las baldosas con la planta de sus pies planos. El sol otoñal que entraba por la pared de vidrio de lo alto de la grada, atravesaba la enorme nave como el foco del patio de una cárcel. Desde aquel elevado observatorio, una larga fila de atletas que corrían en las cintas sin fin contemplaban a Zora y demás criaturas no aptas para el gimnasio. Allá arriba, detrás del vidrio, se entrenaban los perfectos; aquí abajo evolucionaban los imperfectos, aguijoneados por la esperanza. Esta dinámica se alteraba dos veces a la semana, cuando el equipo de natación honraba la piscina con su magnificencia, relegando a Zora y a los demás a la piscina de los cursillos, obligándolos a compartir calle con la infancia y la tercera edad. Los nadadores del equipo se lanzaban desde el borde, tensaban el cuerpo dándole forma de dardo y se zambullían en la piscina como si el agua estuviera esperándolos y los saludara con alegría. Las personas como Zora se sentaban cautelosamente en las ásperas baldosas, introducían en el agua la punta de los pies y a continuación deliberaban con su cuerpo acerca de la oportunidad de pasar a la etapa siguiente. Más de una vez, Zora se cambiaba, entraba en la piscina, miraba a los atletas, se sentaba, se mojaba la punta de los pies, se levantaba, caminaba a lo largo de la piscina, miraba a los atletas, se vestía y se iba. Pero hoy no. Hoy empezaba una nueva etapa. Adelantó los pies unos centímetros y se dejó caer. El agua le subió hasta el cuello envolviéndola como una túnica. Ella dio unos pasos y se sumergió. Resopló por la nariz para expulsar el agua y empezó a nadar despacio, indecorosamente, sin acabar de coordinar el movimiento de brazos y piernas, pero aun así sentía que la acompañaba cierta armonía que no encontraba fuera del agua. Aunque no lo reconocía, hacía carreras con otras mujeres (como poseía un gran sentido de la equidad, procuraba elegir las de su edad y complexión) y su voluntad de seguir nadando se reafirmaba o debilitaba según el resultado de la imaginaria competición con sus supuestas contrincantes. Le había entrado agua por las gafas. Se las quitó y las dejó en un extremo con la intención de hacer cuatro largos sin ellas, pero nadar con la cabeza fuera del agua cansa más. Tienes que bracear con más brío. Al llegar al extremo, Zora palpó el suelo buscando las gafas y, al no encontrarlas, se izó a pulso y vio que no estaban. Esto la enfureció; un infortunado socorrista, estudiante de primero, tuvo que arrodillarse al borde de la piscina y oír su reclamación como si él fuera el ladrón. Al fin Zora desistió del interrogatorio y se alejó dando torpes brazadas mientras registraba la superficie del agua. Un chico le adelantó por la derecha rápidamente, salpicándole los ojos con su impetuoso movimiento de pies. Ella fue hacia el borde lateral esforzadamente, tragando agua. Miró la cabeza del chico y vio la banda roja de sus gafas. Agarrada a la escalera, lo esperó. él llegó al extremo y dio la ágil voltereta en el agua que tantas veces había soñado Zora con poder ejecutar. Era un muchacho negro con un llamativo bañador a franjas de avispa, amarillas y negras, que le moldeaba el cuerpo con la misma elasticidad y nitidez de su propia piel. Al dar la vuelta, la curva de sus nalgas asomó en el agua como una pelota de playa recién estrenada. El chico tensó el cuerpo y nadó todo el largo de la piscina sin volver la cabeza para respirar.

Nadaba más aprisa que nadie. Sería algún capullo del equipo de natación. En el surco de la parte baja de la espalda, semejante al hoyo que deja la cuchara en la superficie de un helado, encima del arco del prieto trasero, tenía un tatuaje, probablemente, la señal de alguna hermandad, pero el sol y el agua desdibujaban el trazo y, antes de que Zora pudiera distinguirlo, él ya estaba a su lado, asido a la corchera, aspirando aire.
—Hum, perdona.
—¿Eh?
—He dicho perdona... Si te fijas, verás que ésas son mis gafas.
—No te oigo... un momento.
Apoyó los codos en el borde de la piscina y se izó un poco, de modo que su entrepierna quedó a la altura de los ojos de Zora. Durante no menos de diez segundos, ella fue obsequiada con una vista en tres dimensiones, como si no hubiera tela por medio, de aquello que le abultaba las rayas de avispa a lo largo del muslo izquierdo. Más allá de este panorama fascinante, tensaban el bañador unos testículos, bajos y pesados, que no acababan de emerger del agua tibia. El tatuaje era un sol con cara de persona y rayos en forma de melena de león. él se quitó los tapones de los oídos y las gafas, que dejó en el suelo, y descendió al nivel de flotación de Zora.
—Con los tapones no se oye nada.
—Decía que me parece que llevas mis gafas. Las he dejado ahí un momento y han desaparecido. Quizá las hayas confundido... mis gafas.
él la miraba con ceño. Se sacudió el agua de la cara.
—¿No te conozco?
—¿Cómo? No... bueno, ¿me dejas ver esas gafas, por favor? Sin distender la frente, él sacó del agua un brazo muy largo, palpó el suelo y recuperó las gafas.
—Sí, son las mías —dijo ella—. Tienen la tira roja. La original se rompió y yo la cambié por la roja, así que...
El chico sonrió.
—Bueno... si son tuyas, cógelas.
Extendió hacia ella una mano alargada, con la palma de un marrón intenso, como la de Kiki, y las líneas de un tono más oscuro. Las gafas colgaban del índice. Al ir a asirlas, le resbalaron del dedo. Zora hundió las dos manos en el agua, tratando de agarrarlas, pero las gafas se fueron al fondo girando sobre sí mismas; la tira roja describía tirabuzones con movimiento mecánico. Zora hizo una somera inspiración asmática y trató de bucear, pero a la mitad de la inmersión la flotabilidad de su cuerpo tiró de ella hacia arriba haciéndola emerger con el culo por delante.
—¿Quieres que yo...? —se ofreció el chico y, sin esperar respuesta, dobló el cuerpo y se sumergió casi sin salpicar.
Al cabo de un momento, reapareció con las gafas colgando de la muñeca. Se las tendió a Zora, lo que provocó otro paso problemático, ya que la chica tuvo que recurrir a todas sus energías para mantenerse a flote al tiempo que las cogía. Sin una palabra, ella se dirigió hacia el lateral dándose impulso con los pies, hizo lo posible por subir la escalera con dignidad y salió de la piscina. Pero no se marchó de inmediato. Estuvo al lado de la silla del socorrista el tiempo que se tarda en nadar un largo, viendo a aquel sol risueño avanzar por el agua, observando cómo el torso se deslizaba con la soltura de un bebé foca, cómo los oscuros brazos se elevaban y se hundían, accionados por los músculos de los hombros con movimiento de turbina, y cómo las estilizadas piernas hacían lo que podrían hacer todas las piernas si pusieran más empeño en el intento. Durante veintitrés segundos, Zora se olvidó por completo de sí misma.

—Sabía que te conocía: Mozart.
Ahora estaba vestido. Por debajo de una sudadera con capucha Red Sox asomaba el cuello de varias camisetas. El bajo del pantalón vaquero negro descansaba sobre la puntera blanca en forma de concha de vieira de las zapatillas deportivas. Si Zora no acabara de verlo casi como su madre lo trajo al mundo, no podría adivinar la silueta que se escondía debajo de toda aquella ropa. El único indicio era aquel cuello elegante, que alejaba la cabeza del cuerpo, dándole aquel aire de animal joven que contempla por primera vez el mundo circundante. Estaba sentado en la escalera de la puerta del gimnasio, con las rodillas separadas y los auriculares en los oídos, moviendo la cabeza al compás de la música. Zora casi tropezó con él.
—Perdona, si me permites... —murmuró sorteándolo.
él se colgó los auriculares del cuello, se levantó de un salto y bajó la escalera al lado de ella.
—Eh, la del sombrero... Un momento, a ti te digo... Eh, frena un poco.

3

Allí estaban todos, la clase hipotética de Howard. él se permitió hacer un rápido catálogo visual de sus rasgos más sobresalientes, sabiendo que probablemente no volvería a verlos. El punki con las uñas pintadas de negro, la india con los desproporcionados ojos de un personaje de Disney, una jovencita que no aparentaba más de catorce años, con una vía férrea en los dientes. Y diseminados por el aula: nariz larga, orejas pequeñas, obeso, con muletas, pelirrojo, silla de ruedas, dos metros, minifalda, pechos puntiagudos, iPod encendido, anoréxica con mejillas velludas, corbata de lazo, otra corbata de lazo, estrella del fútbol, blanco con rastas, uñas largas de ama de casa burguesa, alopécico, leotardos a rayas... eran tantos que Smith no podría cerrar la puerta sin aplastar a alguno. Así pues, habían venido y escuchado. Howard había abierto la tienda y expuesto sus razones. Les había presentado a un Rembrandt que no era ni un antisistema ni un innovador sino más bien un conformista; les había dicho que se preguntaran qué entendían ellos por "genio" y, en medio de un silencio de perplejidad, había sustituido la figura convencional, reconocida por la historia, del maestro rebelde, por la visión personal de Howard: un artesano meramente competente que pintaba lo que le encargaban sus adinerados clientes. Luego pidió a los estudiantes que imaginaran la belleza como la máscara que se pone el poder. Que visualizaran la estética como un enrarecido lenguaje excluyente. Les prometió un curso que desafiaría sus ideas acerca de la calidad humana y redentora de lo que generalmente se entiende por "arte".
-El arte es el mito de Occidente -proclamó Howard por sexto año consecutivo-, con el que nos consolamos y nos configuramos nosotros mismos.
Esto lo anotaron todos.
-¿Alguna pregunta? -preguntó Howard.

La respuesta nunca variaba. Silencio. Pero era una especie interesante de silencio, privativo de las clases de Humanidades de las universidades selectas. No había silencio porque nadie tuviera algo que decir sino por todo lo contrario. Lo notabas, Howard lo notaba, en el aula bullían millones de cosas que decir, algunas con tanta fuerza que parecían brotar de los estudiantes telepáticamente y rebotar en los muebles. Los chicos miraban con ansia la mesa o la ventana o a Howard; los más apocados fingían tomar apuntes. Pero ninguno hablaría. Tenían miedo de sus compañeros, y más aún del propio Howard. En sus primeros tiempos de profesor, él intentaba, estúpidamente, animarlos a vencer este temor; ahora lo entusiasmaba. El temor era respeto; el respeto, temor. Si no tienes temor no tienes nada.
-¿Nada que decir? ¿Tan exhaustivo he sido? ¿Ni una sola pregunta?
Un acento inglés cuidadosamente preservado incrementaba el factor miedo. Howard dejó que el silencio se prolongara. Se volvió hacia la pizarra y, lentamente, desprendió la fotocopia, dejando que las mudas preguntas le acribillaran la espalda. Sus propias preguntas lo mantenían mentalmente ocupado mientras hacía con Rembrandt un prieto rollo blanco. "¿Durante cuánto tiempo tendré que seguir durmiendo en el diván? ¿Por qué el sexo tiene que representarlo todo? De acuerdo, algo representa, pero ¿por qué todo? ¿Por qué treinta años tienen que irse por el sumidero porque yo quisiera tocar a otra persona? ¿Me he perdido algo? ¿Todo se reduce a esto? ¿Por qué el sexo tiene que representarlo todo?"
-Yo tengo una pregunta.
La voz, una voz inglesa como la suya, venía de la izquierda. él se volvió: había estado escondida detrás de un muchacho alto. Lo primero que saltaba a la vista eran dos puntos reflectantes en la cara -quizá efecto de la misma manteca de cacao que usaba Kiki en invierno-. Un toque de luna en la tersa frente y otro en la punta de la nariz, la clase de reflejos, pensaba Howard, que sería imposible pintar sin deslucir y sin falsear el sólido canela de su piel. Y había vuelto a cambiar de peinado: ahora eran rastas finitas que apuntaban en todas las direcciones, pero de menos de cinco centímetros, con las puntas de un naranja deslumbrante, como si hubiera metido la cabeza en un cubo de sol. Como ahora no estaba bebido, Howard pudo cerciorarse de que los pechos eran realmente un fenómeno de la naturaleza y no fruto de su imaginación, porque allí estaban otra vez aquellos pezones descarados, apuntando a través de un grueso jersey canalé color verde, de cuello alto pero desbocado, del que la cabeza emergía como la flor del tiesto.
-Victoria, sí. Mejor dicho, ¿Vee, verdad? Adelante.
-Es Vee.

Howard sintió cómo la clase se electrizaba con la novedad: ¡estudiante de primero, y el profesor ya la conoce! Desde luego, los internautas más avispados debían de estar al corriente del contencioso entre Howard y el célebre Kipps, y quizá habían ido más lejos y sabían que esta chica era la hija de Kipps y aquella otra, la de Howard. Quizá, incluso, barruntaban la guerra cultural que estaba fraguándose en el campus. Dos días antes, en un artículo publicado en el "Wellington Herald", Kipps se había manifestado en contra del comité de Howard pro discriminación positiva. No sólo había criticado sus objetivos sino que había cuestionado su razón de ser.
Acusaba a Howard y "sus partidarios" de privilegiar la proyección liberal en detrimento de la conservadora y de suprimir las discusiones y los debates de derechas en el campus. El artículo había sido una bomba, como suele ocurrir en estos casos en las ciudades universitarias. Por la mañana, la bandeja de entrada del e-mail de Howard estaba llena de misivas de indignados colegas y estudiantes que le testimoniaban su adhesión. Un ejército que se aprestaba a pelear detrás de un general que apenas podía subirse al caballo.
-Es sólo una pequeña pregunta -dijo Victoria, encogiéndose un poco bajo las miradas de los estudiantes-. Yo sólo...
-No, adelante, continúa -la animó Howard al ver que titubeaba.
-Sólo... ¿a qué hora será la clase? Howard percibió el alivio de la concurrencia. Por lo menos, no había hecho una pregunta de chica lista. A Howard le constaba que una clase no soportaba la hermosura y la inteligencia unidas. Pero ella no había tratado de presumir de lista. Y todos aprobaban su sentido práctico. Todos los bolígrafos estaban preparados. Al fin y al cabo, esto era lo único que querían saber. Lo esencial: lugar y hora.
También Vee apoyaba el bolígrafo en el papel. Había bajado la cabeza, pero levantó los ojos un momento buscando los de Howard con una mirada entre coqueta y expectante. Menos mal que Jerome había consentido al fin en volver a Brown, pensó él. Aquella chica era material peligroso... De pronto fue consciente de que estaba tan abstraído mirándola que aún no había contestado a su pregunta.
-A las tres. El martes, en esta aula -dijo Smith por detrás de Howard-. La lista de lecturas está en la red y también encontraréis una copia en el cubículo contiguo al despacho del doctor Belsey. Los que necesiten que les firme la ficha de estudios que me la traigan y se la firmaré. Gracias por vuestra asistencia, chicos.
-Un momento, por favor -dijo Howard dominando con la voz el ruido de sillas y recogida de mochilas-. Por favor, sólo, y he dicho sólo, anotad el nombre si estáis seguros de que seguiréis el curso.
-Jack, tesoro -dijo Claire meneando la cabeza-. A estas páginas web les envías la lista de la compra y te la cuelgan. Aceptan cualquier cosa.
Jack recuperó las hojas de Zora y las guardó otra vez en el cajón.
Había probado la razón, el ruego y la retórica; ahora tocaba introducir la realidad. De nuevo, había llegado el momento de rodear la mesa, apoyarse en el borde y cruzar una pierna sobre la otra.
-Claire...
-¡Esa niña es una impresentable!
-Claire, no puedo permitir esa clase de...
-Es que lo es.
-Será lo que sea, pero...-Jack, ¿me estás diciendo que he de tenerla en mi clase?
-Claire, Zora Belsey es una estudiante muy buena. Una estudiante excepcional... Tal vez no sea una Emily Dickinson...
Ella rió.
-Jack, Zora Belsey no podría escribir una poesía ni aunque la misma Emily Dickinson se levantara de la tumba, le pusiera una pistola en la sien y se lo ordenara. Sencillamente, no tiene talento para eso. Se niega a leer poesía; lo único que consigo de ella son páginas de su diario alineadas a la izquierda. Tengo 120 aspirantes con talento para 18 plazas.
-Está entre el tres por ciento de los mejores de esta universidad.
-Eso me trae sin cuidado. Mi clase premia el talento. Yo no enseño biología molecular, Jack. Yo trato de refinar y pulir la sensibilidad. Y ella no la tiene. Ella tiene argumentos, que no es lo mismo.
-Ella cree -empezó el decano con su más grave timbre de primer día del curso-, cree que se le impide el acceso a esa clase por... razones personales ajenas al contexto de una valoración en términos académicos o de creatividad.
-¿Qué? ¿Qué me estás diciendo, Jack? ¿Me estás hablando como un manual de dirección? Esto es demencial.
-Siento decirte que ha expresado su convicción de que se trata de una vendetta. Una vendetta improcedente.
Claire guardó silencio un minuto. También ella había pasado mucho tiempo en universidades y sabía la fuerza de "lo improcedente".
-¿Eso te ha dicho? ¿Hablas en serio? ¡Pero qué estupidez! ¿Hago objeto de una vendetta a los otros cien estudiantes que no han podido entrar en mi clase este semestre? ¿Hablas en serio?
-Parece decidida a llevar el asunto al Consejo Consultivo. Como un caso de prejuicio personal, si no he entendido mal. Naturalmente, haría alusión a tus relaciones... -dijo Jack, y dejó que la elipse hiciera el resto.
-¡Menuda impresentable!
-Esto es serio, Claire; no te hablaría de ello si no lo creyera así.
-Pero Jack... la lista ya está hecha. ¿Qué efecto hará que a última hora se añada el nombre de Zora Belsey?
-Creo que asumir ahora un pequeño inconveniente puede evitarnos tener que arrostrar después otro mucho mayor, y quizá más oneroso, ante el Consejo Consultivo... o en el juzgado.

A veces, Jack French podía ser admirablemente sucinto. Claire se levantó. Era tan menuda que quedó a la altura de Jack, que seguía sentado en el borde de la mesa. Pero el tamaño de Claire Malcolm no guardaba relación con la fuerza de la personalidad de Claire Malcolm, como Jack sabía bien, por lo que echó la cabeza atrás, preparándose para hacer frente a la acometida.
—¿Qué ha sido del principio de apoyar al profesorado, Jack?
¿De privilegiar la decisión de un respetado miembro del claustro frente a las exigencias de una estudiante que se presenta con un arma al hombro? ¿Hemos de echar a correr despavoridos cada vez que alguien grita que viene el lobo?
—Claire, por favor... Me gustaría que comprendieras que me encuentro en una situación muy comprometida en la que...
—¿Tú estás en una situación...? ¿Y en qué situación me pones a mí?
—Claire, Claire, siéntate un momento, ¿quieres? No me he explicado bien, ahora lo veo. Siéntate un momento.
Ella se dejó caer lentamente en el sillón, sentándose ágilmente sobre una pierna, como una adolescente. Miró a French con desconfianza.
—Hoy he repasado las listas. Tres de los nombres de tu clase no me son familiares.
Claire Malcolm dio un respingo, levantó las manos y las dejó caer en los brazos del sillón.
—¿Y qué tiene que ver? ¿Qué quieres decir?
—Por ejemplo —dijo Jack mirando una hoja que tenía en la mesa—, ¿quién es Chantelle Williams?
—Es una recepcionista, Jack. De un óptico, tengo entendido. No sé de qué óptico. ¿Qué insinúas?
—Una recepcionista...
—Y es también una de las muchachas con más talento con las que me he tropezado en muchos años.
—Claire, lo cierto es que no es una estudiante matriculada en esta institución —dijo Jack llanamente, oponiendo la sobriedad a la hipérbole—. Y, por lo tanto, en rigor no tiene derecho a...
—Jack, no puedo creer que me hagas esto... Hace tres años acordamos que podría admitir estudiantes extra a mi discreción. En esta ciudad hay un montón de jóvenes con talento que no tienen los privilegios de Zora Belsey, que no pueden pagarse la universidad, que no pueden pagarse nuestros cursos de verano, que ven en el ejército su mejor salida. Un ejército, Jack, que actualmente está combatiendo en una guerra... chicos que no...
—Estoy al corriente de las perspectivas académicas de los jóvenes de Nueva Inglaterra económicamente desfavorecidos —la atajó Jack, un poco harto de ser sermoneado por féminas excitables aquella mañana—, y tú sabes que siempre he apoyado tus valiosos esfuerzos...
—Jack...
—... por hacer asequibles tus magníficas dotes...
—Jack, ¿pero qué dices?
—... a jóvenes que, de otro modo, no tendrían oportunidad...
Pero lo cierto es que hay gente que va preguntando acerca de la equidad de abrir las clases a personas ajenas a Wellington.
—¿Quién pregunta? ¿Gente del departamento de Inglés?
El decano suspiró.
—Varias personas, Claire. Y hasta ahora he procurado desviar sus preguntas. Pero si Zora Belsey consigue llamar la atención sobre tu, digamos, selectivo proceso de admisión, no sé si podré seguir desviando esas preguntas.
—¿Es Monty Kipps? He oído decir que ha manifestado «objeciones» —airada, Claire entrecomilló la palabra con los dedos, aunque sin necesidad, a juicio de Jack— a que el Comité de Discriminación Positiva de Belsey actúe en el campus. ¡Y no hace ni un mes que está aquí! ¿Es él la nueva autoridad?
Jack se sonrojó. él podía coaccionar como el que más, pero no deseaba involucrarse en un conflicto personal. También sentía hondo respeto por el poder de influir en el público, esa fuerza carismática e imperiosa que irradiaba Monty Kipps. Si de joven la forma de expresión de Jack hubiera sido un punto más vivaz, más afable (si uno hubiera podido imaginar la posibilidad de tomar una cerveza en su compañía), también él habría podido ser un personaje público de la talla de Monty Kipps o del difunto padre de Jack, senador por Massachusetts, o de su hermano el juez. Pero Jack había sido un hombre de universidad desde la cuna. Y cuando se encontraba con personas como Kipps, que tenían un pie en cada mundo, siempre se inclinaba ante ellas.
—No puedo consentir que hables así de un colega nuestro, Claire. Y también debes hacerte cargo de que no puedo ser más explícito. Sólo trato de ahorrarte disgustos innecesarios.
—Comprendo.
Claire se miró las manos, pequeñas y morenas. Estaban temblando. Ofrecía a la vista de Jack su cabeza veteada de gris y blanco. Como el plumón de un nido, pensó él.
—En una universidad... —empezó, preparando su mejor interpretación de un pastor, pero Claire se levantó.
—Ya sé lo que ocurre en las universidades —dijo agriamente—. Felicita a Zora. Ya está admitida.