Image: La Casa de los Encuentros

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Letras

La Casa de los Encuentros

Martin Amis

7 febrero, 2008 01:00

Prisioneros del Gulag de Molotovo (Severodvinsk), 1946

Traducción de Jesús Zulaika. Anagrama. Barcelona, 2007. 264 páginas, 17 euros

Ian McEwan salía hace poco en defensa de su amigo y colega novelista Martin Amis (Oxford, 1949), quien era acusado de racista y de anti musulmán. Graves cargos lanzados contra él por el profesor de teoría literaria Terry Eagleton y coreados por el novelista Ronan Bennett. McEwan dijo entonces algo que merece ser repetido: Amis posee el don de tener una conciencia individual y ejerce el privilegio de la libertad. Estas características definen, en mi opinión, tanto el trabajo de Martin Amis, del propio McEwan, de Julian Barnes o el de su también contemporáneo Salman Rushdie. Ellos han sabido equilibrar, casi me atrevería a decir que devolverle a la narrativa inglesa el equilibrio entre la riqueza estilística y la visión del mundo elaborada por una conciencia humana privilegiada, extraviado en la novela (post) moderna. Al leer sus ficciones nuestra sensibilidad experimenta que el placentero ritmo verbal, empedrado de sorpresas léxicas y sintácticas, donde a diferencia de cuando asistimos a un concierto sinfónico, las ideas sustituyen a la sugerencia sonora producida por los instrumentos musicales.

Las acusaciones de Eagleton, Bennett y otros fueron emitidas a raíz de las declaraciones hechas por Amis en una entrevista concedida tras la aparición de su última novedad ensayística, El segundo avión (2008), aún no publicada en español. Se recogen allí artículos de Prensa críticos del fundamentalismo islámico y que defienden el derecho y la obligación de Occidente de mantener sus principios culturales, a los que considera en peligro desde el 11-S. Hace pleno uso en los textos de la libertad de expresión mencionada por McEwan, que los ex comunistas como Eagleton tienen dificultades en valorar. La etiqueta de Blitcom (British Literary Neocom) con la que quieren demonizar a McEwan y a Amis afortunadamente no acaba de pegárseles.

Esta excelente novela supone una profunda reflexión de una conciencia validada por hechos históricos probados, y que se inserta en la rica tradición de auscultar los repliegues del ser humano que encontramos en los textos de escritores rusos, como Andreiev, Dostoyeski, Tolstoi, y mucho más cerca de nosotros, Victor Serge, el novelista que mejor representó el engendro ideológico del comunismo en la época soviética (El caso Tuláyev). También pertenece al género de ficciones que guardan la memoria de los millones de vidas perdidas por causa del autoritarismo, cuyos últimos ramalazos aún afectan a los ciudadanos de la actual Rusia. Curiosamente, en La Casa de los Encuentros, Martin Amis azotará, donde más duele a un intelectual británico, el orgullo ideológico, a los defensores desde posiciones doctrinarias de la humanidad bruta y asesina de Stalin.

Eagleton y Amis son colegas en la Universidad de Manchester, así que quizás el deseo del teórico de silenciar al contrincante, tan habitual en la política, se trasladó por un momento al ámbito académico. Por otro lado, Amis tiene un reconocido talento para personalizar los conflictos y hostigar a los amigos, desde Julian Barnes a Christopleher Hitchens; a este último le denigró su fase izquierdista en Koba el temible (2002), donde trata de los asuntos que constituyen el trasfondo de la presente ficción, los crímenes cometidos por Stalin y sus secuaces.

El narrador de esta novela, como ocurre en varias otras del autor, por ejemplo con John Self en Dinero (1984), cuenta desde una posición privilegiada y sabe mucho más de lo que competería a una persona en la misma situación. Además de ser el protagonista y quien relata la historia novelesca, actúa con frecuencia de portavoz de las ideas e información acumulada por el propio autor sobre los temas tratados. Por encima, el narrador protagonista es un ruso, soldado durante la segunda guerra mundial en la zona este de Alemania, y al que no le fueron ajenos ni el pillaje ni la violación. Vivió en la posguerra en Moscú, hasta que lo enviaron al gulag, a un campo de internamiento. Finalmente liberado, retomará su vida en Rusia consiguiendo ganarse la vida y comprar un certificado de reinserción social. Terminará labrándose una próspera existencia en Estados Unidos.

El ámbito social del narrador, actor y testigo de la historia reciente, permite al autor ofrecer una visión compacta de la vida en la Rusia del siglo XX, desde la época de Stalin a la presente de Putin. Tales circunstancias adquieren una dimensión más personal en el relato ficticio propiamente dicho, los sucesos novelescos, inventados.

El personaje que cuenta La Casa de los Encuentros tiene un hermano menor, Lev, un idealista, un poeta, mientras él, unos años mayor, resulta un sobreviviente nato. Ningún remordimiento le frena; llega incluso a asesinar a otros compañeros de prisión. Ambos hermanos están enamorados de Zoya, una belleza judía, cuya fisonomía recuerda el mapa de las Américas, siendo la parte baja el Brasil y la cintura Panamá. Ella elige a Lev, con quien se casa justo cuando éste es detenido y enviado al campo de internamiento estalinista. Allí se reúne con el hermano mayor y, gracias a su protección, sobrevivirá las penalidades. El amor hacia Zoya une a los hermanos en un triángulo amoroso sobre el que se monta un tercer núcleo novelesco. El título de la novela alude a un lugar en el campo de internamiento donde permitían a los prisioneros recibir visitas conyugales. Zoya acudirá a uno de esos encuentros. El narrador, el hermano mayor, siente una enorme desazón porque su hermano se niega a decirle si los vejámenes experimentados en el campo le impidieron hacer el amor a la esposa. Sólo al final, una carta de Lev despejará tal incógnita.

La novela entera viene contada por el narrador, ya anciano y de vuelta en Rusia, donde, según dice, resulta fácil encontrar una mano que te ayude a morir. Relata su vida a Venus, una hijastra, que vive en Estados Unidos y que actúa de espejo de su conciencia. El prolongado periplo permite al narrador proyectar en su texto la Rusia del gulag y la sombra que proyecta sobre el presente.

Esos tres círculos narrativos, el histórico, la historia novelesca del amor de los hermano por Zoya y el relato central del narrador en que se anclan los otros dos, constituyen un texto condensado, que en poco más de 200 páginas consigue trasmitir una imagen del hombre en la peor de las luces, con unos cuantos claros, ofrecidos gracias a Lev y su conducta. El narrador narra, a fin de cuentas, la historia sangrienta de la Rusia soviética, filtrada por un hombre que transige con todo, con la mentira, con la traición, con la violencia, que es víctima del sistema y a la vez él mismo un verdugo. Acaba representando un personaje cuyas entrañas parecen carecer de los frenos habituales que la moral ofrece, porque precisamente el estalinismo robó a los rusos la capacidad de actuación moral, produciendo un costo humano extraordinario.

Koba el terrible, que precedió a La Casa de los Encuentros en el tratamiento de la era de Stalin, padecía de desorden en las ideas, de falta de dirección. Los reproches se comían el texto. En cambio, el relato presente evidencia una meta clara; en los agradecimientos finales aprendemos que Janusz Bardach, un sobreviviente del gulag con quien Amis se carteó, le sirvió de lazo humano con los internados y actuó de fantasma que presidía su escritura, ayudándole a convertir en verdad de conciencia los crueles hechos del internamiento.

Y termino: parece que hay dos tipos de moral que intentan ganar la partida en el mundo actual, una la ideológica, la de Terry Eagleton, basada en reglas, en principios, y otra en el perpetuo bucear en las convicciones propias, buscando un camino. La primera suele carecer de flexibilidad, la segunda sirve para despertar la conciencia humana. Ambos recorren un mismo camino, los violentos siglos XX y XXI, en direcciones opuestas…

Martin Amis

Clases de literatura creativa a 4.000 euros la hora

Hijo del también escritor británico Kingsley Amis, Martin estudió en la Universidad de Oxford, donde se licenció en 1971, ejerció como crítico literario en periódicos como el London Observer, The Times y el New Statesman y en 1973 publicó su primera obra, El libro de Rachel, ganadora del premio Somerset Maugham -que había obtenido su padre en 1954 por su también opera prima Lucky Jim-. En la actualidad imparte clases de Literatura creativa en la Universidad de Manchester a 4.000 euros la hora -como se supo, no sin polémica, hace dos semanas- y es considerado uno de los más importantes narradores de una generación en la que también se ha situado a Houellebecq o Paul Auster. Entre sus obras destacan Niños muertos (1975), Dinero (1984), La flecha del tiempo (1991), La información (1995), Tren Nocturno (1997), Experiencia (2000), Koba el temible (2002) y Perro Callejero (2003).