La carretera
por Cormac McCarthy
13 septiembre, 2007 02:00Leer crítica
Al despertar en el bosque en medio del frío y la oscuridad nocturnos había alargado la mano para tocar al niño que dormía a su lado. Noches más tenebrosas que las tinieblas y cada uno de los días más gris que el día anterior. Como el primer síntoma de un glaucoma frío empañando el mundo. Su mano subía y bajaba al compás de la preciada respiración. Retiró la lona de plástico y se puso de pie envuelto en aquellas prendas y mantas pestilentes y buscó algún atisbo de luz en el este pero no lo había. En el sueño del que acababa de despertar vagaba por una gruta y el niño lo llevaba de la mano. La luz de los dos bailaba en las húmedas paredes de roca caliza. Como peregrinos de fábula engullidos y extraviados en las entrañas de una bestia granítica. Humeros de piedra donde el agua goteaba y cantaba. Tañendo sin tregua en el silencio los minutos de la tierra y sus horas y días y años. Hasta que se hallaban en una enorme estancia de piedra donde había un lago antiguo y negro.Y en la orilla opuesta un ser que levantaba su chorreante boca del gour y miraba hacia la luz con unos ojos tan blancos y ciegos como los huevos de araña. Balanceaba su cabeza a ras de agua como para captar el olor de aquello que no podía ver. Agazapado allí, pálido y desnudo y translúcido, sus huesos de alabastro grabados en sombra en las rocas que tenía detrás. Sus intestinos, su palpitante corazón. El cerebro que latía dentro de una empañada campana de cristal. La criatura movía la cabeza de lado a lado y luego soltaba un gemido grave y daba media vuelta y dando tumbos se alejaba silenciosamente hacia la noche.
Se levantó con la primera luz gris y dejó al chico durmiendo y caminó hasta la carretera y en cuclillas estudió la región que se extendía al sur. árida, silenciosa, infame. Debía de ser el mes de octubre pero no estaba seguro. Hacía años que no usaba calendario. Irían hacia el sur. Aquí era imposible sobrevivir un invierno más.
Cuando hubo clareado lo suficiente observó el valle con los prismáticos. Todo palideciendo hasta sumirse en tinieblas. La suave ceniza barriendo el asfalto en remolinos dispersos. Examinó lo que podía ver. Segmentos de carretera entre los árboles muertos allá abajo. Buscando algo que tuviera color. Algún movimiento. Algún indicio de humo estático. Bajó los prismáticos y se quitó la mascarilla de algodón que cubría su cara y se frotó la nariz con el dorso de la muñeca y luego miró otra vez. Se quedó allí sentado con los gemelos en la mano, viendo cómo la cenicienta luz del día cuajaba sobre el terreno. Solo sabía que el niño era su garantía. Y dijo: Si él no es la palabra de Dios Dios no ha hablado nunca.
Cuando volvió el chico seguía durmiendo. Retiró la lona de plástico azul que lo cubría y la dobló y la llevó al carrito de supermercado y la metió dentro y regresó con los platos y unos copos de avena en su bolsa de plástico y una botella de plástico de sirope. Extendió en el suelo la pequeña lona que les servía de mesa y colocó las cosas y se sacó la pistola del cinturón y la dejó sobre el mantel y luego se quedó mirando cómo dormía el chico. Se había quitado la mascarilla por la noche y estaba sepultada bajo las mantas. Observó al chico y miró entre los árboles hacia la carretera. Ese lugar no era seguro. Ahora que era de día podían verlos desde la carretera. El chico se movió. Luego abrió los ojos. Hola, papá, dijo.
Aquí estoy.
Ya lo sé.
Una hora después estaban en la carretera. él empujaba el carrito y entre los dos cargaban las mochilas. En las mochilas había cosas básicas. Por si tenían que abandonar el carrito y echar a correr. Asegurado al asa del carrito había un retrovisor de motocicleta que él utilizaba para mirar la carretera a sus espaldas. Se subió un poco más la mochila y observó el campo devastado. La carretera estaba desierta. En el pequeño valle la serpiente todavía gris de un río. Inmóvil y precisa. A lo largo de la orilla unos carrizos secos. ¿Estás bien?, dijo. El chico asintió con la cabeza. Luego echaron a andar por el asfalto bajo una luz gris plomo, arrastrando los pies por la ceniza, cada cual el mundo entero para el otro.
Cruzaron el río por un viejo puente de hormigón y varios kilómetros más adelante llegaron a una estación de servicio. Se quedaron observando desde la carretera. Creo que deberíamos ir a ver. Echar una ojeada. La maleza por la que vadearon se convertía en polvo a su paso. Cruzaron el arcén de asfalto quebrado y buscaron el tanque que alimentaba los surtidores. No había tapón y el hombre se acodó en el suelo para olfatear el caño pero el olor a gasolina era solo un rumor, tenue y rancio. Se puso de pie y miró hacia el edificio. Los surtidores con sus mangueras curiosamente todavía en su sitio. Las ventanas intactas. La puerta del taller estaba abierta y el hombre entró. Un armario metálico para herramientas adosado a una pared. Registró los cajones pero allí no había nada que le sirviera. Buenos manguitos de media pulgada. Un destornillador de trinquete. Miró a su alrededor. Un barril metálico lleno de basura. Entró en la oficina. Polvo y ceniza por todas partes. El chico permaneció en el umbral. Una mesa metálica, una caja registradora. Viejos manuales de automóvil, hinchados y empapados. El linóleo estaba sucio y se alabeaba debido a las goteras del techo. Fue hasta la mesa y se quedó allí de pie. Luego cogió el teléfono y marcó el número de la casa de su padre en tiempos pasados. El chico le observó. ¿Qué estás haciendo?, dijo.
Unos trescientos metros carretera abajo se detuvo y volvió la vista atrás. No lo hacemos bien, dijo. Tenemos que volver. Sacó el carrito de la calzada y lo apoyó de costado en un sitio donde no pudiera ser visto y dejaron allí sus mochilas y regresaron a la gasolinera. En el taller sacó a rastras el barril y volcó toda la basura y seleccionó las botellas de aceite de cuarto de litro. Se sentaron en el suelo para recoger los posos de cada una de ellas, dejando las botellas boca abajo de manera que fueran escurriéndose en un cazo hasta que tuvieron casi medio cuarto de aceite para motor. Enroscó el tapón de plástico y limpió la botella con un trapo y la sopesó. Aceite para que su candilejo iluminara los largos crepúsculos grises, los largos amaneceres grises. Así podrás leerme un cuento, dijo el chico. ¿Verdad, papá? Sí, dijo el hombre.
Al otro extremo del valle la carretera atravesaba un arroyo completamente negro. Troncos de árboles calcinados y desprovistos de ramas a ambos lados. La ceniza moviéndose sobre el asfalto y las manecillas f lojas de cable ciego que colgaban de los ennegrecidos postes de luz gimiendo débilmente con el viento. Una casa incendiada en medio de un claro y más allá un tramo de pradera agreste y gris y un banco de lodo rojo donde había unas obras abandonadas. Un poco más lejos vallas publicitarias anunciando moteles. Todo como en otros tiempos solo que descolorido y desgastado por la intemperie. En lo alto del cerro se detuvieron pese al frío y el viento para recuperar el resuello. Miró al chico. Estoy bien, dijo este. El hombre le puso una mano en el hombro y señaló con la cabeza hacia el campo que se abría allá abajo. Cogió los gemelos del carrito y observó la llanura desde la carretera hasta donde las formas de una ciudad destacaban en el gris general como un dibujo al carbón en medio del páramo. Nada que ver. Ninguna columna de humo. ¿Puedo mirar?, dijo el chico. Claro que puedes. El chico se inclinó sobre el carrito y ajustó el enfoque. ¿Qué ves?, dijo el hombre. Nada. Bajó los prismáticos. Está lloviendo. Sí, dijo el hombre. Ya lo sé.
Dejaron el carrito en un barranco cubierto con la lona y subieron la cuesta entre los oscuros postes de árboles todavía en pie hasta donde él había visto un saliente corrido de roca y se sentaron bajo el alero rocoso y vieron cómo las grises cortinas de lluvia batían el valle. Hacía mucho frío. Se acurrucaron el uno junto al otro arropados cada cual en una manta sobre las chaquetas respectivas y al cabo de un rato dejó de llover y solo quedó el gotear en el bosque.
Cuando hubo despejado bajaron hasta el carrito y retiraron la lona y cogieron sus mantas y la cosas que necesitaban para pernoctar. Remontaron de nuevo el cerro e hicieron el campamento en la tierra seca bajo las rocas y el hombre se sentó con los brazos alrededor del chico intentando darle calor. Envueltos en las mantas, viendo cómo la indescriptible oscuridad venía a amortajarlos. El contorno gris de la ciudad desapareció como un fantasma con la llegada de la noche y el hombre encendió la pequeña lámpara y la puso a resguardo del viento. Una vez en la carretera cogió al chico de la mano y subieron la loma hasta donde la carretera alcanzaba su punto más alto y pudieron recorrer con la vista la región que se oscurecía hacia el sur, de pie a merced del viento, envueltos en las mantas, buscando un indicio de fuego o lámpara. No vieron nada. La lámpara que habían dejado en la ladera era poco más que una mota de luz y al cabo de un rato regresaron. Todo demasiado húmedo como para encender una lumbre. Tomaron su mísera cena fría y se acostaron con la lámpara entre ambos. él había traído el libro del chico pero el chico estaba demasiado cansado para leer. ¿Podemos dejar la luz encendida hasta que me duerma?, dijo. Sí, claro que podemos.
Estuvo mucho rato tratando de dormir. Al cabo se dio la vuelta y miró al hombre. Su rostro a la luz de la pequeña lámpara rayado de negro por la lluvia como un actor dramático de la antigöedad. ¿Puedo preguntarte una cosa?, dijo.
Naturalmente.
¿Nos vamos a morir?
Algún día. Pero no ahora.
Y todavía vamos hacia el sur.
Sí.
Para no pasar frío.
Así es.
Vale.
¿Vale qué?
Nada. Solo vale.
Duérmete.
Vale.
Voy a apagar la luz. ¿De acuerdo?
De acuerdo.
Y luego, ya a oscuras: ¿Puedo preguntarte algo?
Naturalmente.
¿Qué harías si yo muriera?
Si tú murieras yo también querría morirme.
¿Para poder estar conmigo?
Sí. Para poder estar contigo.
Vale.
Se quedó escuchando el goteo del agua en el bosque. Lecho rocoso, este. El frío y el silencio. Las cenizas del mundo difunto trajinadas de acá para allá por los crudos y transitorios vientos en el vacío. Llevadas, esparcidas y llevadas de nuevo. Todo desencajado de su apuntalamiento. Sin soporte en el viento cinéreo. Sostenido por una respiración, temblorosa y breve. Ojalá mi corazón fuese de piedra.
Despertó antes del alba y vio despuntar el día gris. Lento y medio opaco. Se levantó mientras el chico dormía y se puso los zapatos y envuelto en la manta caminó entre los árboles.
Bajó a una grieta en la piedra caliza y se agachó para toser y tosió durante mucho rato. Luego permaneció de hinojos en las cenizas. Levantó la cara al pálido día. ¿Estás ahí?, susurró. ¿Te veré por fin? ¿Tienes cuello por el que estrangularte? ¿Tienes corazón? ¿Tienes alma maldito seas eternamente? Oh, Dios, susurró. Oh, Dios.
Cruzaron la ciudad a mediodía del día siguiente. él tenía la pistola a mano sobre la lona doblada que cubría el carrito. Llevaba el chico pegado a él. Casi toda la ciudad estaba quemada.
No había señales de vida. Coches en la calle con una costra de ceniza, todo cubierto de ceniza y polvo. Rastros fósiles en el fango reseco. Un cadáver en un portal, tieso como el cuero. Haciéndole un mohín al día. Se arrimó al chico. Ten presente que las cosas que te metes en la cabeza están ahí para siempre, dijo. Quizá deberías pensar en eso.
Algunas cosas las olvidas, ¿no?
Sí. Olvidas lo que quieres recordar y recuerdas lo que quieres olvidar.
A un kilómetro y medio de la granja de su tío había un lago adonde su tío y él solían ir a por leña en otoño. él se sentaba en la parte de atrás del bote con la mano colgando en el agua helada mientras su tío batía los remos. Los pies del viejo en sus zapatos negros de chaval apuntalados en los apoyos. Su sombrero de paja. Su pipa de mazorca entre los dientes y un hilo de saliva colgando de la cazoleta de la pipa. Se volvió para echar un vistazo a la otra orilla, acunando los remos por sus asideros, sacándose la pipa de la boca para limpiarse el mentón con el dorso de la mano. La orilla estaba flanqueada de abedules que se erguían pálidos como huesos contra un fondo de árboles de hoja perenne. El borde del lago una escollera de retorcidos tocones grises, desgastados por la intemperie, árboles abatidos por un huracán años atrás. Los árboles propiamente dichos habían desaparecido, serrados para leña hacía ya tiempo. Su tío hizo virar el bote y levantó los remos y se dejaron llevar hacia los arenosos bajíos hasta que el espejo de popa arañó la arena. Una perca muerta panza arriba en el agua transparente. Hojas amarillas. Dejaron sus zapatos sobre las tablas pintadas calientes y tiraron del bote hasta la playa y sacaron el ancla al extremo de su soga. Una lata de manteca de cerdo llena de cemento con un cáncamo en el centro. Caminaron por la orilla mientras su tío examinaba los tocones, chupando de su pipa, un rollo de cuerda de abacá al hombro. Eligió un tocón y lo volcaron entre los dos utilizando las raíces para hacer palanca, hasta dejarlo medio flotando en el agua. Los pantalones subidos hasta la rodilla y aun así se les mojaron. Ataron la cuerda a un listón en la popa del bote y cruzaron otra vez el lago, tirando del tocón detrás de ellos. Para entonces ya había anochecido. Solo el repetido vaivén de los remos en sus chumaceras. El lago como un cristal oscuro y ventanas iluminadas aproximándose por la orilla. En algún sitio una radio. Ninguno de los dos había dicho palabra. Así era el día perfecto de su infancia. El molde para días futuros.
Continuaron rumbo al sur durante días y semanas. Solitarios y empecinados. Una inhóspita región montañosa. Casas de aluminio. A veces veían tramos de la interestatal allá abajo entre los árboles desnudos de segunda formación. Frío y más frío cada vez. Pasado el desfiladero se detuvieron y contemplaron el gran golfo que se extendía al sur donde todo estaba quemado hasta donde les alcanzaba la vista, renegridas formas rocosas despuntando entre los bancos de ceniza y oleadas de ceniza elevándose para alejarse sobre la tierra baldía. La senda de un sol opaco moviéndose invisible más allá de las tinieblas.
Vadearon durante días aquel terreno cauterizado. El chico había encontrado unos lápices de colores y pintó unos colmillos en su careta y siguió caminando sin quejarse. Una de las ruedas delanteras del carrito se había torcido. ¿Qué se podía hacer? Nada. Allí donde todo estaba quemado hasta las cenizas era imposible encender una lumbre y las noches eran más largas y oscuras y frías que las que habían encontrado hasta ahora. Un frío como para agrietar las piedras. Como para quitarte la vida. Abrazó al chico que tiritaba y contó cada frágil respiración en medio de la negrura.
Despertó al oír un trueno en la distancia y se incorporó. Una luz débil en derredor, temblorosa y sin origen, refractada en la lluvia de hollín a la deriva. Ajustó la lona para taparlos a los dos y permaneció despierto un buen rato, a la escucha. Si se mojaban no habría fuego con el que calentarse. Si se mojaban lo más probable era que muriesen.
La negrura en la que despertaba aquellas noches era ciega e impenetrable. Una negrura como para que dolieran los oídos de escuchar. Tenía que levantarse con frecuencia. Solo el sonido del viento entre los árboles pelados y ennegrecidos. Se levantó y permaneció tambaleante en aquella helada oscuridad autista con los brazos extendidos para mantener el equilibrio mientras su cerebro se esforzaba en hacer sus cálculos vestibulares.
Una antigua crónica. Buscar la vertical. Ninguna caída salvo precedida por una declinación. Dio varias zancadas grandes hacia el vacío, contándolas para el regreso. Los ojos cerrados, los brazos remando. ¿Vertical respecto a qué? Algo anónimo en la noche, filón o matriz, para lo cual él y las estrellas eran satélites comunes. Como el gran péndulo en su rotonda escribiendo a lo largo del interminable día movimientos de un universo del que se puede decir que nada sabe y sin embargo algo debe de saber.
Cruzar aquella región costrosa y gris les llevó dos días. Más allá la carretera seguía la cresta de un cerro a ambos lados del cual el monte árido descendía. Está nevando, dijo el chico. Miró al cielo. Un solitario copo grisáceo que cayera de un tamiz. Lo atrapó en la palma de su mano y lo vio expirar como la postrera hostia de la cristiandad.
Siguieron penosamente adelante cubiertos con la lona. Los húmedos copos grises bailando y cayendo hasta quedar en nada. Nieve fangosa y gris en las cunetas. Un agua negra corriendo por debajo de los empapados montones de ceniza. No más fuegos de paja en los cerros lejanos. Pensó que los cultos de sangre se habrían consumido unos a otros. Nadie utilizaba esta carretera. Ni policías ni maleantes. Al cabo de un rato llegaron a un taller de auxilio en carretera y se quedaron en el umbral y contemplaron las rachas de aguanieve gris que caían de las montañas.
Reunieron unas cajas viejas e hicieron fuego en el suelo y él buscó unas herramientas y vació el carrito y se sentó a reparar la rueda. Extrajo el tornillo y taladró el collar metálico con un taladro manual e improvisó un manguito nuevo de un trozo de tubería que había cortado con una sierra de arco. Luego lo atornilló todo otra vez y puso el carrito derecho y lo hizo girar. Rodaba bastante bien. El chico se quedó observándolo todo. Por la mañana se pusieron en camino. Una región desolada. Una piel de jabalí claveteada a la puerta de un granero. Raída. El rabo menudo. Dentro del granero tres cuerpos colgando de las vigas, secos y polvorientos entre los tenues rayos de luz sesgada. Ahí podría haber algo, dijo el chico. Podría haber maíz o algo así. Vámonos, dijo el hombre.
Lo que más le preocupaba eran los zapatos. Eso y qué comer. La comida, siempre la comida. En un viejo ahumadero de ladrillo terciado encontraron un jamón colgado de un gancho de carnicería en una esquina alta. Parecía sacado de una tumba, tan reseco y mustio. Hizo unos cortes con el cuchillo. Dentro una carne salada de un rojo intenso. Sabrosa y buena. Esa noche frieron unas lonchas gruesas en la lumbre y luego pusieron a cocer las lonchas a fuego lento con una lata de alubias. Más tarde el hombre se despertó a oscuras creyendo oír bramidos de ranas toro por la parte de las lomas. Luego el viento cambió de dirección y solo hubo silencio.
En sueños su pálida novia iba hacia él desde una verde bóveda de ramas. Sus pezones como de marga y sus costillas pintadas de blanco. Llevaba un vestido de gasa y sus cabellos oscuros estaban recogidos con peinetas de marfil, peinetas de concha. Su sonrisa, su mirada baja. Por la mañana volvía a nevar. Cuentas de hielo gris en ristra sobre los cables de electricidad.
Desconfiaba de todo eso. Decía que los sueños correctos para un hombre en peligro eran sueños de peligro y que lo demás era solo la llamada de la languidez y de la muerte. Dormía poco y dormía mal. Soñó que despertaba en un bosque florido con pájaros volando frente a él y el niño y el cielo era de un azul dolorido pero él ya estaba aprendiendo a despertarse de esos mundos de sirena. Tumbado en la oscuridad con un leve y extraño sabor a melocotón de un huerto fantasma en la boca. Pensó que si vivía lo suficiente el mundo se perdería por fin del todo. Como el agonizante mundo que habitan los ciegos nuevos, todo él disolviéndose lentamente de la memoria.
De las fantasías diurnas en la carretera no había modo de despertar. Siguió caminando pesadamente. Lo recordaba todo de ella salvo su olor. Sentado en un teatro con ella al lado inclinada al frente escuchando la música. Volutas y apliques dorados y los pliegues del telón como columnas a cada lado del escenario.
Ella le tenía la mano cogida sobre el regazo y él notaba la parte superior de sus medias a través de la fina tela de su vestido de verano. Congela este fotograma. Ahora maldice tu oscuridad y tu frío y fastídiate.
Encontró dos escobas viejas e improvisó unas barrederas que ató con alambre al carrito para despejar de obstáculos la carretera al paso de las ruedas y luego montó al chico en la cesta y se subió a la barra trasera como un musher en su trineo y partieron cuesta abajo, guiando el carrito en las curvas con sus cuerpos como los corredores de bobsleigh. Era la primera vez que veía sonreír al chico en mucho tiempo.
En lo alto de la colina había una curva y un ramal en la carretera. Una vieja pista que se adentraba en el bosque. Abandonaron la carretera y fueron a sentarse a un banco y contemplaron el valle que se perdía a lo lejos en la niebla arenosa. Allá abajo un lago. Frío y pesado y gris en la escobillada cuenca de la campiña.
¿Qué es eso, papá?
Una presa.
¿Para qué sirve?
Así se formó el lago. Antes de que construyeran la presa ahí abajo solo había un río. La presa utilizaba el agua que pasaba por ella para hacer girar unos ventiladores grandes llamados turbinas que generaban electricidad.
Para tener luz.
Sí. Para tener luz.
¿Podemos bajar a ver?
Me parece que está demasiado lejos.
¿La presa seguirá ahí mucho tiempo?
Eso creo. Está hecha de hormigón. Probablemente aguantará centenares de años. Miles, incluso.
¿Crees que podría haber peces en el lago?
No. En el lago no hay nada.
Mucho tiempo atrás en algún lugar cerca de aquí había visto un halcón abatirse por la larga pared azul de la montaña y romper con la quilla de su esternón la grulla que iba en el centro exacto de un bando y llevársela al río toda hecha un guiñapo y arrastrando su plumaje suelto y descuidado por el quieto aire otoñal.
El aire granuloso. Su sabor siempre en la boca. Permanecieron bajo la lluvia como animales de corral. Luego siguieron adelante sosteniendo la lona encima de ellos para protegerse de la llovizna. Tenían los pies mojados y fríos y sus zapatos estaban hechos una pena. En las pendientes viejos cultivos muertos y achatados. Los estériles árboles a lo largo de la cresta severos y negros bajo la lluvia.
Y los sueños tan llenos de color. ¿Cómo si no te reclamaba la muerte? Al despertar en el frío amanecer todo se volvía ceniza al instante. Como ciertos frescos antiguos sepultados durante siglos y expuestos de repente a la luz del día.
El tiempo despejó y el frío y llegaron por fin al amplio valle f luvial, las apedazadas tierras de labranza visibles todavía, todo muerto hasta las raíces en los áridos terrenos de aluvión. Se afanaron por el asfalto. Casas altas de madera. Tejados laminados a máquina. En un campo un granero de troncos con un anuncio en descoloridas letras de tres metros ocupando toda la vertiente del tejado. Visite Rock City.
Los setos a ambos lados de la carretera no eran sino hileras de zarzas negras y retorcidas. Ninguna señal de vida. Dejó al chico sosteniendo la pistola mientras él subía unos viejos escalones de piedra caliza y recorría el porche de la casa haciendo visera y mirando por las ventanas. Entró por la cocina. Basura en el suelo, periódicos atrasados. Porcelana en un chinero, tazas colgando de sus ganchitos. Atravesó el pasillo y se detuvo en el umbral de la sala. Había un viejo órgano de fuelle en el rincón. Un televisor. Muebles baratos tapizados además de un viejo chiffonnier de cerezo hecho a mano. Subió la escalera y entró en los dormitorios. Todo cubierto de ceniza. Un cuarto de niño con un perro de peluche en el alféizar mirando al jardín. Registró los armarios. Deshizo las camas y cogió dos buenas mantas de lana y volvió a bajar. En la despensa había tres tarros de conserva de tomate casera. Sopló el polvo de las tapas y las examinó. Alguien antes que él no se había fiado y al final tampoco él se fió y salió de la casa con las mantas al hombro y partieron de nuevo por la carretera.
A las afueras de la ciudad llegaron a un supermercado. Varios coches viejos en un aparcamiento sembrado de desperdicios. Dejaron allí el carrito y recorrieron los sucios pasillos. En la sección de alimentación encontraron en el fondo de los cajones unas cuantas judías verdes y lo que parecían haber sido albaricoques, convertidos desde hacía tiempo en arrugadas efigies de sí mismos. El chico le seguía. Salieron por la puerta de atrás de la tienda. En el callejón unos cuantos carritos, todos muy oxidados. Volvieron a pasar por la tienda buscando otro carrito pero no había ninguno más. Junto a la puerta había dos máquinas de refrescos que alguien había volcado y abierto con una palanca. Monedas esparcidas por la ceniza del suelo. Se sentó y paseó la mano por las tripas de las máquinas y en la segunda palpó un cilindro frío de metal. Retiró lentamente la mano y vio que era una Coca-Cola.
¿Qué es, papá?
Una chuchería. Para ti.
¿Qué es?
Ven. Siéntate.
Aflojó las correas de la mochila del chico y dejó la mochila en el suelo detrás de él y metió la uña del pulgar bajo el gancho de aluminio en la parte superior de la lata y la abrió. Acercó la nariz al discreto burbujeo que salía de la lata y luego se la pasó al chico. Toma, dijo.
El chico cogió la lata. Tiene burbujas, dijo.
Bebe.
El chico miró a su padre y luego inclinó la lata para beber. Se quedó allí sentado pensando en ello. Está muy rico, dijo.
Así es.
Toma un poco, papá.
Quiero que te la bebas tú.
Solo un poco.
Cogió la lata y dio un sorbo y se la devolvió. Bebe tú, dijo. Quedémonos aquí sentados un rato.
Es porque nunca más volveré a beber otra, ¿verdad?
Nunca más es mucho tiempo.
Vale, dijo el chico.
Al atardecer del día siguiente estaban en la ciudad. Las largas curvas de los intercambiadores de la interestatal como las ruinas de una enorme casa del terror contra el fondo tenebroso. Llevaba el revólver metido por la parte delantera del cinturón y la parka con su cremallera bajada. Por todas partes muertos momificados. La carne rajada a lo largo del hueso, los ligamentos tirantes como alambres de tan secos como estaban. Marchitos y ojerosos como modernos habitantes de los pantanos, las caras de sábana hervida, las amarillentas empalizadas de sus dientes. Descalzos hasta el último de ellos como peregrinos de baja extracción pues hacía tiempo que les habían robado a todos sus zapatos.
Siguieron adelante. No dejaba de vigilar a su espalda por el retrovisor. Lo único que se movía en la calle era la ceniza que el viento levantaba. Cruzaron el alto puente de hormigón sobre el río. Debajo un amarradero. Pequeñas embarcaciones de placer semihundidas en el agua gris. Río abajo chimeneas altas que el hollín volvía borrosas.
Al día siguiente en un recodo varios kilómetros al sur de la ciudad y medio perdida entre los zarzales muertos llegaron a una vieja casa de madera con chimeneas y aleros y una pared de piedra. El hombre se detuvo. Luego empujó el carrito hacia el camino particular.
¿Qué sitio es este, papá?
La casa donde yo crecí.
El chico se quedó allí mirando. La mayoría de las tablas de madera habían desaparecido de las paredes inferiores para servir de leña, dejando al descubierto las tachuelas y el material aislante. La mosquitera podrida del porche de atrás estaba tirada en la terraza de cemento.
¿Vamos a entrar?
¿Y por qué no?
Tengo miedo.
¿No quieres ver dónde vivía yo?
No.
Estate tranquilo.
Podría haber alguien dentro.
No lo creo.
¿Y si resulta que sí?
Levantó la vista hacia el alero de su antigua habitación. Luego miró al chico. ¿Quieres esperar aquí?
No. Siempre dices lo mismo.
Lo siento.
Ya lo sé. Pero siempre lo dices.
Dejaron las mochilas en la terraza y caminaron por el porche apartando basura a puntapiés y entraron en la cocina. El chico no se soltó de su mano. Todo estaba casi como él lo recordaba. Las habitaciones vacías. En el cuartito contiguo al comedor había un camastro de hierro sin colchón, una mesa plegable metálica. En el pequeño hogar la misma parrilla de hierro colado. De las paredes faltaba la chapa de pino y solo se veían los listones de enrasar. Permaneció allí de pie. Tocó con el pulgar los agujeros de chincheta en la madera pintada de la repisa allí donde cuarenta años atrás habían colgado calcetines. Cuando yo era pequeño celebrábamos la Navidad aquí. Se dio la vuelta y contempló el patio arruinado. Una maraña de lilas muertas. La forma de un seto. En las frías noches de invierno cuando se iba la luz por una tormenta nos sentábamos aquí, mis hermanas y yo, delante del fuego y hacíamos los deberes. El chico le observó. Y observó figuras que lo reclamaban pero que él no podía ver. Papá, deberíamos irnos, dijo. Sí, dijo el hombre. Pero se quedó quieto.
Pasaron por el comedor donde los ladrillos refractarios del hogar eran tan amarillos como el día en que lo construyeron porque su madre no soportaba ver que se ennegrecieran. El suelo estaba alabeado debido a la lluvia. En el salón una pila de huesos de un pequeño animal descoyuntado. Posiblemente un gato. Un vasito de cristal junto a la puerta. El chico le agarró la mano. Subieron la escalera y torcieron hacia el pasillo. Pequeños conos de yeso húmedo erguidos en el suelo. Los listones del techo a la vista. Se detuvo en el umbral de su habitación. Un pequeño espacio bajo el alero. Aquí es donde yo dormía. Mi cama estaba contra esa pared. En las noches contadas por millares soñar los sueños de la imaginación de un niño, mundos ricos o temibles según se presentaran pero nunca el que iba a ser. Abrió la puerta del armario casi esperando encontrar las cosas de su infancia. La luz diurna cruda y fría colándose por el tejado. Gris como su corazón.
Deberíamos irnos, papá. ¿Podemos irnos?
Sí. Claro que podemos.
Estoy asustado.
Lo sé. Perdona.
Tengo miedo.
Tranquilo. No deberíamos haber venido.
Tres noches más tarde en las estribaciones de las montañas orientales se despertó a oscuras al oír algo que se acercaba. Permaneció con las manos a los costados. El suelo estaba temblando. La cosa venía hacia ellos.
¿Papá?, dijo el chico. ¿Papá?
Chsss… No pasa nada.
¿Qué es, papá?
Cada vez sonaba más cerca. Todo temblaba. Después pasó por debajo de ellos como un tren subterráneo y se retiró hacia la noche y desapareció. El chico se abrazó a él llorando, la cabeza sepultada en su pecho. Chsss… Tranquilo.
Tengo mucho miedo.
Lo sé. Tranquilo. Ya pasó.
¿Qué era, papá?
Era un terremoto. Ya ha pasado. Estamos a salvo. Chsss…