Patricia Highsmith: Biografía definitiva
Este tratamiento biográfico de Patricia Highsmith (Fort Worth, Texas, 1921-Locarno, Suiza, 1995) ofrece una novedad importante: la escritora norteamericana, maestra indiscutible de la novela de crimen, aparece tal y como fue, una mente perversa que creó personajes ponzoñosos. Joan Schenkar no la aprisiona en una biografía convencional, donde la cronología y el sentido común actúan de fronteras o de cárcel, y en que las convenciones convierten al autor en un raro, si bien una persona merecedora de llevar una corona de laurel sobre las sienes. Al contrario, las circunstancias personales reveladas en estas páginas, conocidas por cuantos hayan leído sus novelas, indican que la escritora alimentaba sentimientos divergentes, que revelan un cuadro emocional de estridente visceralidad, escasamente recomendable.
La escritora tejana vivió obsesionada con su madre, Mary Coates, una artista e ilustradora de nota, poseída por el deseo de agradarla, de estar con ella, y manejaba mal su lesbianismo, marcado por las ciento y una aventuras, que casi siempre terminan en la humillación del otro. Un continuo cambio de identidad, presente también en los personajes de sus ficciones, sumado a los vaivénes emocionales, del amor que se convierte en odio, incluso llegando al deseo de estrangular a la pareja, sobrecargaban su sistema nervioso, desquiciando el equilibrio de su conducta. A la vez, una frialdad emocional congénita inspiró numerosos momentos de ficción y dieron vida a personajes que enardecieron la pasión de muchos lectores, despertando el ardor del hombre civilizado por conocer los lados ásperos de la existencia.
La escritura de la biografía supuso una travesía infernal para Joan Schenkar, quizás la mejor autora de teatro norteamericano contemporáneo y una biógrafa consumada (Dolly Wilde, 2000), pues no sólo la perversidad del carácter de Pat Highsmith rallaba sus entrañas, sino también su patente antisemitismo. Disfrutaba mandando cartas contra los judios a los periódicos, firmadas con seudónimo, que ofendían la sensibilidad de la judía Schenkar. Durante los ocho años de investigación para el libro, que contó con el privilegio de leer los archivos suizos de la escritora, realizar las entrevistas con gentes que la conocieron, y la redacción del texto, hubo momentos en que casi abandonó la tarea. El acceso a cuadernos de notas y apuntes autobiográficos que ofrecen una visión directa del espíritu atormentado, difícil, contradictorio, perverso, constituía en verdad una bendición envenenada.
La originalidad con que Schenkar aborda la figura de Highsmith resulta digna de encomio. Orilla la uniformidad impuesta por el universalismo ilustrado, y devuelve al individuo el derecho a ser diferente, incluso cuando le resulta repugnante. Además, rechazó el redactar una biografía cronológica en favor de la presentación de una sucesión de los grandes momentos y temas de la vida de Highsmith, la madre, el alter ego, los estudios sociales, y demás. La principal razón fue el hecho de que la tejana siempre estaba cambiando de papel, de identidad personal, en un momento era de una manera y en el siguiente una emoción trasnochada, del pasado, del ayer lejano, de la infancia o de la juventud, irrumpía en su mente y le cambiaba el humor. Los conocimientos elementales de psicología del lector común apenas llegan a explicar tal conducta, si bien gracias a la pluma rica en matices de Schenkar podemos constatar su existencia.
La lectura permite seguir la vida de Highsmith según las grandes obsesiones que la dominaron. Comienza con su nacimiento en Texas, unos días después de que el padre se divorciará de su madre, la educación en casa de la abuela, el nuevo matrimonio de la madre, que siempre irá unido al odio hacia su padrastro, Stanley Highsmith, porque le robó el amor materno. También sus inicios profesionales contribuyen mucho a la exploración de la personalidad. Los años de estudiante en Nueva York, en la prestigiosa Barnad College, una universidad para mujeres, escenario de infinitas aventuras sexuales, con mujeres y ocasionamente con hombres. Nunca debemos olvidar que el lesbianismo era considerado en EE.UU., igual que en España, un delito e incluso una enfermedad.
Durante este período neoyorquino escribió libros de cómic y cultivó la amistad de otro escritor de conducta divergente, Truman Capote. La fama llegó con Extraños en el tren (1950) y, sobre todo, con la adaptación al cine de la novela hecha al año siguiente por Alfred Hitchcock. Constituyó un rotundo éxito, como luego lo sería La Ripliada, o las cinco novelas protagonizadas por Tom Ripley, que comenzaron la entrega mejor conocida, El talento de Mr. Ripley (1955), llevada a la pantalla por Anthony Minghella en 1999, siendo Matt Damon quien encarnó al viscoso individuo. Los viajes al extranjero, la mudanza a Europa, manifiestan que la inquietud de los personajes de sus novelas proviene de ella misma. Primero emigró a Inglaterra (1963), luego pasó a residir en Francia (1967), para posteriormente mudarse a Suiza (1981), donde murió. Fue una vida solitaria, centrada en un yo incapaz de salir y socializar con otros, donde el sexo y el alcohol protagonizaron muchas jornadas. Se cuenta que en su casa casi nunca había comida, quizás un poco de mantequilla de cacahuete y vodka, mucho vodka, mientras la alcohólica y solitaria figura de la autora volcada sobre la máquina de escribir diseñaba a sus personajes, para lo que le bastaba con espumear el acíbar de su espíritu endemoniado.
Vivió encerrada en sí misma, aprisionada por un carácter imposible, que nadie supo explicar ni menos justificar. El único hilo que se puede encontrar para hilvanar el progreso de su existencia fue el deseo de poner en papel, en sus cuadernos y diarios, en las novelas, el perenne malestar, los cambios de humor, las contradicciones, la capacidad para trasformar los momentos amenos, como el placer de la intimidad sexual, en instantes cuando surge la traición, el mal. La sorpresa es que los deseos confesados en el secreto de sus cuadernos coinciden con los representados por sus personajes en los textos de ficción. Fue una persona que vivió encerrada en su miseria, no por voluntad propia, sino por la incapacidad de actuar de manera diferente. El ayer, sus padres, los recuerdos de la infancia, los supuestos idilios de juventud en vez de aliviar su mente, la reafirman en su desgracia. Parece como si su cerebro fuera habitado por una multitud de voces, que sólo se calmaban cuando la necesidad de escribir la concentraba en una historia, al trasvasar sus frutraciones al papel.
La lectura de las novelas de Patricia Highsmith, que ha fascinado a tantos lectores de los cinco continentes, exige desde ahora ser realizada pensando que las innumerables peculiaridades anímicas deben considerarse autobiográficas. La redacción de una biografía de estas características, según ha declarado la propia Schenkar, será imposible en el futuro, pues faltarán los diarios, ya que cuanto aparece en los blogs, en Internet, se parece más, según ella, a “un baile de máscaras” que a confesiones sinceras.
Estamos, pues, ante un libro único y una especie literaria, la biografía, a extinguir, que apenas podemos dejar de lado.