El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti
por Mario Vargas Llosa
27 noviembre, 2008 01:00Mario Vargas Llosa. Foto: Susana Vera / Reuters
Retrocedamos a un mundo tan antiguo que la ciencia no llega a él y la que dice que llega no nos convence, pues sus tesis y conjeturas nos parecen tan aleatorias y evanescentes como la fantasía y la ficción.Se diría que el tiempo no existe todavía. Todas las referencias que puntúan su trayectoria aún no han aparecido y quienes viven inmersos en él carecen de la conciencia del transcurrir, del pasado y del futuro, e incluso de la muerte, a tal extremo se hallan prisioneros de un continuo presente que les impide ver el antes y el después. El presente los absorbe de tal manera en su afán de sobrevivir en esa inmensidad que los circunda que sólo el ahora, el instante mismo en que se está, consume su existencia. El hombre ya no es un animal pero resultaría exagerado llamarlo humano todavía. Está erecto sobre sus extremidades traseras y ha comenzado a emitir sonidos, gruñidos, silbidos, aullidos, acompañados de una gesticulación y unas muecas que son las bases elementales de una comunicación con la horda de la que forma parte y que ha surgido gracias a ese instinto animal que, por el momento, le enseña lo más importante que necesita saber: qué es imprescindible para poder sobrevivir a la miríada de amenazas y peligros que lo rodean en ese mundo donde todo -la fiera, el rayo, el agua, la sequía, la serpiente, el insecto, la noche, el hambre, la enfermedad y otros bípedos como él- parece conjurado para exterminarlo.
El instinto de supervivencia lo ha hecho integrarse a la horda con la que puede defenderse mejor que librado a su propia suerte. Pero esa horda no es una sociedad, está más cerca de la manada, la jauría, el enjambre o la piara que de lo que, al cabo de los siglos, llamaremos una comunidad humana.
Desnudos o, si la inclemencia del tiempo lo exige, envueltos en pellejos, esos raleados protohombres están en perpetuo movimiento, entregados a la caza y la recolección, que los llevan a desplazarse continuamente en busca de parajes no hollados donde sea posible encontrar el sustento que arrebatan al mundo natural sin reemplazarlo, como hacen los animales, vasta colectividad de la que aún forman parte, de la que apenas están comenzando a desgajarse.
Coexistir no es todavía convivir. Este último verbo presupone un elaborado sistema de comunicación, un designio colectivo, compartido y cimentado en denominadores comunes, como lenguaje, creencias, ritos, adornos y costumbres. Nada de eso existe todavía: sólo ese quién vive, esa pulsación prelógica, ese sobresalto de la sangre que ha llevado a esos semianimales sin cola que empuñan pedruscos o garrotes debido a su falta de garras, colmillos, veneno, cuernos y demás recursos defensivos y ofensivos de que disponen los otros seres vivientes, a andar, cazar y dormir juntos para así protegerse mejor y sentir menos miedo.
Porque, sin duda, la experiencia cotidiana ha hecho que de todos los sentimientos, deseos, instintos, pasiones aún dormidos en su ser, el que primero se desarrollara en él en ese su despertar a la existencia haya sido el miedo.
El pánico a lo desconocido que es, de hecho, todo lo que está a su alrededor, el porqué de la oscuridad y el porqué de la luz, y si aquellos astros que flotan allá arriba, en el firmamento, son bestias aladas y mortíferas que de pronto caerán vertiginosamente sobre él a fin de devorarlo. ¿Qué peligros esconde la boca negra de esa caverna donde quisiera guarecerse para escapar del aguacero, o las aguas profundas de esa laguna a la que se ha inclinado a beber, o el bosque en el que se interna en pos de refugio y alimento? El mundo está lleno de sorpresas y para él casi todas las sorpresas son mortíferas: la picadura del crótalo que se ha acercado sinuosamente a sus pies reptando entre la hierba, el rayo que ilumina la tempestad e incendia los árboles o la tierra que de pronto se echa a temblar y se cuartea y raja en hendiduras que roncan y quieren tragárselo. La desconfianza, la inseguridad, el recelo hacia todo y hacia todos es su estado natural y crónico, algo de lo que sólo lo dispensan, por brevísimos intervalos, esos instintos que satisface cuando duerme, fornica, traga o defeca. ¿Ya sueña o todavía no? Si ya lo hace, sus sueños deben ser tan pedestres y ferales como lo es su vida, una duplicación de su constante trajín para asegurarse el alimento y matar antes de que lo maten.
Los antropólogos dicen que después de alimentarse, adornarse es la necesidad más urgente en el primitivo. Adornarse, en ese estadio de la evolución humana, es otra manera de defenderse, un santo y seña, un conjuro, un hechizo, una magia para ahuyentar al enemigo visible o invisible y contrarrestar sus poderes, para sentirse parte de la tribu, darse valor y vacunarse contra el miedo cerval que lo acompaña como su sombra día y noche.
El paso decisivo en el proceso de desanimalización del ser humano, su verdadera partida de nacimiento, es la aparición del lenguaje. Aunque decir "aparición" sea falaz, pues reduce a una suerte de hecho súbito, de instante milagroso, un proceso que debió tomar siglos. Pero no hay duda de que cuando, en esas agrupaciones tribales primitivas, los gestos, gruñidos
y ademanes fueron siendo sustituidos por sonidos inteligibles, vocablos que expresaban imágenes que a su vez reflejaban objetos, estados de ánimo, emociones, sentimientos, se franqueó una frontera, un abismo insalvable entre el ser humano y el animal. La inteligencia ha comenzado a reemplazar al instinto como el principal instrumento para entender y conocer el mundo y a los demás y ha dotado al ser humano de un poder que irá dándole un dominio inimaginable sobre lo existente. El lenguaje es abstracción, un proceso mental complejo que clasifica y define lo que existe dotándolo de nombres, que, a su vez, se descomponen en sonidos -letras, sílabas, vocablos- que, al ser percibidos por el oyente, inmediatamente reconstruyen en su conciencia aquella imagen suscitada por la música de las palabras. Con el lenguaje el hombre es ya un ser humano y la horda primitiva comienza a ser una sociedad, una comunidad de gentes que, por ser hablantes, son pensantes.
Estamos a las puertas de la civilización pero aún no dentro de ella. Los seres humanos hablan, se comunican, y esa complicidad recóndita que el lenguaje establece entre ellos multiplica su fuerza, es decir, su capacidad de defenderse y de hacer daño. Pero a mí me cuesta todavía hablar de una civilización en marcha frente al espectáculo de esos hombres y mujeres semidesnudos, tatuados y claveteados, llenos de amuletos, que siembran el bosque de trampas y envenenan sus flechas para diezmar a otras tribus y sacrificar a los hombres y mujeres que las pueblan a sus bárbaras divinidades o comérselos a fin de apropiarse de su inteligencia, sus artes mágicas y su poderío.
Para mí, la idea del despuntar de la civilización se identifica más bien con la ceremonia que tiene lugar en la caverna o el claro del bosque en donde vemos, acuclillados o sentados en ronda, en torno a una fogata que espanta a los insectos y a los malos espíritus, a los hombres y mujeres de la tribu, atentos, absortos, suspensos, en ese estado que no es exagerado llamar de trance religioso, soñando despiertos, al conjuro de las palabras que escuchan y que salen de la boca de un hombre o una mujer a quien sería justo, aunque insuficiente, llamar brujo, chamán, curandero, pues aunque también sea algo de eso, es nada más y nada menos que alguien que también sueña y comunica sus sueños a los demás para que sueñen al unísono con él o ella: un contador de historias.
Quienes están allí, mientras, embrujados por lo que escuchan, dejan volar su imaginación y salen de sus precarias existencias a vivir otra vida -una vida de a mentiras, que construyen en silenciosa complicidad con el hombre o la mujer que, en el centro del escenario, fabula en voz alta-, realizan, sin advertirlo, el quehacer más privativamente humano, el que define de manera más genuina y excluyente esa naturaleza humana entonces todavía en formación: salir de sí mismo y de la vida tal como es mediante un movimiento de la fantasía para vivir por unos minutos o unas horas un sucedáneo de la realidad real, esa que no escogemos, la que nos es impuesta fatalmente por la razón del nacimiento y las circunstancias, una vida que tarde o temprano sentimos como una servidumbre y una prisión de la que quisiéramos escapar. Quienes están allí, escuchando al contador, arrullados por las imágenes que vierten sobre ellos sus palabras, ya antes, en la soledad e intimidad, habían perpetrado, por instantes o ráfagas, esos exorcismos y abjuraciones a la vida real, fantaseando y soñando. Pero convertir aquello en una actividad colectiva, socializarla, institucionalizarla, es un paso trascendental en el proceso de humanización del primitivo, en la puesta en marcha o arranque de su vida espiritual, del nacimiento de la cultura, del largo camino de la civilización.