Image: Ruido de fondo

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Letras

Así empieza 'Ruido de fondo' de David Gistau

5 junio, 2008 02:00

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... pero no todo ha sido una fiesta del fútbol en este histórico triunfo del Real Madrid. Los descerebrados de siempre han ensuciado la jornada con un protagonismo trágico que supera sus propias marcas de salvajismo. Un portavoz de la Gendarmería acaba de confirmar la muerte por herida de arma blanca de un hincha del Bayern de Munich en las horas previas al partido. El suceso, del que esperamos poder ofrecerles más información en un boletín próximo, habría tenido lugar en un bar del Barrio Latino en el que la mala suerte quiso que coincidieran elementos radicales de ambos equipos. Según testigos presenciales con los que ha tenido ocasión de hablar nuestro enviado especial a París, los ultras españoles, apenas tres o cuatro, tocado uno de ellos con una montera y exhibiendo todos tatuajes y estética skin, habrían increpado a un grupo de alemanes que ocupaba la terraza del bar Le Brigand y profería cánticos con evidentes síntomas de ebriedad. La pelea se habría desatado al responder los aficionados muniqueses a los insultos con lanzamientos de vasos y sillas. Aparte del fallecido, hay cuatro heridos de carácter leve, entre los cuales se cuenta una niña de apenas siete años que fue arrollada por los transeúntes que huían de la reyerta. La policía francesa, en colaboración con los efectivos españoles enviados por Madrid para coordinar el dispositivo de seguridad de la final, aseguran disponer de al menos una identificación confirmada. Se esperan, por tanto, detenciones en las próximas horas. El presidente del Real Madrid, Florentino Pérez, y la UEFA, ya han emitido sendos comunicados de condolencia. Por respeto y duelo, han sido suspendidas las celebraciones en la plaza de Cibeles, adonde esta noche no acudirá la plantilla madridista como suele hacerlo para ofrecer a su afición los títulos conseguidos. La embajada española en París recomienda precaución a los ciudadanos españoles que todavía no hayan abandonado la capital gala porque se ha tenido noticia de que algunos grupúsculos de radicales alemanes pretenderían salir por las calles de cacería en venganza. En este sentido, el alcalde de París, Bertrand Delanoë, ha hecho un llamamiento para que reinen la cordura y el espíritu de fraternidad europea y para que nadie se tome la justicia por su mano ni intervenga en un asunto cuya resolución compete a las fuerzas de seguridad.Por su parte, y en representación de la plantilla, uno de sus capitanes, el brasileño Roberto Carlos, ha declarado que la violencia es el cáncer del fútbol y que de buena gana los jugadores renunciarían a esta décima copa de Europa si con ello pudieran devolver la vida al aficionado fallecido. El cuer po de Matthias Wertog, un camionero de 39 años,
natural de la ciudad bávara de Eichstätt, que deja viuda y dos hijos de corta edad, ha sido ya reconocido por uno de sus acompañantes en la pelea, contra el que no hay cargos, y aguarda en la morgue del hospital Val de Grace a que las autoridades francesas gestionen su traslado a Alemania. Ampliaremos esta información en los boletines, cada hora, y a medianoche en el informativo Hora Límite con Arturo Sánchez. El tiempo. Subirán las temperaturas en la mitad sur de la Peníns..."

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Madrid. Dos días antes

Al despertar, me encontré el gato muerto en la cocina. Casi lo pisé, porque todo me lo desenfocaba aún el sueño. Estaba tieso junto al cagadero, como si lo hubieran clavado en una brocheta, y encharcado en el jugo de su último pis. Un asco. Le tuve rencor porque supe que habría que llevarlo a alguna parte. Que Paula querría algo más digno que el contenedor de basura, algo así como enterrarlo metido en una caja de zapatos de Manolo Blahnik a la sombra de algún árbol del valle del Lozoya con unas palabras de despedida y, si de ella dependiera, hasta con gaiteros y salvas al aire. Y entonces yo ya no podría cumplir esa mañana con la disciplina de las cuatro horas de escritura que me impongo después de preparar café y antes de afeitarme siquiera y que me hace sentir culpable si la abandono, aunque sea por un solo día y con un gato muerto en la cocina.

A punto estuve de meter el gato en una bolsa de Caprabo para que no lo viera así Paula. Ya lo llamaba melosa desde la cama para desperezarse acariciándolo y ronroneando los dos en uno de esos momentos suyos de ternura en los que yo, al fin y al cabo el último en llegar, sobraba a ambos. Pero no lo hice. La noche antes, tuvimos en un restaurante una discusión que arruinó los profiteroles y el sexo y dejó nuestra relación con los silos nucleares en situación de Def Con 2. Paula había entrado en los treinta como en una casa robada en la que faltan cosas. Un hijo con el cual ronronear, por ejemplo. Y unos cuantos carteles con su nombre escrito en los cines de la Gran Vía. Supongo que también un buen compañero que no olvidara que de vez en cuando hay que sorprender con velas encendidas y que no postergara todas las escalas del cabotaje sentimental porque aún le alcanzaba el sonido de la libertad perdida llamando desde la pradera.

Paula había empezado a visitar a un psicólogo para que le ayudara a hacer el inventario de las plegarias no atendidas y de los sueños asesinados. Y descubrió que en la escena del crimen, junto a las de actrices que tuvieron más suerte o menos prisa por marcharse de las fiestas y de las cenas con productores porque no las esperaba en casa un hombre al que habían decidido entregarse, también estaban mis huellas. Por no encender velas jamás. Por no derramarle esa gota de semen que nos habría igualado en entrega y que le habría convencido de que yo no tenía plan de fuga, sino que me iba a quedar a su lado, dispuesto a taladrar paredes para colgar cuadros sin nostalgias esteparias. No me iba a esperar mucho más tiempo, no cumplidos los treinta. Y, mientras tanto, ya me había arruinado los profiteroles. Dejé el gato junto al cagadero y entré en el cuarto.

-¿Y Táchel? ¿Por qué no viene? -preguntó Paula, atándose el cinturón de la bata.

-No sé, algo le pasa, está raro, como dormido. Mira a ver.

Oí el grito justo cuando empezaba a correr el agua de la ducha.

Paula se recompuso bien. No sé si lloró por el gato en el cuarto de baño, pero desde luego no permitió que yo lo viera. Ya nunca lo permitía. En algún momento, sus necesidades afectivas, sus angustias, habían empezado a fastidiarme como la avería de un coche que no arranca cuando se tiene prisa. Ella se había dado cuenta, y por eso prefería consolarse hablando con su peluquero antes que conmigo, de igual forma que yo me habría desahogado con un barman antes que con Paula. Entre los dos, como un perímetro de seguridad, quedó instalada una dureza en la que ninguno se consentía aflojar ante el otro y que en mí era casi natural, porque me gustaba creer que no necesitaba a nadie y entonces podría abandonar a cualquiera, y además la expresión de las emociones siempre me pareció algo propio de folclóricas concediendo un bis y de agraciados por la lotería. Pero a ella le costaba un enorme esfuerzo, porque era desvalida a la manera en que pueden permitirse serlo las mujeres hermosas que siempre lograrán que acuda un hombre a sacarles la araña del cuarto con sólo descolgar el teléfono y pedirlo. Otra cosa es quién saca luego al hombre del cuarto: yo me quedé, se suponía que para siempre.

Como cada mañana durante las anteriores dos semanas, el chófer de la productora llamó al telefonillo. Venía a buscar a Paula para llevársela a la última jornada de grabación del piloto de una teleserie de humor burdo que transcurría en un hospital y con la que intentaba reflotar su carrera un viejo galán de los que enamoraban a las chachas y a quien el traje había empezado a sentarle como al cadáver de un mafioso en un ataúd abierto. Paula interpretaba en el bodrio a una enfermera con tremendo tajo en el escote a la que perseguía un pésimo chiste recurrente: cada vez que un paciente la veía llegar con el termómetro en la mano, el monitor de las constantes vitales se disparaba y pegaba un chispazo. Por lo demás, ya no me contaba nada de las irrupciones del viejo galán en su camerino, ni de los piropos procaces, ni de las invitaciones a comer cochinillo en Segovia con una habitación reservada en el Parador y, bien cerca, una farmacia de guardia que asegurase el suministro de Viagra. Porque una vez que lo hizo apenas logró contenerme cuando yo ya estaba desatando la moto dispuesto a presentarme en el estudio para dejar al viejo galán enchufado a un monitor de constantes vitales auténtico, en una auténtica habitación de hospital en la que auténticas enfermeras podrían meterle un termómetro por el culo siempre que se le antojase. Lo que Paula no entendió fue que, si entré en cólera, si solté por un momento la violencia que aprendí a mantener encerrada en una jaula, no fue por marcarle el territorio a otro macho, o algo así. Fue porque no pude soportar que la redujeran a mercancía de entretenimiento, que no vieran en ella todas las cosas que yo veo y que se perderá quien sólo la quiera para pasársela por la piedra en el Parador de Segovia como a cualquier otra de las que sirvieron para establecer una marca deportiva de pobres chicas folladas por un mierda que hace chistes para chachas.