Image: El tiempo envejece deprisa

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Letras

El tiempo envejece deprisa

Antonio Tabucchi

23 abril, 2010 02:00

Antonio Tabucchi. Foto: Domenec Umbert

Traducción: Carlos Gumpert. Anagrama. 176 pp., 16 e.


La misteriosa lealtad que nos une a los clásicos no excluye la discrepancia. Es imposible coincidir con Borges cuando afirma que Wilde raramente se equivoca, pues el delicioso prólogo de El retrato de Dorian Gray incluye postulados estéticos que nunca pretendieron concitar unanimidad. Wilde opina que la moral y la literatura se estorban mutuamente. El arte transige con el mal, pero no con la mediocridad. Después de contemplar a Hitler gesticulando como un histérico en El triunfo de la voluntad (1935), podemos asegurar que ninguna innovación formal logrará justificar una obra comprometida con la infamia. La repugnancia moral disuelve la emoción estética. Lamentablemente, las buenas intenciones tampoco garantizan la excelencia. Antonio Tabucchi (Vecchiano, 1943) es un moralista contrariado, un escritor afligido y doliente, que se solidariza con el sufrimiento, sin ocultar sus propias imperfecciones, pero -al igual que el último Saramago- hace tiempo que inició una trayectoria descendente, entregándonos libros cada vez más endebles.

Los cuentos de El tiempo envejece deprisa oscilan entre el moralismo previsible y fragmentos de lucidez narrativa. Cuando Tabucchi deplora los vicios del mundo, sus observaciones apenas se desprenden del lugar común. En "Nubes", un militar retirado habla con una adolescente en una playa. La conversación es poco convincente y reitera un tópico tras otro: "hay hombres que construyen casas; otros las destruyen". La historia sólo es un conflicto interminable entre la ambición de crear y la pasión de aniquilar. La joven se encoge de hombros y, con la inconsciencia de su mente inmadura, contesta que el tema le parece "aburridísimo". Sin embargo, apela a los ideales, pues ha escuchado en alguna parte que los grandes valores -"como el patriotismo"- representan la posibilidad de un futuro menos injusto. Los ideales nos enseñan que "la Coca-Cola y el McDonald's son la perdición de la humanidad. Lo sabe todo el mundo, en mi colegio lo saben hasta los bedeles". El militar, que se halla en la fase terminal de un cáncer, objeta que "la Coca-Cola y el McDonald's no han llevado a nadie a Auschwitz". Los nazis se movían por ideales e intentaron cambiar el mundo, exterminando a millones. No hace falta mucha perspicacia para señalar algo que ya es una evidencia: las ideologías son mucho más peligrosas que la sociedad de consumo. Tabucchi no descubre nada y nos importuna con un diálogo inverosímil y tedioso.

"Clof, clop, clofete, clopete" prosigue con las elucubraciones éticas. Un personaje acosado por el dolor físico y la pesadumbre moral lamenta que el ideal de una humanidad ilustrada haya desembocado en la rebelión de las masas: "el pueblo está siendo educado por el Gran Hermano, por eso lo votan, es un círculo vicioso". Los fragmentos citados establecen un parentesco indeseable entre Tabucchi, Susanna Tamaro y las jeremiadas de Lucía Etxebarría. ¿Hay algo que salvar? Un intimismo que no esconde su deuda con Pessoa, pero que carece de su desgarro y profundidad. Tabucchi nos habla de melancolía, falsos recuerdos, egotismo, pero su escritura se complace en un lirismo superficial, donde no se aprecia esfuerzo ni riesgo. No puede estar más lejos de Pessoa, que se debate con las palabras para hallar la forma que rompa su ensimismamiento.

Sólo en el breve relato "Entre generales", consigue reencontrarse con su mejor prosa, reconstruyendo la peripecia de dos oficiales enfrentados por la guerra fría, pero cuya secreta afinidad propiciará la reconciliación y una amistad tardía. Tabucchi crece como escritor cuando se limita a narrar historias. En literatura, el compromiso ético se manifiesta renunciado a la intromisión de un yo que moraliza y adoctrina.