Comienzo del relato Casa nuestra
Del libro de Carlos Marzal Los pobres desgraciados hijos de perra
20 diciembre, 2010 01:00Carlos Marzal. Foto: Alberto Di Lolli.
Tusquets
Los verdes del jardín habían virado hacia tonalidades distintas, teñidos por la luz de septiembre, que tendía su gasa apenas perceptible sobre todas las cosas. Sobre los edificios y las calles, sobre la brisa y las nubes, sobre los animales y los hombres.
La luz de septiembre -él podía percibirlo desde niño- empujaba en su arrastre tornasoles grisáceos, matices amarillentos, visos de un azul muy tenue, y daba a los objetos una corporeidad que nada tenía que ver con la del resto del año. Era como si adquiriesen un volumen adicional contra el fondo en que esos objetos estaban inscritos. Después de los bochornos de agosto, septiembre bendecía la realidad con su luz balsámica.
Desde que murieron sus padres y disponía de toda la casa para él, ocupaba el dormitorio más grande de la primera planta, porque daba por un balcón a la calle, y por el otro al jardín. Se inundaba de luz. Había sido siempre el cuarto de sus padres, y en la cama de matrimonio que lo presidía habían muerto los dos.
Primero su madre, ahogada en las serosidades de un edema que no parecía manar de sus pulmones, sino provenir de una fuente. Ella, que profesaba desde la infancia un aborrecimiento reverencial hacia el mar, y que sufrió la fobia de temer morir ahogada, acabó por ahogarse en sus propios humores.
La última noche él estaba junto a la cama tutelar de madera, con aquel cabezal y aquellos pies macizos que le daban un aspecto de solidez remota, de firmeza imposible de imitar en el presente: esos muebles que aspiraban a desafiar el paso del tiempo, que se jactaban de su condición eterna, como si dijesen: Os iréis los hombres, pero nosotros no, nosotros nos quedaremos aquí. Como si repitieran: la madera de la que estamos hechos es más fuerte que vuestra carne.
Recordaba la agonía como un suplicio. Velaron a su madre la tía abuela de Luis, África, y él mismo, porque su padre había desertado tiempo atrás de cualquier obligación, gracias a esa desvergüenza autoprotectora que los viejos desarrollan para sobrevivir. Recordaba que en mitad de la noche, cuando su madre hacía mucho que permanecía inconsciente, su tía abuela África, que no daba ninguna importancia al hecho de que alguien se muriera, porque era algo que la gente acostumbraba a hacer desde el comienzo de los días, se quedó contemplando pensativa la araña que colgaba del techo de la habitación y dijo:
-¡Caramba, hay que ver lo preciosas que son las lágrimas de la lámpara esta!
Entonces su madre recuperó la consciencia por última vez y comentó indignada:
-Qué cosas se te ocurren en estos momentos, Cuca -que era como llamaban en familia a la tía abuela África.
«La vida», pensó Luis, «tiene un extraño sentido del humor, una permanente vocación tragicómica. Los hombres separan los géneros y establecen distinciones puras, pero la vida no sabe hacerlo. No quiere hacerlo. La vida es impureza y confusión.»
Luego murió su padre, que desde hacía muchos años se había dedicado a cultivar el abandono de su voluntad, al ejercicio de ir perdiendo el gusto por la vida. Él, que había sido un vitalista moderado, pero constante, un buen huésped en el hotel del universo, cuando cumplió los setenta y sus facultades declinaron de una vez por todas, decidió retirarse del mundo poco a poco.
Se retiró no sólo del gusto por comer, sino del comer mismo, hasta que alcanzó el aspecto de un faquir, con cierta condición translúcida. Se retiró de la lectura de novelas, la única pasión que mantuvo desde la juventud. Se retiró de las conversaciones, haciéndose el sordo, o encogiéndose de hombros ante cualquier pregunta o comentario, como si ese gesto supusiese todo lo que opinaba al respecto de cualquier asunto pasado, presente o por venir. Y un buen día no se despertó: amaneció muerto en su cama, con una mueca de sorpresa, quién sabe si por lo que había visto al otro lado del espejo o por lo que abandonaba en esta orilla.
Desde el balcón, Luis observó como cada mañana los montes de Portacoeli. Las gibas de aquellos pinares le proporcionaban una sensación de pertenencia a un paisaje, una ilusión de arraigo físico. Estuviese en donde estuviese, pensaba en la Sierra Calderona y en su casa como en un punto umbilical, un gozne que lo fijaba a él a la tierra y que permitía a la tierra girar alrededor del sol. En aquel preciso rincón del mapa se clavaba la punta del compás con el que después se trazaban los círculos concéntricos en que el destino consistía.
Cuando lo asaltaban sus hipocondrías frecuentes y sus aprensiones, las desechaba mediante el recurso de imaginarse a resguardo en la casa de Portacoeli, entre sus gruesos muros de rodeno, al amparo de sus libros, custodiado por los objetos que su familia había ido acumulando a lo largo de varias generaciones y protegido por los fantasmas benignos de los cuartos. En los vaivenes habituales de su espíritu, cuando se dedicaba a hacerse reproches dolorosos sobre su propia suerte, el hecho de saber que vivía en aquella casa le concedía un respiro, y hacía que acabara perdonándose con complacencia maternal.
Las casas -lo sabía- resultaban importantes para todos los hombres. Eran nidos, refugios. Las cuevas primigenias en las que prender fuego y protegerse de la intemperie, de los animales que acechaban fuera. Pero en su caso esa importancia le parecía aún mayor, y no sólo por el hecho de ser suya, sino porque estaba convencido de que los lectores verdaderos -y él se consideraba un lector de verdad, su única vocación sincera- mantenían con su casa una relación más sentimental que el común de los individuos. [...]