La Fortuna de Matilda Turpín
por Álvaro Pombo
2 noviembre, 2006 01:00Álvaro Pombo
Primera parteAl Asubio
—Me alegro de que al final te hayas decidido a quedarte —comenta Antonio, al volante, metiendo la directa para enfilar el primer tramo de la carretera hasta Lobreña, donde comienza la serpenteante comarcal que conduce por fin al último tramo, el camino vecinal nunca asfaltado en condiciones, que lleva al Asubio, la alta finca acantilada de sir Kenneth Turpin, el padre de Matilda.
—¿Estará Emilia a gusto? —pregunta Juan Campos, sentado junto a Antonio Vega en el asiento delantero del viejo Opel Senator.
—Se aclimatará seguro Emilia. Lo que no sé, si tú...
—Yo me apañaré.
—Algo más que eso hará aquí falta. De sobra lo sabes.
Esto es de verdad salvaje y más ahora con el invierno encima.
—No lo podría hacer sin vosotros. Sin ti.
—Seguro que sí.
—Vosotros, además, no tendréis que quedaros todo el tiempo. El rodaje es lo más complicado de la casa. Luego me arreglaré con Boni y Balbi. Balbi es una cocinera magnífica. Con una comida fuerte al día, tengo de sobra. La merienda-cena se arreglará con cualquier cosa...
—¿De verdad vas a quedarte tanto tiempo, para siempre?
—Quiero un cerramiento, Antonio. Llámalo como quieras: una nueva vida. Para empezar a mi edad una nueva vida, tiene que desaparecer todo lo anterior. Nunca fue gran cosa desde la muerte de Matilda, no me veo envejeciendo en el piso de Madrid...
—Eso es verdad. Tampoco yo te veo así. De momento tienes el mismo aspecto de siempre...
Juan Campos sonríe. Antonio también. El atardecer nublado se precipita sobre ellos. El coche ha tenido que reducir la velocidad una vez más. Las luces de Lobreña parpadean a lo lejos: un pueblito pesquero que no necesitan cruzar. Ráfagas de lluvia en el parabrisas. Juan Campos observa de reojo al conductor. Tiene gracia —piensa— esta fidelidad de Antonio Vega, tan agradable, tan inmerecida.
Es un traslado que Juan Campos llevaba planeando todo un año y que por fin se ha decidido a completar a principios de octubre. Gil Stauffer ha vaciado el piso de Madrid, la biblioteca de Campos, que no es inmensa pero sí ronda los cuatro mil volúmenes, todo el cuarto de estar y el mobiliario del despacho... Ha sido una mudanza fácil, pero Gil Stauffer le ha cobrado un plus considerable por el inhóspito lugar de destino. De todo eso se han ocupado eficazmente Antonio y Emilia. Ha sido un deshacer la casa de Madrid y un amueblar y acondicionar en serio el Asubio que ha ocupado el verano entero entre unas cosas y otras. Con el tercio de libre disposición de la testamentaría de Matilda, más su propio discreto patrimonio, Juan Campos es ahora un viudo razonablemente rico. Curiosamente Matilda Turpin ha dejado muy pocos recuerdos personales: de su ropa y un joyero de reducido tamaño se ha hecho cargo su hija Andrea. Las legítimas de los tres hijos son muy considerables. Ha quedado dinero de sobra para todos. Todos los recuerdos del matrimonio —que se suponen recuerdos de los dos— son, ahora que el traslado ha vuelto enumerativa la mirada de Juan Campos, objetos coleccionados por Juan, recuerdos sólo suyos, en los que Matilda reparó apenas. Los bienes muebles que Juan Campos hizo trasladar al Asubio son sólo suyos en el sentido de que casi uno por uno fueron elegidos por él en catálogos o en visitas a los anticuarios. Matilda nunca quiso decorar su propia casa y se mostró siempre indiferente al lujo, e incluso al confort.
Se siente Juan Campos confortablemente cansado. Las cinco horas largas en tren desde Madrid le han adormecido: el cansancio es más un estado de ánimo que una sensación corporal. Todo este cerramiento, que incluye la decisión de retirarse al Asubio, el traslado íntegro del piso de Madrid, el viaje en tren, y por último este viaje en coche, es en sí mismo todo un proceso hermenéutico. Decirse: estoy cansado y quiero este cerramiento, este retiro, forma parte de una decisión consciente que Juan Campos empezó a elaborar a raíz del fallecimiento de su mujer.
El Opel, en segunda velocidad, emprende ahora la serpenteante cuesta con que se inicia la llegada al Asubio. Es casi de noche, tiempo cerrado y lluvioso, equivalente al corazón de Juan Campos. ¡Qué duda cabe que fuimos felices! —rumia Juan Campos—, como si pasara inseguro, con gran lentitud, las hojas de un álbum de fotografías. Fue una felicidad presupuestada: ¡cómo no íbamos a ser felices Matilda y yo! Juan Campos se permite a veces estas exclamaciones mentales que contienen, invariablemente, un regusto dubitativo e irónico: una ironía leve como la sensación de envejecer. ¿No es verdad que hubo, en el querer ser feliz de Juan Campos, al impregnarse de un análogo querer ser feliz de Matilda, un aumento exponencial de voluntad, una edificación de sus dos vidas, que incluyó luego el nacimiento de los hijos y, paradójicamente, también la disyunción de las dos trayectorias de ambos cónyuges? La trayectoria de baja intensidad, el low profile académico de Campos, y la intensa carrera social, financiera, de mujer de negocios, de Matilda, ¿no se potenciaron en su disyunción tanto como se habían potenciado en su conjunción al casarse enamorados a los veinticinco? Todos los encantos de la madurez maduraron —¿sí, o no?— a la vez para los dos, incluso cuando no estaban juntos y sólo se comunicaban por teléfono. Sí, al principio era emocionante seguirla de lejos y escuchar los fines de semana —aunque no todos—, sentados frente al fuego en Madrid o en el Asubio, los relatos de compras y de ventas, las reflexiones acerca de los factores que estimularon en los setenta la proliferación de innovaciones financieras. Escuchando la enumeración exaltada de Matilda acerca de los rápidos avances tecnológicos en el tratamiento de la información y en las comunicaciones o la influencia negativa sobre la solvencia bancaria de las crisis de la deuda exterior en países en vías de desarrollo, Juan sonreía. Poco a poco, sin embargo, dejó de sonreír y de atender. Mientras el Opel le arrastra al Asubio, hacia su retiro de viudo, Juan recuerda que los negocios de Matilda acabaron cansándole... Y fue terrible la aparición de los primeros síntomas del cáncer, el diagnóstico inapelable, la no muy larga enfermedad y la muerte. La muerte de Matilda apagó el mundo. Y me dejó a mí, doliente y tranquilo. ¿Es esto último también un comentario irónico, una guasona reserva mental? Nuestro matrimonio —rumia ahora Campos— tuvo quizá un único defecto: la relativa desatención a los hijos. Los hijos. La imagen de sus tres hijos: Jacobo, Andrea y Fernando, el pequeño, desestabiliza ahora el cansancio sosegado de Juan Campos y le desasosiega. Los hijos —sobre todo Fernando— deberían ser su libro del desasosiego: ahí debería haber leído Juan Campos toda la inquietud y el desasosiego constante que jamás le inspiraron sus hijos o su esposa en vida de su esposa. ¿Y ahora, qué? Ahora el desasosiego y el sosiego se amamantan mutuamente en paz.
Antonio ha hecho sonar el claxon ante la verja de la casa de los guardeses: emerge Bonifacio, Boni, intercambian unas palabras: Bienvenido, señor. Arranca el Opel, y por fin se detienen ante la puerta del Asubio. Emilia ha encendido las luces de la entrada. Y ahí resplandece con su jersey de cuello alto y su pantalón vaquero negro: ¡qué joven parece en la anochecida lluviosa, qué solitaria, qué oscura y profunda!