Leyendo a Isabel Coixet
Tusquets presenta el próximo día 24 Mapa de los sonidos de Tokio, la novela basada en su última película
14 agosto, 2009 02:00
ELCULTURAL.es
El nuevo filme de Isabel Coixet también se lee. La editorial Tusquets pondrá a los seguidores de la directora en contacto con otras de sus facetas llevando a las librerías, como anticipo de la nueva temporada y de la propia película, que se estrena cuatro días después, el libro Mapa de los sonidos de Tokio. Al igual que la película, esta novela, asegura la editorial "no va a decepcionar a los admiradores de Murakami". Y es que, tal y como admitió la propia Coixet, estas letras están hechas desde su fascinación por la cultura japonesa contemporánea".
Así, la historia nace de "una pulsión" que se le apareció a la realizadora durante una visita al mercado de pescado de Tsukiji, en Tokio. En Mapa de los sonidos de Tokio se dan cita los ambientes oscuros de Wong Kar Wai y los personajes solitarios de Murakami, con la capital japonesa como telón de fondo y que han inspirado a la autora para este trabajo. Como anticipo, les presentamos las primeras páginas del libro.
Cinta número 1
Roppongi Hills
Una joven rubia rusa. Con cara de estar a miles de kilómetros de este oscuro local iluminado por la titilante luz de cientos de velas que se reflejan en las paredes lacadas de negro. Bastante humo. Música tradicional japonesa a la que se han añadido unos beats electrónicos, gongs, tambores y una flauta. Su rostro inerme, el cuello, los pechos, el estómago, el vientre, el pubis, todo el cuerpo desnudo de esta mujer que se llama Sonia, aunque en este local de Roppongi Hills todo el mundo la llama Ashley, está cubierto de makis, nigiris, sashimi y wakame a modo de cintas sobre sus pezones. Alrededor de su cuerpo están sentados unos diez hombres trajeados, japoneses y occidentales, que cogen con palillos las raciones de sushi directamente del cuerpo de la mujer. Todos beben cerveza y sake, algunos, vodka. Hablan alto, ríen, toman fotos con sus teléfonos móviles, acercando la cara de forma ridículamente aviesa al cuerpo de la mujer. Siguen sonando los tambores, los beats electrónicos no hacen más que acentuar el aspecto prefabricado del lugar.
En el restaurante hay unas siete mesas como la de estos hombres, y en cada una de ellas mujeres rubias cubiertas de comida. Todos son hombres. Todos sudan. Todos desean y temen a las mujeres de la mesa. Ellas lo saben y bostezan.
Uno de los hombres japoneses, el señor Nagara, el jefe de los demás, come sin muchas ganas. A su lado, su jefe de gabinete, el señor Isoza, le mira preocupado con la expresión de un hijo único que teme perder en cualquier momento el afecto de su padre.
-¿Tenemos que hacer esto? -pregunta Nagara-san-. ¿Realmente tenemos que hacer esto? ¿Comer sushi caliente encima del ombligo de una mujer?
-Si queremos firmar el acuerdo, sí, tenemos que hacerlo... En fin, sería bueno que lo hiciéramos. Ya sabe que a ellos les encanta este sitio.
-A ellos les encanta todo lo que sea vulgar y gratuito. De todas maneras, con el alcohol que llevan en el cuerpo les daría igual estar en el zoo comiendo perritos calientes. Voy a necesitar bicarbonato el resto de la semana.
-Tenemos que encajar en la idea que tienen de nosotros, Nagara-san. Dentro de media hora estarán tan borrachos que no se darán cuenta si se retira. Nosotros nos quedaremos con ellos.
-Tendría que haber otra forma de hacer negocios.
-La hay. Pero no es tan rentable -concluye Isoza-san. Nagara-san mira a Isoza-san con la cara del hombre que es consciente de que ha perdido las ganas de contentar al mundo y a sí mismo.
Uno de los occidentales levanta un vaso de sake y grita estentóreamente: «¡Kampai!», todos los de la mesa gritan «¡Kampai!», incluido el señor Nagara, que intenta unirse a ellos con una falta de entusiasmo mal disimulada. Mira al señor Isoza, que levanta su vaso para brindar, como animándole a que haga lo mismo.
El ambiente está lleno de risotadas forzadas. Los occidentales pasan el brazo por encima del hombro de los japoneses, les dan palmadas en la espalda. Los japoneses hacen lo mismo, exagerando al intentar imitarles. Pero hay un momento en que todos, occidentales y orientales, actúan igual. Sobreactúan. La sombra del patio del colegio planea sobre este incongruente festín. Nada tan triste como un grupo de gente forzándose a pasárselo bien. Los camareros van llenando los vasos y reponen la comida sobre el cuerpo de las rubias, que miran el techo con una obsesión cada vez mayor. Como si quisieran descubrir nuevas grietas en él.
Suena el móvil de Isoza-san. Los cinco acordes legendarios de Forbidden colours. Isoza-san contesta. Palidece. Mira al señor Nagara. Asiente. Toda la sangre se le ha ido del rostro. Cuelga el móvil.
El señor Nagara está cogiendo con aprensión un nigiri de anguila entre los pechos de Sonia/Ashley. Mira a Isoza-san. éste traga saliva. Desde el otro lado del cuerpo de la mujer vemos cómo Isoza se inclina a decirle algo al oído al señor Nagara. La boca de Isoza en el oído de Nagara-san vocaliza algo que no podemos entender porque hay demasiados berridos de hombres borrachos.
Silencio.
El señor Nagara emite un largo aullido de dolor. Todos se vuelven hacia él. Se levanta. De un golpe, arroja con rabia toda la comida del cuerpo de la mujer, que empieza a gritar también. La comida vuela por el aire. Isoza y un camarero intentan sujetar al señor Nagara, que está completamente fuera de sí.
En las otras mesas, los hombres empiezan a tirar la comida imitando de manera patética a Nagara. Otros no dejan de tomar fotos con sus teléfonos móviles. Algunas mujeres salen corriendo intentando cubrirse con servilletas negras, hojas verdes.
Gritan.
El rostro desencajado de Nagara contrasta con los rostros rojos por el alcohol y las risas de los otros clientes del restaurante, que creen que todo es parte del espectáculo del nyotaimori.
En un instante el lugar se ha convertido en el escenario de una batalla campal. Los makis machacados inundan el suelo. Las mujeres sollozan en un rincón. Los camareros expulsan a los más borrachos del local. El señor Nagara llora amargamente, como si sus lágrimas hubieran estado almacenadas toda una vida, mientras Isoza intenta contenerlas.
La rubia deja de gritar y mira con perplejidad a los dos hombres abrazados, mientras se limpia la salsa de soja de la cara y el cuerpo. Una mujer se corta un pie con los fragmentos de una botella de Kirin que se ha roto en el suelo. Mira la sangre que se derrama en la alfombracomo si no le perteneciera.
Cinta número 2
Ueno
El sonido de una pareja de ancianos que han cumplido sus bodas de oro mientras sorben el té de la mañana en la cocina de su casa. El sonido de las hojas de bambú casi secas del parque de Minami Ikebukuro chocando entre sí el pasado invierno. La carne de un atún de 50 kilos abriéndose cuando la cortan. La estación de Shibuya, los domingos a las siete de la tarde. El sonido del hombre que cambia con su martillo cada noche la configuración de las máquinas de pachinko. Las manos de Ryu cuando se pone crema de manos. Ryu cuando no quiere que nadie la oiga respirar. Ryu tomando un mochi de fresa. Los grillos en el patio de atrás de mi casa mientras pienso en Ryu. Un disparo, cualquier disparo.
Cinta número 3
Roppongi Hills
Las mujeres están desnudas en el vestuario limpiándose el olor a pescado, frotándose mitades de limón en su piel. Ninguna habla. Están demasiado cansadas para eso. Dos de ellas intercambian alguna palabra sobre algo que van a hacer juntas el fin de semana. Pero la mayoría lo único que quiere es quitarse el olor a sashimi que las persigue hasta la hora de irse a la cama y aún al despertar. Y huir de allí. A un lugar sin pescado. Con hombres que las deseen de verdad. O que lo finjan mejor.
Cinta número 4
Tsukiji
El mercado de Tsukiji a las cuatro de la mañana. Fluo rescentes. Ruido. Botas de agua que chapotean en la sangre que cae al suelo desde los mármoles donde se cortan los grandes pescados. Un enjambre de gentes y actividades perfectamente organizado aunque aparentemente caótico.
Llegan camiones llenos de pulpos que se mueven inútilmente. Se descargan atunes enormes, calamares, gambas, cangrejos, boquerones, nécoras... Hay hombres que gritan ofertas en la subasta del pescado, empleados del mercado que negocian. Unas ancianas sacan con delicadeza la carne de grandes vieiras y la colocan en cajas de hielo. Carretillas eléctricas transportan cajas cerra das hasta las camionetas que abastecen a los más de quinientos mil restaurantes de la ciudad. Un grupo de hombres y mujeres con recios mandiles, gorritos de plástico cubriéndoles el pelo y botas altas de goma limpian con mangueras el suelo del mercado lleno de vísceras, espinas, cabezas, sangre y restos inservibles de los pescados que están siendo troceados.
Ryu, mi Ryu... Tenía veintiocho años pero algunos días parecía tener catorce. Manejaba con enorme destreza y movimientos precisos una manguera roja. Tenía la expresión determinada e inmisericorde de alguien con quien era mejor no bromear. A pesar de lo que estaba haciendo, había una elegancia innata en sus movimientos. Como si sus brazos estuvieran aquí y su cabeza en algún otro lugar mirando una tormenta eléctrica y sorbiendo matcha.
Creo que se llamaba Ryu, que Ryu era su verdadero nombre. Quizá tuvo otros. Sí, después supe que antes tuvo otros nombres: Keiko, Momoyo, Yuri... Pero cuando yo la conocí se llamaba Ryu. Le dije que me gustaba el sonido que hacía al sorber su sopa, que me recordaba al sonido que hacía mi madre.
El nuevo filme de Isabel Coixet también se lee. La editorial Tusquets pondrá a los seguidores de la directora en contacto con otras de sus facetas llevando a las librerías, como anticipo de la nueva temporada y de la propia película, que se estrena cuatro días después, el libro Mapa de los sonidos de Tokio. Al igual que la película, esta novela, asegura la editorial "no va a decepcionar a los admiradores de Murakami". Y es que, tal y como admitió la propia Coixet, estas letras están hechas desde su fascinación por la cultura japonesa contemporánea".
Así, la historia nace de "una pulsión" que se le apareció a la realizadora durante una visita al mercado de pescado de Tsukiji, en Tokio. En Mapa de los sonidos de Tokio se dan cita los ambientes oscuros de Wong Kar Wai y los personajes solitarios de Murakami, con la capital japonesa como telón de fondo y que han inspirado a la autora para este trabajo. Como anticipo, les presentamos las primeras páginas del libro.
Cinta número 1
Roppongi Hills
Una joven rubia rusa. Con cara de estar a miles de kilómetros de este oscuro local iluminado por la titilante luz de cientos de velas que se reflejan en las paredes lacadas de negro. Bastante humo. Música tradicional japonesa a la que se han añadido unos beats electrónicos, gongs, tambores y una flauta. Su rostro inerme, el cuello, los pechos, el estómago, el vientre, el pubis, todo el cuerpo desnudo de esta mujer que se llama Sonia, aunque en este local de Roppongi Hills todo el mundo la llama Ashley, está cubierto de makis, nigiris, sashimi y wakame a modo de cintas sobre sus pezones. Alrededor de su cuerpo están sentados unos diez hombres trajeados, japoneses y occidentales, que cogen con palillos las raciones de sushi directamente del cuerpo de la mujer. Todos beben cerveza y sake, algunos, vodka. Hablan alto, ríen, toman fotos con sus teléfonos móviles, acercando la cara de forma ridículamente aviesa al cuerpo de la mujer. Siguen sonando los tambores, los beats electrónicos no hacen más que acentuar el aspecto prefabricado del lugar.
En el restaurante hay unas siete mesas como la de estos hombres, y en cada una de ellas mujeres rubias cubiertas de comida. Todos son hombres. Todos sudan. Todos desean y temen a las mujeres de la mesa. Ellas lo saben y bostezan.
Uno de los hombres japoneses, el señor Nagara, el jefe de los demás, come sin muchas ganas. A su lado, su jefe de gabinete, el señor Isoza, le mira preocupado con la expresión de un hijo único que teme perder en cualquier momento el afecto de su padre.
-¿Tenemos que hacer esto? -pregunta Nagara-san-. ¿Realmente tenemos que hacer esto? ¿Comer sushi caliente encima del ombligo de una mujer?
-Si queremos firmar el acuerdo, sí, tenemos que hacerlo... En fin, sería bueno que lo hiciéramos. Ya sabe que a ellos les encanta este sitio.
-A ellos les encanta todo lo que sea vulgar y gratuito. De todas maneras, con el alcohol que llevan en el cuerpo les daría igual estar en el zoo comiendo perritos calientes. Voy a necesitar bicarbonato el resto de la semana.
-Tenemos que encajar en la idea que tienen de nosotros, Nagara-san. Dentro de media hora estarán tan borrachos que no se darán cuenta si se retira. Nosotros nos quedaremos con ellos.
-Tendría que haber otra forma de hacer negocios.
-La hay. Pero no es tan rentable -concluye Isoza-san. Nagara-san mira a Isoza-san con la cara del hombre que es consciente de que ha perdido las ganas de contentar al mundo y a sí mismo.
Uno de los occidentales levanta un vaso de sake y grita estentóreamente: «¡Kampai!», todos los de la mesa gritan «¡Kampai!», incluido el señor Nagara, que intenta unirse a ellos con una falta de entusiasmo mal disimulada. Mira al señor Isoza, que levanta su vaso para brindar, como animándole a que haga lo mismo.
El ambiente está lleno de risotadas forzadas. Los occidentales pasan el brazo por encima del hombro de los japoneses, les dan palmadas en la espalda. Los japoneses hacen lo mismo, exagerando al intentar imitarles. Pero hay un momento en que todos, occidentales y orientales, actúan igual. Sobreactúan. La sombra del patio del colegio planea sobre este incongruente festín. Nada tan triste como un grupo de gente forzándose a pasárselo bien. Los camareros van llenando los vasos y reponen la comida sobre el cuerpo de las rubias, que miran el techo con una obsesión cada vez mayor. Como si quisieran descubrir nuevas grietas en él.
Suena el móvil de Isoza-san. Los cinco acordes legendarios de Forbidden colours. Isoza-san contesta. Palidece. Mira al señor Nagara. Asiente. Toda la sangre se le ha ido del rostro. Cuelga el móvil.
El señor Nagara está cogiendo con aprensión un nigiri de anguila entre los pechos de Sonia/Ashley. Mira a Isoza-san. éste traga saliva. Desde el otro lado del cuerpo de la mujer vemos cómo Isoza se inclina a decirle algo al oído al señor Nagara. La boca de Isoza en el oído de Nagara-san vocaliza algo que no podemos entender porque hay demasiados berridos de hombres borrachos.
Silencio.
El señor Nagara emite un largo aullido de dolor. Todos se vuelven hacia él. Se levanta. De un golpe, arroja con rabia toda la comida del cuerpo de la mujer, que empieza a gritar también. La comida vuela por el aire. Isoza y un camarero intentan sujetar al señor Nagara, que está completamente fuera de sí.
En las otras mesas, los hombres empiezan a tirar la comida imitando de manera patética a Nagara. Otros no dejan de tomar fotos con sus teléfonos móviles. Algunas mujeres salen corriendo intentando cubrirse con servilletas negras, hojas verdes.
Gritan.
El rostro desencajado de Nagara contrasta con los rostros rojos por el alcohol y las risas de los otros clientes del restaurante, que creen que todo es parte del espectáculo del nyotaimori.
En un instante el lugar se ha convertido en el escenario de una batalla campal. Los makis machacados inundan el suelo. Las mujeres sollozan en un rincón. Los camareros expulsan a los más borrachos del local. El señor Nagara llora amargamente, como si sus lágrimas hubieran estado almacenadas toda una vida, mientras Isoza intenta contenerlas.
La rubia deja de gritar y mira con perplejidad a los dos hombres abrazados, mientras se limpia la salsa de soja de la cara y el cuerpo. Una mujer se corta un pie con los fragmentos de una botella de Kirin que se ha roto en el suelo. Mira la sangre que se derrama en la alfombracomo si no le perteneciera.
Cinta número 2
Ueno
El sonido de una pareja de ancianos que han cumplido sus bodas de oro mientras sorben el té de la mañana en la cocina de su casa. El sonido de las hojas de bambú casi secas del parque de Minami Ikebukuro chocando entre sí el pasado invierno. La carne de un atún de 50 kilos abriéndose cuando la cortan. La estación de Shibuya, los domingos a las siete de la tarde. El sonido del hombre que cambia con su martillo cada noche la configuración de las máquinas de pachinko. Las manos de Ryu cuando se pone crema de manos. Ryu cuando no quiere que nadie la oiga respirar. Ryu tomando un mochi de fresa. Los grillos en el patio de atrás de mi casa mientras pienso en Ryu. Un disparo, cualquier disparo.
Cinta número 3
Roppongi Hills
Las mujeres están desnudas en el vestuario limpiándose el olor a pescado, frotándose mitades de limón en su piel. Ninguna habla. Están demasiado cansadas para eso. Dos de ellas intercambian alguna palabra sobre algo que van a hacer juntas el fin de semana. Pero la mayoría lo único que quiere es quitarse el olor a sashimi que las persigue hasta la hora de irse a la cama y aún al despertar. Y huir de allí. A un lugar sin pescado. Con hombres que las deseen de verdad. O que lo finjan mejor.
Cinta número 4
Tsukiji
El mercado de Tsukiji a las cuatro de la mañana. Fluo rescentes. Ruido. Botas de agua que chapotean en la sangre que cae al suelo desde los mármoles donde se cortan los grandes pescados. Un enjambre de gentes y actividades perfectamente organizado aunque aparentemente caótico.
Llegan camiones llenos de pulpos que se mueven inútilmente. Se descargan atunes enormes, calamares, gambas, cangrejos, boquerones, nécoras... Hay hombres que gritan ofertas en la subasta del pescado, empleados del mercado que negocian. Unas ancianas sacan con delicadeza la carne de grandes vieiras y la colocan en cajas de hielo. Carretillas eléctricas transportan cajas cerra das hasta las camionetas que abastecen a los más de quinientos mil restaurantes de la ciudad. Un grupo de hombres y mujeres con recios mandiles, gorritos de plástico cubriéndoles el pelo y botas altas de goma limpian con mangueras el suelo del mercado lleno de vísceras, espinas, cabezas, sangre y restos inservibles de los pescados que están siendo troceados.
Ryu, mi Ryu... Tenía veintiocho años pero algunos días parecía tener catorce. Manejaba con enorme destreza y movimientos precisos una manguera roja. Tenía la expresión determinada e inmisericorde de alguien con quien era mejor no bromear. A pesar de lo que estaba haciendo, había una elegancia innata en sus movimientos. Como si sus brazos estuvieran aquí y su cabeza en algún otro lugar mirando una tormenta eléctrica y sorbiendo matcha.
Creo que se llamaba Ryu, que Ryu era su verdadero nombre. Quizá tuvo otros. Sí, después supe que antes tuvo otros nombres: Keiko, Momoyo, Yuri... Pero cuando yo la conocí se llamaba Ryu. Le dije que me gustaba el sonido que hacía al sorber su sopa, que me recordaba al sonido que hacía mi madre.