La sima
Cuando un escritor se toma en serio su trabajo, los resultados no suelen decepcionar. Es el caso de José María Merino (La Coruña, 1941), que ofrece en La sima un compendio, una especie de síntesis recopilatoria de algunos de los principales motivos que han ido desarrollándose en su ya dilatada trayectoria: la influencia del pasado, la formación de la personalidad, las relaciones entre historia y ficción y algunos elementos conexos han encontrado en La sima el marco adecuado para aglutinarse de manera armónica, de modo que la historia principal -el regreso de Fidel, que trabaja en su tesis doctoral sobre la primera guerra carlista, al pueblo de su niñez, justamente cuando se prepara la exhumación de restos procedentes de las salvajes represalias subsiguientes a la guerra civil- permite incorporar al relato evocaciones de la infancia y de la adolescencia del personaje, de su aprendizaje sentimental, de su viaje al interior del Perú -y en este punto es inevitable el recuerdo de la trilogía del autor Las crónicas mestizas-, y, sobre todo, se presta a la superposición de elementos que, en algún caso, alcanzan representación simbólica. La sima del monte en la que, según se afirma, fueron arrojados los cuerpos de los ejecutados de la zona, obliga a evocar la guerra civil, pero también las guerras carlistas que estudia Fidel -donde se produjeron matanzas y actos de infinita crueldad-, la contienda entre almagristas y pizarristas tras la conquista del Perú, los enfrentamientos entre caudillos árabes que facilitaron el final de la Reconquista, la guerra de secesión americana y otros ejemplos históricos que parecen prolongar el espíritu cainita a lo largo de los siglos. Al mismo tiempo, esta actitud de feroz discordia se reproduce en la familia de Fidel, con un padre y un abuelo pertenecientes a bandos contrapuestos, y a sus propias relaciones personales, que incluyen el enfrentamiento con su primo José Antonio, así como, en un plano más incruento, en los interminables debates ideo-lógicos que mantiene con sus amigos Marcos, Aurora, Garnacha, Fausti, Nacho o Covi, convertidos ocasionalmente en apasionados discutidores barojianos. Incluso el dilema a que se enfrenta Fidel, dubitante entre la historia y la ficción, pertenece a esta visión dual de los hechos.
Pero, además, la sima que figura en el título, tumba ignominiosa para las víctimas de la represión, sirve para representar metafóricamente la situación conturbada del depresivo Fidel, que tiene la sensación “de haber sido arrojado a una sima, de estar en el fondo de un pozo profundísimo, a oscuras” (p. 310). Al mismo tiempo, la exhumación de las fosas, en busca de los desa-parecidos a raíz de la guerra civil, es también “excavación de la propia memoria” (p. 179), e incluso representación de la propia escritura, ya que, al evocar su pasado, Fidel procede a una “exhumación de cadáveres que estaban sepultados en una fosa o sima olvidada” en la que el autor “cava para sacarlos a la luz” (p. 180). De modo análogo, el atentado que ciega la mina e impide todo acceso a ella representa un final que no es únicamente el de la historia narrada. Esta riqueza de planos significativos proporciona a la novela su especial densidad, y alcanza la cima en el inesperado desenlace, donde las ideas acerca de la historia y la ficción -y sobre el predominio de esta última como vía de conocimiento, idea también de estirpe barojiana- hallan una ejemplar encarnación novelesca.
Pocas objeciones cabe presentar a esta obra de Merino, aunque tal vez las referencias en la parte final a hechos y personajes políticos coetáneos tendrían que haber sido aligeradas -porque no tienen el mismo peso que los datos del pasado extraídos de historiadores como Cieza de León o Pirala-, a fin de eliminar del texto componentes que sólo pueden inocularle cierta dosis de caducidad.