Image: Vuelve Ruth Rendell, reina de la novela negra

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Letras

Vuelve Ruth Rendell, reina de la novela negra

La escritora londinense publica El agua está espléndida, sobre una familia atormentada por la muerte

12 marzo, 2010 01:00

Ruth Rendell

"Impecable", según el New York Times. Ruth Rendell (Londres, 1930) ha vuelto a hacerlo: ha construido una nueva novela negra casi perfecta según la crítica, que confirma su habilidad "para comprender las más perturbadas mentes criminales"(The Times). Se titula El agua está espléndida, y habla de una familia atormentada por una misteriosa muerte y esos secretos que envilecen la vida cotidiana. El Cultural ofrece el primer capítulo de esta turbia historia, que lanza la editorial Urano próximamente en sus Ediciones Plata.

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Pasaban semanas en las que Ismay ni siquiera pensaba en ello. Pero entonces ocurría algo que se lo recordaba, o volvía en un sueño. Los sueños siempre empezaban de la misma manera. Su madre y ella subían por las escaleras detrás de Heather, que las conducía por el dormitorio hacia lo que había al otro lado y que en el sueño no era un cuarto de baño, sino una habitación con el suelo y las paredes de mármol. En el centro de la misma había un lago espejado. La cosa blanca del agua flotaba hacia ella con la cara sumergida y su madre decía absurdamente: «¡No mires!». Porque la cosa muerta era un hombre que iba desnudo y ella una chica de quince años. Sin embargo, ella había mirado y en los sueños volvía a hacerlo, pero lo que veía era el rostro ahogado de Guy. Había mirado el rostro muerto y, aunque de vez en cuando se olvidaba de lo que había visto, la imagen siempre volvía, los ojos sin vida que aún retenían el miedo, las ventanas de la nariz dilatadas no para inhalar aire, sino agua.

Heather no daba muestras de temor ni de ninguna otra emoción. Se quedaba allí quieta, con los brazos colgando a los lados del cuerpo. Llevaba el vestido mojado y la tela se le pegaba a los pechos. En aquel momento nadie dijo nada, ni en la realidad ni en los sueños, ninguna de ellas pronunció una sola palabra hasta que su madre cayó de rodillas y empezó a llorar, a reír y a farfullar disparates.


La casa era un lugar distinto a su regreso. Sabía, eso sí, que serían dos pisos independientes, el de arriba para su madre y Pamela y el de abajo para Heather y ella, dos pares de hermanas, dos generaciones representadas. Lo que no había entendido durante su último trimestre en la universidad, a más de seiscientos kilómetros de allí, en Escocia, era que parte de la casa desaparecería.

La idea había sido de Pamela, aunque ella misma no sabía por qué. Pamela no sabía más que el resto del mundo sobre lo que había ocurrido. Había planeado y llevado a cabo aquellos cambios tan drásticos con toda inocencia y buenas intenciones. Le enseñó la planta baja a Ismay y luego la condujo al piso de arriba.

-No sé hasta qué punto Beatrix es consciente -dijo mientras abría la puerta de lo que había sido el dormitorio principal, la habitación que habían cruzado para encontrarse con el hombre ahogado-. No podría decirte cuánto recuerda. ¡Sabe Dios si se da cuenta siquiera de que es la misma habitación!

«Incluso a mí me cuesta reconocerla», pensó Ismay. La impresión la hizo enmudecer. Echó un vistazo casi con temor. Era una sola habitación ahora. La puerta del cuarto de baño había estado… ¿dónde? La cristalera del balcón había sido reemplazada por una sola puerta de cristal. El lugar parecía más grande, más parecido a la habitación de los sueños, y al mismo tiempo menos espacioso.

-Está mejor así, ¿verdad, Issy?

-Ah, sí, sí. Es que me ha impresionado. -Tal vez hubiera sido mejor vender la casa y mudarse. Pero ¿de qué otra manera iban a poder permitirse Heather y ella compartir un piso?-. ¿Heather lo ha visto?

-Está encantada con los cambios. No sé si alguna vez la había visto demostrar tanto entusiasmo por nada. -Pamela le enseñó lo dos dormitorios que antes habían sido el de Heather y el suyo, la cocina y el cuarto de baño nuevos. Se detuvo en lo alto de la escalera, se agarró al pilar y se volvió a mirar a Ismay con expresión casi suplicante-. Fue hace nueve años, Issy, ¿o son diez?

-Nueve. Son casi nueve.

-Pensé que cambiar las cosas de esta manera os ayudaría a dejarlo atrás de una vez por todas. No podíamos seguir manteniendo cerrada esa habitación. ¿Cuánto tiempo hacía que no entraba nadie? Todos estos nueve años, supongo.

-Ya no pienso mucho en ello -mintió.

-A veces creo que Heather lo ha olvidado.

-Quizá ahora pueda olvidarlo yo -dijo Ismay, y bajó a buscar a su madre que estaba en el jardín con Heather.

El olvido no es un acto voluntario. Ella no había olvidado, pero aquella conversación con Pamela, así como el recorrido por su antigua casa renovada, habían sido decisivos para ella. Aunque aquella noche soñó con Guy ahogado, su modo de pensar fue cambiando paulatinamente y sintió que la carga que llevaba se aligeraba. Dejó de preguntarse qué había ocurrido aquella calurosa tarde de agosto. ¿Dónde había estado Heather? ¿Qué es lo que había hecho Heather exactamente… si es que había hecho algo? ¿Era posible que hubiera otra persona en la casa? Llevaba nueve años intentando esclarecer las cosas, conjeturando, especulando, y al final se preguntó por qué. Suponiendo que lo averiguara, ¿qué podría hacer con la verdad que hubiera descubierto? No iba a compartirla con Heather, no iba a vivir con Heather, ni a protegerla de nada, y mucho menos a «salvarla». Simplemente era una cuestión práctica. Eran hermanas y estaban unidas. Ella quería a Heather y sin duda Heather la correspondía.

Heather y ella en el piso de abajo, su madre y Pamela en el de arriba. La primera vez que Ismay vio a su madre en la nueva sala de estar, en el rincón que se había hecho con su radio, su taburete y el bolso que llevaba a todas partes, la observó para ver si su mirada aturdida y ausente se desviaba hacia el extremo de la habitación más radicalmente cambiado. No lo hizo en ningún momento. Era como si Beatrix no comprendiera que se trataba de la misma habitación. Heather la acompañó arriba cuando Pamela las invitó a las dos a beber algo y fue tal como ella había dicho. Su hermana se comportaba como si se hubiera olvidado, y hasta se acercó a la nueva puerta de cristal y la abrió para ver si llovía. La cerró, regresó y se detuvo a contemplar el cuadro que Pamela había colgado hacía poco en la pared, allí donde antes habían estado el toallero y el cuenco con jabones de colores de Beatrix. Irónicamente, lo único que recordaba que había sido un cuarto de aseo era ese cuadro, un grabado de Bonnard de una mujer desnuda que se secaba después de tomar un baño.

Si las demás podían olvidarlo, desecharlo, aceptarlo o lo que fuera, ella también debía hacerlo. Tenía que hacerlo. Casi estaba orgullosa de sí misma por hacer lo que la gente decía que había que hacer: seguir adelante. La próxima vez que fue al piso de arriba para hacerle compañía a su madre mientras Pamela estaba fuera, se levantó, recorrió el suelo reluciente, cruzó por las dos alfombras, se detuvo frente a la mesa situada donde antes había estado la ducha y cogió un pisapapeles de cristal con dibujos de rosas. Lo sostuvo contra la luz y notó que el corazón se le aceleraba. Los latidos se calmaron, se volvieron rítmicos y lentos y, con toda intención, Ismay se volvió a mirar El lugar donde había muerto Guy.

Beatrix había encendido la radio y se había contorsionado como lo hacía siempre, inclinando el cuerpo a la izquierda para pegar el oído al aparato de manera que su cabeza casi se apoyaba en el estante. La mujer no dio muestras de haber notado dónde estaba Ismay y apenas correspondió con un gesto distraído la sonrisa de su hija.