La experiencia totalitaria
Tzvetan Todorov
15 octubre, 2010 02:00Tzvetan Todorov
Se trata de una antología de ensayos, algo menos extensa que la versión francesa (La signature humaine, 2009) de la que recoge sin embargo todo lo esencial, en la que se abordan temas relacionados con lo que en el título de otra de sus obras Todorov definió como la memoria del mal y la tentación del bien. Una fórmula que resume el núcleo del pensamiento del autor, para quien la distinción entre el bien y el mal es más sutil de lo que nos resultaría cómodo creer y el bien puede conducir a tentaciones peligrosas cuando seguros de poseerlo creemos imponerlo a los demás. El totalitarismo comunista es por supuesto el mejor ejemplo de ello, pues supuso la sumisión de todos los aspectos de la vida a la persecución de un ideal… en el que los propios dirigentes comunistas terminaron por no creer. Todorov, que lo conoció en directo durante su infancia y su juventud búlgara, ofrece observaciones muy penetrantes sobre la degradación moral que implica vivir bajo un régimen opresor cuya legitimación ideológica se ha convertido en un mero ritual vacío de contenido, pero además del comunismo son muchos otros los temas abordados en La experiencia totalitaria.
Un ensayo evoca la ejemplar trayectoria de Germaine Tillon, la joven francesa que luchó en la Resistencia, fue deportada a un campo de concentración, sobrevivió y denunció más tarde el Gulag soviético, para escándalo de izquierdistas bienpensantes, y las atrocidades de la guerra de Argelia, para escándalo de patriotas bienpensantes.
En otros se alude a ese riguroso intelectual que fue Raymod Aron, a las reflexiones finales de ese extraordinario testigo de los horrores de Auschwitz que fue Primo Levi, al cínico pragmatismo de Stalin tal como lo reflejan los diarios del comunista búlgaro Dimitrov, o a la extraordinaria historia de cómo los judíos búlgaros se salvaron en un país aliado de la Alemania nazi. Otros más denuncian los peligros que entrañan la creencia en la justicia universal o la imposición oficial de una memoria histórica. Cada lector elegirá los que más le interesen, pero hay uno de lectura obligatoria, el que constituye la introducción: rara vez se habrá condensado tanta sabiduría en tan pocas páginas.
El comunismo fue, como recuerda Todorov, la gran religión secular del siglo XX. Su atractivo residía en que satisfacía la sed de absoluto en un momento en que las religiones tradicionales no resultaban satisfactorias para muchos. La democracia liberal garantiza a todos la búsqueda de su propio ideal pero no ofrece, más allá de un mínimo consenso básico, un proyecto colectivo de salvación. En ello estriba su grandeza, pero también su debilidad frente a credos utópicos como el comunista. Un credo utópico que no se reconoce como tal, sino que se presenta como la expresión de las leyes científicas que rigen la historia humana. En los términos usados por Marx y Engels es el "socialismo científico", pero Todorov subraya que su actitud no es científica, sino "cientifista", algo muy distinto.
El "cientifismo", es decir la creencia en que es posible identificar unas leyes que rigen la historia humana y a las que los seres humanos debieran someterse, no es para Todorov sino un trasunto secularizado de la fe en la providencia divina. Pero una vez en el poder, el comunismo no establece una teocracia laica, una "ideocracia": no es la ideología sino la voluntad del dictador la que impera y la mentira y el cinismo dominan la vida cotidiana. Hitler decía lo mismo que hacía: ofrecía a los demás pueblos sumisión o exterminio, mientras que Stalin decía lo contrario de lo que hacía: prometía paz y democracia. Lo cual ha contribuido a que la memoria del comunismo no sea, al menos en Europa occidental, ni mucho menos tan negra como la del nazismo. Otros factores, que señala Todorov, han contribuido también a ello. Aquí no ha habido dictaduras soviéticas sino fascistas y el militante comunista medio solía ser un tipo decente que creía en su versión del bien común, muy diferente del arribista que solía medrar en las grises dictaduras tardocomunistas de la Europa del Este.
Cabe suponer que un implacable crítico del comunismo como Todorov sea un defensor de los derechos humanos, del liberalismo y de la economía de mercado. Lo es, pero no olvida nunca el peligro que supone la tentación del bien y por ello en unas páginas tan breves como brillantes aborda la crítica de dos corrientes que sin ser totalitarias presentan algunos inquietantes rasgos utópicos: el mesianismo democrático y el ultraliberalismo. El primero, defendido en estos últimos años por los llamados neoconservadores pero no sólo por ellos, consiste en la convicción de que es justo y conveniente invadir países en nombre de los derechos humanos. Tras la experiencia reciente, no parece que de momento goce de mucho predicamento, pero no cabe decir lo mismo del ultraliberalismo, en cuya crítica Todorov muestra su envidiable capacidad para inventar expresiones tan sarcásticas como precisas. "Liberalismo científico" lo llama y también "ultraliberalismo de Estado". Del mismo modo que Marx y Engels creían que su socialismo se basaba en las leyes científicas de la historia, Hayek, Mises y sus seguidores ultraliberales muestran, según Todorov, una ingenua confianza en que el libre juego de las fuerzas de mercado nos llevaría al mejor de los mundos posible, para lo cual sólo es necesario que el Estado no intervenga… o mejor dicho que sólo intervenga para eliminar todas las trabas al mercado.
Pudiera pensarse que con sus críticas a derecha e izquierda Todorov cae en el relativismo nihilista, en la concepción de que nada es válido. No se priva incluso de citar la deliciosa fábula de Montesquieu en la que un príncipe persa tras derrotar a un aspirante rival al trono le afea su traición, a lo que el desafortunado vencido le replica que sólo con la última batalla se ha sabido quien de los dos era el traidor. Pero Tzvetan Todorov no es un nihilista. Su advertencia más valiosa es que la educación moral, siempre imperfecta en el jardín de Montaigne, exige superar, de manera sucesiva o simultánea, las trampas del nihilismo, del egocentrismo y del maniqueísmo. Es decir que es posible distinguir el bien del mal, pero que nos alejaremos del bien si llegamos a creer que lo poseemos y que nuestros adversarios representan tan sólo el mal. Una reflexión que bien vale, por sí sola, un premio Príncipe de Asturias.
Portazos democráticos
Por Fernando Aramburu
El miedo incentiva las tendencias conservadoras. Un conservador no es forzosamente un hombre de derechas. Abunda en la Europa actual el conservadurismo de izquierdas. Conservador es quien postula una versión inmutable de la realidad. Es comprensible que, sintiéndose complacido o seguro en ella, tema perderla. Su elemental egoísmo encuentra albergue propicio en las democracias occidentales. Cunde en ellas la convicción de que abrir la puerta entraña peligro. Nuestros antepasados la abrieron para salir a dominar el mundo y, al tiempo que lo esquilmaban, explicarlo; nosotros empleamos nuestras energías en consumir azúcar, poseer señas de identidad y sentirnos amenazados. Tenemos miedo de que nos roben la grasa. Interpretamos cualquier cambio en nuestra cultura como una agresión. Seres descorbatados nos atacan con su sola presencia. Exportamos valores democráticos en carros de combate. Seríamos capaces de cometer cualquier barbaridad con tal de no ser bárbaros. De hecho, no paramos de hacerlo.