Aquella primera Feria
Juan Manuel de Prada.
Quien lo probó lo sabe: la vida puede ser eterna en una caseta de la Feria del Libro de Madrid, sobre todo para el autor novedizo, huérfano de firmas y lectores... Javier Tomeo, Juan Manuel de Prada, Marta Sanz, Jordi Soler y Ricardo Menéndez Salmón narran hoy para El Cultural esa primera vez en la Feria, entre ficciones y desplantes.
Durante años, había aguardado con anticipado deleite las firmas en la feria del Retiro, pues pensaba que allí habría de encontrarse con el arquetipo del lector deseado: ese lector que comulgara con él plenamente, ese lector que halla en nuestros libros una prolongación natural de sus propias preocupaciones, ese lector al que podemos designar arrebatadamente como un "alma gemela". Año tras año, esperó ilusionado la aparición de ese lector platónico; y la ilusión de verlo aparecer mitigaba el desaliento, la íntima desolación que le producía la espera.
Hasta que un día ese lector platónico apareció. Era, además, lectora; y era tal como la había soñado: flaca, rubia, un poco desvaída, como el bosquejo de un pintor prerrafaelista. Hablaba copiosamente, pero lo hacía de un modo tan delicado que confundió el eco de su voz con el gustoso zumbar de las abejas. Poco a poco, mientras proseguía la conversación, descubrió con deslumbramiento e incredulidad que aquella lectora cultivaba sus mismas aficiones, que compartía sus mismos gustos y preferencias, que postulaba la misma concepción del mundo que él postulaba en sus libros. Y descubrió, en fin, que había leído todos sus libros, uno tras otro, los había leído y releído hasta casi sabérselos de memoria.
-¿En serio? -balbució, incapaz de asimilar tanta dicha-. ¿Y cuál es tu predilecto?
-Todos -le respondió ella.
Y, a continuación, enumeró el repertorio de sus títulos. Y todos eran títulos de otro escritor; el escritor, por cierto, que más odiaba, el que siempre se le había antojado más cursi y abominable, el que le provocaba náuseas cada vez que alguien invocaba su nombre. Aunque, como alguna vez le habían sugerido, compartía con él ciertos rasgos fisonómicos.
-Ya veo -murmuró, hecho añicos.
Y ya nunca volvió a firmar libros en la feria del Retiro. Aunque, a veces, en sus noches de íntima desolación, desease ser ese escritor cursi y abominable que le arrebató a su lectora platónica. Pero, al desearlo, sentía crecer una náusea.
La Conexión. Jordi Soler
He estado dos veces en la feria de Madrid, la primera para hablar sobre una exótica antología de cuentos angoleños, y la otra para presentar una de mis novelas. Antes de llegar a la carpa que me correspondía, como esos actos me ponen siempre un poco nervioso, recalé en un chiringuito con el proyecto de generar un poco de paz interior, a partir de un par de whiskies y de la lectura del libro que llevaba en el bolsillo de la americana: Las hojas de hipnos, de René Char. El hombre que atendía el negocio miraba un partido de fútbol en la televisión, uno de esos juegos que repiten a deshoras en los canales deportivos y que, esa tarde, llenaba el chiringuito con la voz parca del locutor y el esporádico griterío de la tribuna. A medida que me iba adentrando en la lectura, y en el whisky, comencé a notar que en cuanto leía una línea poderosa, por ejemplo, "entre la realidad y su informe está tu vida", salía una ruidosa ovación de la tribuna. La situación era absurda pero, cinco minutos más tarde, empezaba a quedarme claro que había una conexión entre las líneas que leía y las ovaciones que salían del televisor, y a tal grado llegó mi compenetración con el fenómeno que, diez minutos después, ya me había puesto a provocar las ovaciones en ese estadio remoto; recuerdo una especialmente sentida, que llegó después de un momento de calma chicha en la gradería, sobrevino como un chubasco en cuanto terminé de leer: "la lucidez es la herida más próxima al sol". Como no podía ser de otra manera, el final del capítulo coincidió con el silbatazo final. Bebí de un trago lo que quedaba en el vaso y caminé rumbo a la carpa, gozando de una oscura satisfacción.
Plegaria bajo el aguacero. Ricardo Menéndez Salmón
Mi primera Feria del Libro transcurrió bajo una lluvia constante y pertinaz, un aguacero más propio de mi rincón del mundo gijonés que de las primaveras que la capital promete en novelas deslumbrantes como Romanticismo de Manuel Longares. Ni rastro de cielos velazqueños; aquello más bien parecía un decorado atlántico con nuberos emboscados entre el arbolado. Tanta fue la violencia del chaparrón que Elena Ramírez, editora de Seix Barral, y un servidor acabamos compartiendo casetas y fogones, cierto, aunque también un nada desdeñable resfriado.
Entre esa cortina de agua recuerdo, con el placer de la inocencia y un perverso regocijo, la olímpica indiferencia de Fernando Sánchez Dragó, a cuyo lado estuve firmando una hora sin merecer un "buenas tardes", de donde colegí que la búsqueda del Om hinduista acaso esté reñida con la más pedestre educación, ese viejo resabio de los decadentes hijos de Atenas, y, más tarde, el no menos acusado desinterés de Espido Freire, momento en el que empecé a preocuparme, no estuviera convirtiéndome en el hombre desenfocado de Desmontando a Harry o en una entidad transparente a la urbanidad de mis colegas. Semejante temor, para mi consuelo, se convirtió en fantasma cuando pude estrechar la mano de Juan Eduardo Zúñiga, maestro del idioma, constatar la amabilidad y cariño de Jorge Volpi, aunque fuera por persona interpuesta, y poner rostro, voz y gesto a Isaac Rosa, compañero de generación y de sello.
Viajé a aquel Madrid del 2007 con un sastre llamado Kurt metido a soldado bajo el brazo y la convicción de que la literatura más necesaria es la menos complaciente. Y aunque constaté que en el feriado los tipos como mi héroe no convocan multitudes, descubrí también que no existe nada más placentero que un lector hasta ese día ignorado que se acerca con tu libro tendido como una plegaria bajo el aguacero.
Recuerdos. Javier Tomeo
No suelo acudir a la Feria de Madrid. A pesar de los aviones y del AVE, Barcelona, ciudad en la que venturosamente resido, continúa quedando demasiado lejos de la capital del Estado. Puede que, a pesar de todos los pesares, continúe siendo para más de cuatro un "escritor de provincias·, apelativo que acuñó hace ya bastantes años el escritor catalán y amigo Julio Manegat, al que tanto debe mi condición de "animal de pluma". Hace ya mucho años, sin embargo, estuve en la magna Feria y mientras avanzaba bajo un sol de justicia hacia mi caseta por el Paseo de Coches, me encontré de frente con Montserrat Roig, la novelista catalana prematuramente desaparecida. Poco antes, junto con Guelbenzu, Benet y Pombo, viajamos juntos por Alemania. Montserrat acababa de leer una de mis novelas y me dijo que le había parecido original que su protagonista empezase a morirse por los pies, como le ocurrió precisamente a Sócrates después de tomar la terrible cicuta.
No puedo decir en estos momento qué novela era ésa y cual de mis personajes moría de de modo, pero éso es ahora lo que menos importa. Lo que sí recuerdo es que encontré a Montserrat más hermosa que nunca y pensé que el sol de Castilla le sentaba admirablemente.
De repente, un extraño. Marta Sanz
La primera vez que firmé en la feria fue en 1995. Se lo dije a mis padres. A mis tíos, tías, primos y primas. A mis amigos y amigas: El sábado firmo de 6 a 8.
Se lo dije a mis alumnos: " El sábado firmo de 6 a 8. Si no venís, estáis suspendidos". Nos reí- mos mucho: sería una broma. Se lo dije a mis jefas y a mis compañeras: "Allí nos veremos". Se lo dije a otros escritores y escritoras que contestaron: "Nosotros también". Y se alejaron contentos de conocerse y conocerme. Algunos me miraron con lástima: "Suerte".
Pedí a los receptores de mi mensaje que se lo hicieran saber a sus a-llegados, a sus camareros y a sus amores imposibles.
Formamos una cadena de amor, y el sábado no paré de firmar. No suspendí a los alumnos que no acudieron: les bajé la nota. No me enfadé con los que no se presentaron. Sin embargo, era impensable que alguien tuviese algo más importante que hacer ese día y, a partir de ese momento, dispensé a los no comparecientes un trato más frío. A los dos años se repitió la operación. Y a los dos años, aunque esta vez las llamadas fueron sustituidas por los correos electrónicos rematados por un "Me encantaría que vinieras." A las 8.10, mi marido invita a los asistentes a unas cañas en el Retiro. Pronto volveremos a jugar al mismo juego. Vendrá mi marido. Mis padres. Amigos. Cada vez más hartos, arrastrando los pies. Repito las palabras con que garabateo las portadas: mis sentimientos no cambian mucho de un año para otro. Cruzo los dedos: a lo mejor esta vez a la caseta se acerca un extraño y no sé qué escribirle como dedicatoria.
Recuerdos. Javier Tomeo
No suelo acudir a la Feria de Madrid. A pesar de los aviones y del AVE, Barcelona, ciudad en la que venturosamente resido, continúa quedando demasiado lejos de la capital del Estado. Puede que, a pesar de todos los pesares, continúe siendo para más de cuatro un "escritor de provincias·, apelativo que acuñó hace ya bastantes años el escritor catalán y amigo Julio Manegat, al que tanto debe mi condición de "animal de pluma".
Hace ya mucho años, sin embargo, estuve en la magna Feria y mientras avanzaba bajo un sol de justicia hacia mi caseta por el Paseo de Coches, me encontré de frente con Montserrat Roig, la novelista catalana prematuramente desaparecida. Poco antes, junto con Guelbenzu, Benet y Pombo, viajamos juntos por Alemania. Montserrat acababa de leer una de mis novelas y me dijo que le había parecido original que su protagonista empezase a morirse por los pies, como le ocurrió precisamente a Sócrates después de tomar la terrible cicuta.
No puedo decir en estos momento qué novela era ésa y cual de mis personajes moría de de modo, pero éso es ahora lo que menos importa. Lo que sí recuerdo es que encontré a Montserrat más hermosa que nunca y pensé que el sol de Castilla le sentaba admirablemente.