Image: Comienzo de En el amor y en la guerra

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Letras

Comienzo de En el amor y en la guerra

por Alexandra Lapierre

16 abril, 2010 02:00

Portada del libro.

Planeta

En 1839, en el corazón de las montañas del Cáucaso, los caballeros musulmanes del Imán Shamil luchan contra los ejércitos del zar Nicolás primero. Se ven obligados a negociar con los rusos y la única moneda de valor que tienen para conseguir la paz es Djemmal Eddin, el hijo del Imán, un niño de ocho años que será separado de su familia. Djemmal podrá volver con su pueblo una vez se hayan firmado los acuerdos, pero los rusos no respetan el trato y envían al niño a San Petersburgo. El niño vive allí lleno de angustias y dudas, pero se mantiene fiel y orgulloso de sus orígenes y su pueblo. El zar, que ha observado la dignidad y el carácter del niño, le envía a estudiar junto a sus propios hijos: Djemmal-Eddin se convierte en un joven culto, pintor, músico y un excelente caballero. A pesar de todo, se mantiene fiel a sus orígenes, hasta el día que se enamora...

Capítulo primero. Sin límites

1. Guimry, un pueblo fortificado en Daguestán 25 de septiembre de 1834

Para quien no conociera la montaña, el sendero sería impracticable. Los perros, las ovejas, incluso las cabras, titubeaban antes de tomarlo Sin embargo, la vieja Bahu-Mesadu lo recorría en ambos sentidos, entre el pueblo y la fuente, varias veces al día. Se había acostumbrado a bajar a buscar agua la primera, antes del alba, antes del despertar de las otras mujeres, antes de la llamada del muecín, cuando nadie podía ser testigo del apuro que le causaban los primeros movimientos de la mañana.

Con el cántaro en la cabeza y el velo entre los dientes, se adentraba en la noche, esmerándose en dominar la incertidumbre de su paso, esa vacilación de todo su ser que traicionaba, desde la última partida de su hijo, el desorden de sus emociones. La costumbre le había enseñado que sus tobillos se relajarían tal vez a mitad de la pendiente, pero las articulaciones de sus rodillas y de sus caderas no se soltarían más que en el pozo, cuando se afirmara sobre el brocal para alcanzar la cuerda, cuando tensara sus músculos doloridos para coger el cubo y se suspendiera sobre su peso para subir el agua. Entonces, los pensamientos que rumiaba su cabeza, los retazos de frases, las acusaciones oídas o imaginadas, los recuerdos, los proyectos, aun las plegarias, un instante, se acallaban.

A la vuelta, con la espalda machacada por el enorme cántaro de cobre, pero con la mirada en alto y los miembros por fin relajados, se mantendría recta en el ascenso. Y nadie podría sospechar cuánto sentía el alma pesada y el corazón inquieto la madre de Shamil.

¿De dónde procedía, desde hacía poco, desde el asesinato del segundo imán y la venganza de Shamil sobre sus asesinos, ese fardo que Bahu-Mesadu no sabía nombrar? Sin embargo, ¡hubiera tenido que sentirse orgullosa, ebria de alegría! Su único hijo, que ella había traído al mundo raquítico y enclenque, acababa de imponerse por el fervor de su fe y la superioridad de su saber, por su bravura, por su nobleza y su belleza, como guía espiritual y jefe militar de todos los musulmanes del Cáucaso. Alá le confería hoy el mayor de los honores y el más santo de los poderes. A esa hora, en la mezquita de Ashilta, el pueblo de Bahu-Mesadu, donde se alzaba todavía la casa de sus antepasados, Shamil era consagrado imán. Tercer imán de Daguestán y de Chechenia. Al primero lo habían matado allí, durante el asalto de los rusos, dos años antes. Al segundo, el día anterior, unos musulmanes desleales. Esa mañana, Shamil tomaba su relevo y se convertía en la sombra de Dios sobre la Tierra. ¿Cómo no temblar de orgullo y de júbilo? Esos sentimientos se encontraban en ella tan mitigados que Bahu-Mesadu se recriminaba su moderación. ¡Alá permitía, Alá ordenaba que se alegrara ese día! ¿De dónde procedía esa reserva contra natura?

La desconfianza nacía tal vez de lo que oía allí, de lo que sentía en ausencia de Shamil... De la actitud de los Ancianos hacia ella... De los comentarios alrededor del pozo. Haría frente al cotorreo de las mujeres más tarde.

Por ahora, necesitaba aún el silencio de la noche, y de su soledad.

Bahu-Mesadu sabía que allí, en Guimry, el aul donde había nacido Shamil, donde había crecido, donde se había casado, se reagrupaban los adversarios más acérrimos. Sabía que la comunidad había votado contra él, cuando todos los demás lo elegían como imán, y que sus semejantes le habrían cortado el camino si hubiera querido que su consagración hubiese tenido lugar entre ellos. Sabía también que Shamil hubiera acabado con su resistencia a sangre y fuego. ¿Era por eso, por evitar un nuevo baño de sangre en Guimry, por lo que su hijo había echado de su propio pueblo a sus fieles, había llevado sus tropas a cuatro horas de camino, y elegido Ashilta como lugar de encuentro? ¿Era por eso?

¿O bien porque esperaba que los hombres de Guimry lo traicionasen abiertamente? ¿Así podría acabar con su resistencia, ponerlos de rodillas y conseguir su adhesión de manera definitiva? ¿Ponerlos a prueba, en suma? Si tal era el caso, Bahu-Mesadu temía las consecuencias. Echó una mirada alrededor.

Era noche cerrada, una noche sin estrellas, aunque se adivinaba la presencia de la luna en su luz sobre las nieves eternas, más allá de la cadena de montañas... Las montañas. Sus moles rodeaban la pequeña silueta de Bahu-Mesadu, ciñéndola por todas partes. Salvo por su izquierda.

Allí estaba el vacío.

Oía el bramido del Avar Koisu, el torrente que borbotaba en el fondo de la sima. Y, además, ese débil ruido de escombros, tan familiar: el murmullo de las piedras cuando las rocas rodaban bajo las suelas delgadas y caían verticales en el abismo. Shamil le reprochaba a menudo que fuera sola al pozo en la más completa oscuridad. Era un buen hijo y cuidaba de ella. Pero ella no necesitaba la luz del día para saber el número de pasos que la separaban de las cornisas suspendidas sobre el sendero, tan bajas que, para pasar, las mujeres tenían que encorvarse bajo la pared rocosa y arrastrarse. Bahu notaba la llegada de los saledizos del despeñadero en el olor a humedad, en el viento que silbaba en sus pies, en el bramido amortiguado del río. Deslizaba entonces el cántaro de su hombro a su vientre y se acuclillaba, manteniendo el agua apretada contra ella.

Con todo, si uno de sus nietos se hubiera aventurado después de ella, si hubiera ido allí antes de la primera llamada del muecín, lo hubiese azotado.

Sus pensamientos volaban hacia ellos, hacia el pueblo. Por más que decía, por más que hacía, Bahu-Mesadu desconfiaba de Guimry. ¡Sin embargo, había vivido allí cuarenta y cinco años! Alzó la mirada. El alba despuntaba a través de las nubes que pesaban sobre el aul en terrazas...

Aunque construida hacia el sur -más hacia el sur que Ashilta tal vez-, la aldea no sería alcanzada por el sol, ni siquiera en un día de Septiembre como ése. En el fondo, lo que Bahu-Mesadu le reprochaba a Guimry era el frío... ¿Y cómo iban a calentarse ese invierno? Shamil había prohibido que se cortara un solo árbol del bosque de más abajo. Ni una rama de haya o de roble, ni un tronco, ¡ni aun la corteza de un castaño! Juzgaba el bosque vital, la mejor muralla contra los rusos. Enredados en las ramas, sus soldados se convertían en presas fáciles. En tanto que el bosque existiera, decía, los guerreros del Cáucaso sería invencibles, por lo que había dado la orden de preservarlo por todas partes. Cualquiera que atentara contra él, ya fuera para construirse una casa o hacer fuego, sería castigado. Un árbol abatido costaba una vaca. Dos árboles costaban la vida. Otra fuente más de descontento.