Vargas Llosa, todavía la literatura
¿Amable? ¿Armonioso? No hablo de la personalidad del hombre, sino del escritor, desde ya premio Nobel. Poco resta ya por decir, no tanto porque la crítica haya penetrado en todos los entresijos de su producción literaria, sino porque es un autor tan leído que apenas queda resquicio para descubrirle mediterráneos a sus fieles. Literatura, en efecto, afable para sus lectores, complaciente no tanto porque edulcore la realidad, frecuentemente tremenda, sobre la que trata sino por la forma seductora con la que aborda. Y armoniosa porque aunque escribidor, y a mucha honra, en Vargas Llosa la creación novelística nunca deja de manar de una incontenible pasión por la literatura.
No falta, así, en su trayectoria una línea ensayística proyectada a base de sus libros sobre García Márquez, Arguedas u Onetti, su estudio sobre Madame Bovary, sus ensayos sobre la novela moderna o sus Cartas a un joven novelista. Para el autor de La fiesta del Chivo la vocación literaria no es un pasatiempo, sino una dedicación exclusiva y excluyente que le exige no solo crear literatura, sino también, en cierto modo, hacer proselitismo. Además, al tratar de otros autores y obras está a la vez ofreciéndonos claves imprescindibles para la cabal comprensión de las suyas, como sucede con sus estudios sobre Tirant lo Blanch, o con Historia secreta de una novela, en donde desvela claves de La casa verde.
Siendo un clarividente teórico de la literatura, nunca se deja vencer por el pesado lastre de la terminología narratológica sino que, por el contrario, alumbra expresiones tan brillantes como fueron en su momento “historia de un deicidio”, “la orgía perpetua” o “la verdad de las mentiras”. A este respecto, yo destacaría el rubro “el divino estenógrafo”, acuñado en su estudio sobre Los Miserables para referirse a su narrador y autor implícito, el alter ego que el escritor precisaba para saciar sus ansias de totalidad deicida y erigir un universo cerrado donde lo sublime va de la mano de lo trivial, lo angélico de lo perverso, y lo histórico de lo particular.
Cuando en 1996 Mario Vargas Llosa ingresaba en la Real Academia española, en aquel trance se fijó, precisamente, en la obra de un autor al que había leído de niño y que ya empezaba a ser olvidado, Azorín. No me dejó de sorprender, por otra parte, la lectura hace un año de un artículo en el que el autor de Conversación en la Catedral se mostraba entusiasmado por la caudalosa narratividad del malogrado Stieg Larsson. Me pareció entonces que Vargas Llosa subrayaba, quizás en exceso, una virtud del popular novelista sueco de la que él también disfruta sobradamente, su desbordada capacidad de narrar, pero que, al tiempo, muy generosamente, no ponía en evidencia las palmarias carencias de éste. En definitiva, intentaba convencernos de que una novela puede ser formalmente imperfecta y, al mismo tiempo, excepcional.
Muchos prolijos best sellers se caracterizan por una paradójica desliteraturización de la literatura. Por su no-estilo, como si una prosa con autoconciencia de sus virtualidades pudiese convertirse en la gran enemiga de lo que se pretendía contar. Exactamente lo contrario de lo que los lectores de Azorín encontramos en sus novelas, donde acaso no sucedan muchas peripecias, pero en las que la lengua luce por sí misma en toda su expresividad.
La novelística de Vargas Llosa representa un ejemplo de armoniosa alianza entre la riqueza de las historias contadas y la suntuosidad del discurso en el que se cuentan. Con él no tiene sentido la contradicción que Eco estableciera entre cultura popular y cultura de elite. Nadie mejor que nuestro flamante Nobel ha sido capaz de seducir amablemente a una gran masa de lectores contándoles historias llenas de sentido con una prosa tan bella como eficaz, y con un dominio de las estrategias narrativas que el Modernismo internacional del primer tercio del siglo XX instrumentó para trascender otra prodigiosa manera de hacer novela, la del realismo y naturalismo del siglo anterior.