Image: El secreto de Christine

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El secreto de Christine

por Benjamin Black

5 julio, 2007 02:00

Portada de 'El secreto de Christine'

Benjamín Black

El tesoro de Christine

1.


No eran los muertos los que a Quirke le parecían extraños. Eran más bien los vivos. Cuando entró en el depósito de cadáveres bien pasada la medianoche y vio allí a Malachy Griffin, tuvo un escalofrío profético, un temblor que presagiara las complicaciones inminentes. Mal se encontraba en el despacho de Quirke, sentado ante su mesa. Quirke se detuvo en la sala de cadáveres, donde no estaba encendida la luz, entre las siluetas envueltas en mortajas, tendidas sobre las camillas, y lo miró por la puerta abierta. Estaba sentado de espaldas a la puerta, inclinado hacia delante con aire de gran concentración, con sus gafas de montura metálica; la luz del flexo le iluminaba la mitad izquierda de la cara, formándosele un resplandor rosa intenso en el pabellón auricular. Tenía un expediente abierto sobre la mesa, y escribía algo con peculiar falta de naturalidad. A Quirke esto le habría resultado aún más extraño si no hubiera estado borracho. La escena prendió un recuerdo de sus tiempos de estudiantes, una imagen sobrecogedoramente nítida, en la que Mal, igual de concentrado, aparecía sentado ante una mesa entre otros cincuenta estudiantes aplicados, en una gran sala en silencio, redactando con gestos laboriosos un examen, con un rayo de sol que entraba sesgado, por encima de él, desde una alta ventana. Un cuarto de siglo más tarde aún tenía la misma cabeza de foca, el lustroso cabello negro, peinado escrupulosamente.

Al percibir una presencia a sus espaldas, Mal volvió la cara y escrutó la penumbra de la sala de cadáveres. Quirke aguardó un momento antes de seguir, con paso inseguro, titubeante, hacia la luz de la puerta.

-Quirke -dijo Mal aliviado al reconocerlo, con un suspiro de exasperación-. Por Dios.

Mal vestía ropa de etiqueta, aunque se había desabotonado el cuello de la camisa blanca en un gesto nada característico de él, y se había desanudado la pajarita. Quirke, tentándose los bolsillos en busca de tabaco, lo contempló y reparó en el modo en que cubrió rápidamente el expediente para esconderlo con el antebrazo. Volvió a acordarse de cuando era estudiante.

-¿Trabajas a estas horas? -dijo Quirke, y sonrió con malignidad. El alcohol le permitió suponer que había sido un detalle de ingenio.

-¿Y tú qué estás haciendo aquí? -dijo Mal en voz demasiado alta, haciendo caso omiso de la pregunta. Se subió las gafas sobre el puente humedecido de la nariz con la yema del dedo corazón. Estaba nervioso. Quirke señaló hacia el techo.

-Hay una fiesta -dijo-. Arriba.

Mal adoptó su expresión de médico especialista y frunció el ceño con ademán imperioso.

-¿Fiesta? ¿Qué fiesta?

-La de Brenda Ruttledge -dijo Quirke-. Una de las enfermeras. Su fiesta de despedida. A Mal se le arrugó aún más el entrecejo.

-¿Ruttledge?

Quirke de pronto se sintió invadido por el tedio. Preguntó a Mal si tenía un cigarrillo, pues no le pareció que a él le quedasen, pero Mal tampoco hizo caso de esta pregunta. Se puso en pie llevándose el expediente con gran
agilidad, tratando de ocultarlo aún bajo el brazo. Aunque tuvo que forzar la vista, Quirke vio el nombre escrito en la cubierta con caligrafía grande: Christine Falls. La pluma de Mal estaba sobre la mesa, una Parker gruesa, negra, reluciente, con tajo de oro, sin duda, de veintidós quilates, e incluso alguno más si tal fuera posible. A Mal le gustaban los objetos caros, era una de sus contadas flaquezas.

-¿Qué tal está Sarah? -preguntó Quirke. Se dejó caer con pesadez, hasta hallar con el hombro el apoyo de la jamba. Estaba aturdido, y todo cuanto veía parecía titilar y oscilar hacia la izquierda de golpe. Se encontraba en esa fase atribulada de la borrachera, sabedor de que no tenía nada que hacer hasta que empezaran a pasársele los efectos. Mal seguía de espaldas, colocando el expediente en uno de los cajones del alto archivador de metal grisáceo.

-Está bien -dijo Mal-. Estuvimos en una cena en los Caballeros. La mandé a casa en taxi.

-¿En los Caballeros? -dijo Quirke, abriendo mucho los ojos enrojecidos.

Mal le devolvió una mirada impávida, con un destello en los cristales de las gafas.

-En St. Patrick. Como si no lo conocieras.

-Ah -dijo Quirke-. Ya -daba la impresión de que trataba de contener la risa-. De todos modos -dijo-, tú de mí no te preocupes. ¿Qué estabas haciendo tú aquí abajo, entre los difuntos?

Mal adoptó una curiosa manera de mirar con los ojos saltones, al tiempo que alzaba sinuosamente el cuerpo alargado, flaco, como si atendiese a la flauta de un encantador de serpientes. Quirke se quedó pasmado, y no por vez primera, ante el lustre de su cabello, ante la lisura de la frente, ante el azul de acero impecable de sus ojos, tras los cristales blancuzcos de sus lentes.

-Tenía cosas que hacer -dijo Mal-. Una verificación.

-¿De qué se trata?

Mal no respondió. Estudió a Quirke despacio y vio que estaba completamente borracho. Un frío destello de alivio asomó a sus ojos.

-Harías mejor si te fueses a casa -le dijo.

Quirke pensó en rebatirlo, pues el depósito de cadáveres era su territorio, pero de pronto perdió todo interés. Se encogió de hombros y, sin que Mal dejara de mi- rarlo, se dio la vuelta y salió entre las camillas en las que descansaban los cuerpos. A mitad de la sala tropezó y extendió la mano para no perder el equilibrio, pero tan sólo consiguió sujetarse a una mortaja, que se llevó con la mano en un destello de blancura susurrante. Le pasmó la frialdad viscosa del nailon; tenía un tacto humano, como si fuera una cogulla suelta y helada de piel exangöe. El cadáver era el de una mujer joven, delgada, rubia; había sido hermosa, pero la muerte le había robado los rasgos faciales, y, en ese momento, podría haber sido una estatua esculpida en jabón de sastre, primitiva y fofa. Algo, tal vez su instinto de patólogo, le dijo cuál iba a ser el nombre, y lo supo antes
de ver la etiqueta atada al dedo gordo del pie. "Christine Falls -susurró para sí-. Christine cae... Y tanto que has caído: el apellido te sentaba como un guante". Mirándola más a fondo se fijó en que tenía las raíces del cabello oscuras en la línea de la frente y en las sienes: estaba muerta, y ni siquiera era rubia de verdad.

Despertó horas más tarde acurrucado, de costado, con una vaga pero acuciante sensación de desastre inminente. No guardaba memoria de haberse tendido allí, entre los cadáveres. Estaba helado hasta el tuétano de los huesos, y la corbata se le había torcido, de modo que le estaba estrangulando. Se incorporó, carraspeó. ¿Cuánto había bebido, primero en McGonagle y luego en la fiesta del piso de arriba? La puerta de su despacho estaba abierta. ¿Había soñado que allí estuvo Mal? Apoyó los pies en el suelo y se enderezó con cautela. Estaba ido, con la cabeza como vacía, igual que si se hubiera volado limpiamente la tapadera de los sesos. Alzó un brazo y saludó con gravedad a las camillas, al estilo de los antiguos romanos, para salir de la sala con paso acalambrado.

Las paredes del pasillo eran verde mate, y los cobertores de madera que ocultaban los radiadores llevaban muchas manos de pintura de color amarillo bilioso, brillante, glutinosa, más parecida a una papilla incrustada que a una pintura de verdad. Hizo una pausa al pie de la incongruente, amplia y grandiosa escalinata en curva -el edificio había sido en principio un club para los calaveras de la época de la Regencia-, y le sorprendió oír tenues ruidos de juerga que se filtraban desde el quinto piso. Puso el pie en un peldaño y la mano en la barandilla, pero volvió a detenerse. Estudiantes de Medicina, médicos recién titulados, residentes, enfermeras metidas hasta las cachas en la pomada: no, muchas gracias, con lo de antes ya me basta y me sobra; además, los más jóvenes ni siquiera habían visto su llegada con agrado. Siguió por el pasillo. Tuvo una premonición de la resaca que le estaba esperando, mazas y tenacillas prestas a triturarle. En el cuarto del portero de noche, a un lado del doble portón de la entrada principal, sonaba una radio a bajo volumen. Es pecado decir mentiras. Los Ink Spots. Quirke cantó la melodía para sí mismo. En fin, eso era muy cierto.

Cuando salió a los escalones se encontró al portero con su guardapolvos marrón, fumándose un cigarrillo y contemplando un desabrido amanecer más allá de la cúpula de Four Courts. El portero era un individuo menudo y atildado, con gafas y cabello polvorientos, y una nariz afilada cuya punta le temblaba a veces. Por la calle aún a oscuras pasó un coche salpicando.

-Buen día, portero -dijo Quirke.

El portero se rió.

-Ya sabe que no me llamo Portero, señor Quirke -dijo. Su modo de peinarse para atrás un mechón grueso de cabello castaño y seco le daba un aire de suposición permanente y contrariado. De ratoncillo quejumbroso, más que de hombre.

-Es cierto -dijo Quirke-. Usted es el portero pero no se llama Portero -más allá de Four Courts, un nubarrón azul oscuro con aspecto de traer feas intenciones había comenzado a avanzar despacio por el cielo, eclipsando la luz de un sol todavía invisible. Quirke se subió el cuello de la chaqueta, preguntándose vagamente qué habría sido de la gabardina que le parecía haber llevado puesta cuando empezó a darle al frasco muchas horas atrás. ¿Y qué fue de su pitillera?-. ¿Tiene un cigarrillo que pueda darme? -dijo.

El portero sacó una cajetilla.

-Pero no son más que Woodbines, señor Quirke.

Quirke tomó el cigarrillo y se inclinó sobre la llama protegida de su encendedor, saboreando a la vez el breve y flojo regusto a gasolina quemada. Levantó la mirada al cielo e inspiró hondo el humo acre. Qué deliciosa era la primera y abrasadora calada del día a pleno pulmón. La tapa del encendedor hizo un ruido metálico al cerrarla. Tuvo que toser, con un ruido de desgarro en la garganta.

-Joder, portero -dijo con voz estremecida-. ¿Cómo es capaz de fumar estas cosas? Cualquier día lo voy a ver ahí dentro, encima de una losa de mármol. Cuando lo raje de arriba abajo me voy a encontrar con unos pulmones como arenques ahumados.

El portero volvió a reír, con una risa forzada, sin resuello. Quirke bruscamente se alejó caminando. Al bajar las escaleras notó en los nervios de la espalda los ojos de pronto serios con que el tipo lo seguía muy atento. Lo que no llegó a sentir fue la otra mirada melancólica, pendiente de él desde una ventana iluminada cinco plantas más arriba, donde algunas siluetas vagas, festivas, seguían de trajín, bebiendo a pie firme.

Las cortinas calladas que formaba la lluvia de verano daban más grisura a los árboles de Merrion Square. Quirke avivó el paso pegado a la barandilla que cercaba el verdín, como si así pudiera resguardarse, con las solapas de la chaqueta sujetas contra el cuello. Aún era temprano para que aparecieran los funcionarios que trabajaban en los alrededores, y la ancha calzada estaba desierta, sin un solo coche a la vista; de no ser por la lluvia habría sido capaz de avistar sin estorbo todo el camino hasta la iglesia de St. Stephen Peppercanister, que vista desde esa distancia, al fondo de la amplia y deslustrada extensión de Upper Mount Street, siempre le parecía que estuviera un tanto escorada. Entre las chimeneas que se apiñaban en los tejados sólo de algunas salía el humo; el verano casi había terminado, el nuevo frescor del otoño se percibía en el aire. ¿Y quién habría encendido esas chimeneas tan temprano? Oteó las altas ventanas pensando en todas aquellas habitaciones aún en sombra, con personas dentro, despertando y bostezando, preparando el desayuno o bien dándose la vuelta para disfrutar de otra media hora en el grato, húmedo calorcillo de sus camas. Una vez, en otro amanecer de verano, yendo por la calle de modo parecido, había oído tenues gritos de éxtasis de una mujer, que llegaban desde una de aquellas ventanas como si aleteasen hasta la calle. Qué penetrante puñalada de compasión sintió entonces por sí mismo, caminando solo por la calle, antes de que cualquier otra persona hubiera dado comienzo al día; penetrante y dolorosa, pero también placentera, pues en secreto Quirke apreciaba la soledad como un tesoro, como un sello de cierta distinción.

En el portal de la casa flotaba el olor de siempre, que nunca acertaba a identificar, un olor tostado, a humo, un aliento llegado desde la infancia, si es que era la infancia el término idóneo para designar aquella primera década de penuria que él había soportado. Subió las escaleras con el paso de un hombre que asciende al cadalso, los zapatos empapados y rechinantes. Había llegado al primer piso cuando oyó que una puerta se abría en el rellano. Se detuvo y suspiró.

-Terrible escandalera la de anoche -gritó hacia lo alto el señor Poole con aire acusador-. No he pegado ojo. Quirke se dio la vuelta. Poole estaba de perfil, apostado en la puerta entreabierta de su vivienda, ni dentro ni fuera, con su actitud de costumbre, una expresión a un tiempo truculenta y timorata. Era muy madrugador, en el supuesto de que alguna vez durmiese algo. Llevaba un jersey sin mangas y una pajarita, pantalón de mezclilla planchado con raya y unas babuchas grises. Parecía, según pensaba siempre Quirke, el padre de un piloto de aviación
de los que tomaban parte en las películas sobre la batalla de Inglaterra, e incluso, aún mejor, el padre de la novia del piloto.

-Buen día, señor Poole -dijo Quirke con distante cortesía; a menudo, el vecino era fuente de un alivio pasajero, pero el humor de Quirke esa mañana no era el indicado.

En el ojo pálido, de gaviota, con que le miraba Poole, rebrilló un destello de venganza. Tenía una extraña forma de apretar de lado a lado la mandíbula inferior.

-Como lo oye, no hay señal de que la cosa mejore -dijo indignado. El resto de los pisos del inmueble, con la excepción del de Quirke, en la tercera planta, no estaban habitados, a pesar de lo cual Poole se quejaba con asiduidad de haber oído ruidos durante toda la noche-. Tremendo estrépito, a saber en qué andarán.

Quirke asintió.

-Terrible, sí. Yo he salido.

Poole miró al interior, a sus espaldas, y de nuevo miró a Quirke.

-Es la doña la que pone pegas, no yo -dijo, bajando la voz hasta no ser más que un susurro. Toda una novedad. La señora Poole, que rara vez se dejaba ver, era una persona diminuta, con ojos furtivos y asustados. Padecía, y Quirke lo sabía a ciencia cierta, una sordera profunda-. He expresado mis protestas. Espero que se tomen las medidas pertinentes, les dije.

-Bien hecho.

Poole entornó los ojos, receloso de la ironía.

-Veremos -dijo con tono de amenaza-. Ya veremos.

Quirke siguió subiendo las escaleras. Había llegado a la puerta de su piso antes de oír cómo Poole cerraba la suya.

Un aire frío le acogió con hostilidad en el cuarto de estar, donde la lluvia murmuraba contra las dos altas ventanas, reliquias de una época más próspera; sin que importase que el día fuese sombrío, siempre se llenaban de un silencio radiante, que a Quirke le resultaba misteriosamente descorazonador. Abrió la tapa de una caja de plata que encontró en la repisa de la chimenea. Habitualmente la tenía llena de cigarrillos, pero esta vez estaba vacía. Hincó una rodilla en el suelo y no sin dificultad encendió la estufa de gas con la llamita de su mechero. Asqueado, reparó en su gabardina seca, arrojada sobre el respaldo de un sillón, donde había estado en todo momento. Se puso de pie demasiado deprisa y por un instante vio las estrellas. Cuando se le despejó la visión, se encontró frente a una fotografía con marco de carey que había en la repisa: Mal Griffin, Sarah, él mismo a los veinte años, y Delia, su futura esposa, riendo al apuntar con la raqueta hacia la cámara. Los cuatro llevaban calzado blanco para jugar al tenis y caminaban agarrados del brazo bajo el resplandor del sol. Con una leve sorpresa se dio cuenta de que no atinaba a recordar dónde se había tomado la fotografía. Supuso que en Boston, tuvo que ser Boston, aunque ¿habían jugado al tenis en Boston?

Se quitó el traje empapado, se puso un batín de andar por casa y se sentó descalzo ante la estufa de gas. Miró alrededor, la amplitud de la estancia, los altos techos, y sonrió sin alegría; sus libros, sus grabados, su alfombra turca: su vida. En las primeras estribaciones de la cordillera de los cuarenta, era una década más joven que el siglo. Los años cincuenta habían encerrado la promesa de una nueva época de prosperidad y felicidad para todos, pero no estaban siendo como se anunciara. Clavó la mirada en un modelo articulado, de madera, como los que empleaban los artistas; tendría más de un palmo de altura, y se encontraba sobre la mesita del teléfono, junto a la ventana, con las extremidades dispuestas en imitación de un salto. Apartó la mirada y frunció el ceño, pero con un suspiro de contrariedad se puso en pie y fue a modificar la postura de la figura para darle una actitud de abatimiento que concordase mejor con el humor desolado y negro de esa mañana, con su resaca en aumento. Volvió a sentarse en el sillón. Cesó la lluvia y se hizo el silencio, interrumpido sólo por el siseo sibilante de la llama de gas. Tenía los ojos escaldados, como si se los hubiera hervido; los cerró y se estremeció en el momento en que ambos párpados hicieron contacto, dándose el uno al otro, a lo largo del borde inflamado, un beso mínimo, horrible. Vio mentalmente, con toda claridad, el momento de la fotografía: la hierba, la luz del sol, los grandes árboles, el calor, los cuatro caminando al paso, jóvenes y esbeltos y sonrientes. ¿Dónde pudo ser? ¿Dónde? ¿Y quién estaba al otro lado de la cámara?