Image: Tristeza de lo finito

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Letras

Tristeza de lo finito

por Juan Pedro Aparicio

28 junio, 2007 02:00

Juan Pedro Aparicio

Menoscuarto, Palencia, 2007

"La felicidad es una cosa monstruosa."
GUSTAVE FLAUBERT



NO SE SABRá DE TI. Has muerto como has vivido. No por tu voluntad sino por tu naturaleza, pues naciste mujer y fuiste madre sin que nadie te señalara el camino. Tus hijos hemos decidido incinerarte. Probablemente hubieras sentido miedo, hubieras dicho: "Ay, madre, así no quedará nada de mí". Y yo te recordaría las muchas veces que me habías transmitido tu miedo a que te enterraran viva, como habías leído que le ocurrió a cierta persona, cuyo cadáver, cuando tiempo después tuvieron que abrir de nuevo el ataúd, encontraron en una horrible postura, retorcido, con huellas de arañazos en la madera. Eso te angustiaba. Cuando eras joven, te angustiaba. Ponía ansiedad en tus días y en tus noches. Y cuando yo era tu hijo adolescente no podías impedir el contármelo, no para asustarme, que no querías, sino porque no sabías ocultar tu angustia.

Te veías dentro de la caja, bajo la tierra, incapaz de respirar, pidiendo socorro sin que te oyeran, en una oscuridad completa. Y como nosotros éramos pequeños y sabías que no te podíamos auxiliar, pedías socorro a tu madre, que se había muerto cuando tú eras niña, porque no querías pedírselo a tu marido, así que el no tener a quien pedir ayuda era la causa principal de tu angustia y acaso el factor desencadenante de ella, lo que te hacía sentirla precisamente de esa manera, imaginando una situación de encierro y asfixia bajo tierra, enterrada viva. Y sentías cómo la ansiedad, algo desconocido, pero ya paradójicamente muy familiar, se agrandaba en tu pecho, pues había ido creciendo dentro de ti desde que eras niña, tú que ya eras madre y que tenías niñas tan pequeñas como tú habías sido cuando te quedaste sola.

No sé a cuántos entierros te fue obligado asistir. Entierros, digo, en los que se iba una parte muy importante de ti misma. No aquellos que, cuando tú y yo estábamos juntos en la galería de nuestra casa de la calle de Numancia, la que tú llamaste la casa con sol, veíamos llegar a San Francisco, donde por entonces se despedía el duelo y la carroza seguía sólo con los deudos estrictos detrás, camino del cementerio de Puente Cautivo, arrastrada por imponentes caballos adornados con gualdrapas de seda y penachos negros. "Otro que murió", decías. O también: "Otro que se olvidó de respirar".

No era propio de ti. Tú no eras frívola. Nunca fuiste frívola. No había espacio en tu vida para la frivolidad, ese sobrante de la autosatisfacción. Si lo decías, era porque acaso lo habías oído de niña, cuando más te dolía y te asustaba. Alguien a tu lado, un adulto probablemente, acaso tu tío Davo que era un poco guasón y que, veterano de tantas muertes como había tenido cerca en una familia en la que eran más numerosas las bajas que los sobrevivientes, se hubiera pertrechado contra el dolor con una frase cínica. Quién lo sabe. Recuerdo, eso sí, que lo decías. Lo decías con sintaxis y acento de Lángara, como me hablabas a mí siempre: "Otro al que olvidosei respirar".

Ahora se te ha olvidado a ti, madre, se te ha olvidado respirar. Y yo estoy en el tanatorio de Mela, muy cerca del valle donde pasaste los primeros años de tu vida, los mejores, aquellos en que tenías madre, tu madre Diana, aquellos en que tenías una hermana, tu hermana Diana, antes de que se murieran las dos tan tempranamente, tan tempranamente para ti, que no habías cumplido doce años, que acaso no hubieras tenido todavía tu primera regla y te tuviste que enfrentar a ella en una casa de hombres, sin mujeres, con las mujeres muertas y enterradas.

A alguien se le ocurrió llevarte lejos, a casa de una hermana de tu padre que vivía en Madrid, en Chamartín de la Rosa y tenía una vaquería. ésa fue tu preparación para la vida. Murió tu madre y te sacaron de Lángara y con doce años te enviaron unos meses a Madrid. ¿Te salvó eso la vida? Lo digo porque tus hermanos siguieron enfermando y muriendo. No sé la lista de las bajas, ni las fechas, pero en tu álbum de fotos, el que trajiste de tu casa de soltera cuando te casaste, había fotos de algunos de ellos, que siempre te parecían guapos como actores norteamericanos, Bernardo, por ejemplo, que era como Rock Hudson, o José Carlos, los dos en el hospital de Guadarrama de Madrid, en la cama, o en algún pabellón de reposo al aire libre, rehenes de la enfermedad y de la muerte, pero jóvenes a los que era muy fácil arrancar una sonrisa para la fotografía.

Yo no conocí a tu tía de Madrid, esa hermana de tu padre, pero tú siempre guardaste un cariñoso recuerdo de ella, así como de tus dos primas madrileñas. Yo las conocí cuando vine por primera vez a Madrid. Lo hice contigo. Vinimos en el coche de línea con el encargo de resolver un asunto de los que mi padre, tu marido, ponía a veces en tus manos. Habiendo invertido todos sus ahorros -un hombre que ahorraba con fervor- en un negocio novedoso, del que desconocía casi todo, siguiendo tu tenaz inspiración, no por ambición sino porque querías independizarlo del abuelo, los suministradores no le servían la mercancía contratada, pues la empresa del ramo más importante de Lot, de hecho un monopolio, había impuesto de manera indirecta un veto comercial. Aquel veto fue algo más que un contratiempo, que si no finalizó en derrota sin paliativos se debió en gran parte a la dureza de tu marido, tan incólume a los golpes como el yunque a la acción del martillo.

Estábamos en una pensión de Argöelles, acaso en Marqués de Urquijo, hacía tiempo que ya no había cartillas de racionamiento, pero eran todavía tiempos de carestía. Nos servían la comida en la propia habitación. Antes de entrar llamaban a la puerta; traían un plato muy parco, una sopa acuosa, una pequeña sardina frita abierta y aplastada; nos servían los dueños de la pensión y cada huésped parecía un presidiario al que los guardianes llevaban la comida a la celda; sin duda que la servían así, uno a uno, para evitar los motines por lo escaso del menú. Cuando entraron por segunda vez tú preguntaste si se trataba del mismo que había traído el primer plato. Y nos dio la risa. Una vez venía uno, la siguiente otro; eran parecidos, tan menudos y enjutos, pero no eran el mismo. Los mellizos les llamaste y aquélla fue para siempreen nuestro recuerdo la pensión de los mellizos.

Tu prima mayor estaba casada con un hombre de apellido vasco que conducía un Mercedes, pero no recuerdo si el coche era suyo y lo alquilaba o pertenecía al PMM. Tenía dos hijos varones, uno más bien alto, el otro más bien bajo, así los recuerdo. Tu otra prima, más cercana a ti en edad, no se había casado, pero tenía un novio mayor, atildado, con traje y abrigo, con un bigote finito sobre el labio superior, un hombre amable con aspecto de novio irregular. Se citaban en una cafetería de la calle Andrés Mellado, al lado del cine California. Una tarde, mientras tú esperabas o hablabas con ellos, yo me metí en el cine y vi El quinteto de la muerte. En otra ocasión fuimos con tu prima, y creo que con su novio, a un estreno en el Bellas Artes, una de las películas que más me han gustado, Picnic. Tu prima, sentada a mi lado, me llamó la atención varias veces: "No te muerdas las uñas", "no te toques la cara".