Image: La bofetada

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Letras

La bofetada

Christos Tsiolkas

3 agosto, 2011 02:00

Christos Tsiolkas

RBA, 539 páginas, 23 euros.

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'La bofetada' es la novela que ha dado fama internacional al australiano Christos Tsiolkas (Melbourne, 1965). Con un lenguaje directo, desprovisto de florituras, narra un episodio aparentemente trivial que despierta una serie de recuerdos, traumas, frustraciones y reflexiones morales que sacuden la conciencia del lector. Escrita desde el punto de vista de ocho personajes diferentes, a continuación ofrecemos un fragmento de uno de ellos.


Con los ojos todavía cerrados, un sueño que se disolvía y ya era imposible de recuperar, la mano de Hector buscó lentamente por la cama. Bien. Aisha ya se había levantado. Dejó escapar un pedo victorioso, enterrando la cara hondamente en la almohada para huir del hedor húmedo a metano. «No quiero dormir en un vestuario de chicos», se quejaba siempre Aisha los raros momentos en que, involuntariamente, se olvidaba de todo ante ella. A lo largo de los años había aprendido a refrenar su cuerpo, a permitir que se soltara únicamente en soledad; tirarse pedos y mear en la ducha, eructar a solas en el coche, no ducharse ni lavarse los dientes en todo el fin de semana cuando ella estaba fuera, en algún congreso. No es que su mujer fuese una mojigata, lo que pasaba sencillamente es que al parecer no toleraba apenas los olores y las expresiones del cuerpo masculino. Él mismo no tenía ningún problema en dormir en un vestuario femenino, rodeado por el aroma húmedo y fragante de coño joven y dulce. Flotando, aún atrapado en las tiernas garras del sueño, se retorció para ponerse de espaldas y apartó la sábana de su cuerpo. «Coño joven y dulce.» Lo dijo en voz alta.

Connie.

Al pensar en ella, el sueño soltó las garras con las que lo atrapaba. Aish habría pensado que era un pervertido, si le hubiese oído. Pero no era eso, en absoluto. Sencillamente le encantaban las mujeres. Jóvenes, viejas, las que empezaban apenas a florecer y las que empezaban ya a marchitarse. Y pensó avergonzado, quizá violento por su propia vanidad, que sabía que también él gustaba a las mujeres. Las mujeres le adoraban.

«Levántate, Hector -se dijo a sí mismo-. Es hora de empezar la rutina.»

La rutina era una serie de ejercicios que ejecutaba sin falta cada mañana. Nunca duraban más de veinte minutos. De vez en cuando, si se despertaba con dolor de cabeza o resaca, o con una combinación de ambas cosas, o sencillamente con un tedio que parecía salirle de muy dentro, de lo que solo podía imaginar que era su alma, se las arreglaba para acabar en menos de diez minutos. No era un cumplimiento estricto de la rutina lo que importaba, sino sencillamente, asegurarse de que la completaba... Hasta cuando estaba enfermo se obligaba a hacerlo. Se levantaba, cogía unos pantalones de deporte, se ponía la camiseta que había llevado el día anterior y realizaba una serie de nueve estiramientos, cada uno de los cuales aguantaba hasta contar treinta. Luego se echaba en la alfombra del dormitorio y hacía ciento cincuenta abdominales sentado, y otros cincuenta boca abajo. Acababa con una serie final de tres estiramientos. Luego iba a la cocina y encendía la cafetera eléctrica, y luego se dirigía a la cafetería que había al final de la calle y compraba el periódico y un paquete de cigarrillos. De vuelta a casa, se servía un café, salía a la veranda de atrás, encendía un cigarrillo, buscaba las páginas de deportes y empezaba a leer. En ese momento, con el periódico extendido ante él, el aroma del café amargo en la nariz, el primer golpe del humo de tabaco, con todas las miserias, pequeñas gilipolleces y nervios y ansiedades del día todavía por delante, nada importaba. En aquel momento, aunque solo fuera por un momento, era feliz.

Hector había descubierto en la niñez que la única manera de desafiar la inerte y asfixiante alegría del sueño era salir disparado de él, obligarse a abrir los ojos y salir directamente de la cama. Pero por una vez, se quedó echado y apoyado en la almohada y permitió que los sonidos de su familia poco a poco le fueran llevando a la vigilia completa. Aisha tenía puesta la radio estéreo de la cocina en una emisora de FM de música clásica, y la Novena sinfonía de Beethoven inundaba la casa. Desde el salón, Hector oía los chirridos electrónicos y los diminutos retumbos de un juego de ordenador. Se quedó quieto un momento, luego apartó la sábana y miró su propio cuerpo desnudo. Levantó el pie derecho y vio cómo volvía a aterrizar en la cama. «Hoy es el día, Hector -se dijo a sí mismo-, hoy es el día.» Saltó de la cama y se puso unos calzoncillos rojos, se metió una camiseta por la cabeza, meó larga y sonoramente en el aseo adjunto a la habitación y entró en la cocina. Aisha estaba cascando huevos en una sartén, y la besó en el cuello. La cocina olía a café. Apagó la radio a mitad de un crescendo.

-Eh, lo estaba escuchando.

Hector rebuscó entre un montón de discos compactos apilados de cualquier manera junto al aparato reproductor. Sacó un disco de su funda y lo puso en el aparato. Fue pulsando los números hasta que encontró la canción que quería, y sonrió cuando empezaron a sonar las primeras y confiadas notas de la trompeta de Louis Armstrong. Volvió a besar a su mujer en el cuello.

-Hoy es el día de «Satchmo» -le susurró a ella-. Hoy va a ser West End blues. Realizó sus ejercicios lentamente, contando hasta treinta con alientos lentos y medidos. Entre cada grupo de ejercicios, se balanceó con la lenta y sensual progresión de la música de jazz. Se aseguró de que con cada abdominal sentado sentía la tensión de los músculos en el vientre, y con cada abdominal boca abajo, era consciente del tirón de los músculos en el tríceps y los pectorales. Aquel día quería notar su cuerpo. Quería saber que estaba vivo, fuerte y preparado.

Para acabar, se limpió el sudor de la frente, recogió la camisa del suelo, donde la había tirado la noche anterior, y metió los pies en las sandalias.

-¿Quieres algo de la tienda?

Aisha se rió de él.

-Pareces un vagabundo.

Ella nunca salía de casa sin ir maquillada o adecuadamente vestida. Tampoco es que usara mucho maquillaje, porque no lo necesitaba: era una de las cosas que le habían atraído de ella, en un principio. Nunca le habían gustado esas chicas que llevaban una espesa capa de maquillaje, polvos y pintalabios. Pensaba que era un poco de putilla, y aunque era consciente del ridículo conservadurismo de esa reacción, no podía admirar a una mujer que fuese muy pintada, por muy bella que fuese objetivamente. Aisha no necesitaba la ayuda del maquillaje. Su piel oscura era suave, sin mácula, y sus ojos enormes, hundidos y oblicuos brillaban en su rostro largo, esbelto, escultural.

Hector se miró las zapatillas y sonrió.

-¿Y quieres que te traiga algo de la tienda este vagabundo?

Ella negó con la cabeza.

-No. Pero irás al súper esta mañana, ¿no?

-Dije que lo haría, ¿verdad?

Ella levantó la mirada hacia el reloj de la cocina.

-Será mejor que te des prisa.

Él no contestó, irritado por su comentario. No quería darse prisa aquella mañana. Quería tomárselo todo lentamente, con calma.

Cogió el periódico del sábado y dejó un billete de diez dólares en el mostrador. El señor Ling ya se dirigía a coger el paquete dorado de Peter Jackson Super Milds, pero Hector le detuvo. -No, hoy no. Hoy quiero un paquete de Peter Styuvesant rojos. Paquete blando. Póngame dos. -Hector recuperó el billete de diez dólares y puso uno de veinte en el mostrador. -¿Cambia de humo? -Es el último día, señor Ling. Va a ser el último día que fume. -Muy bien. -El anciano le sonreía-. Yo fumo solo tres al Aisha se rió de él. -Pareces un vagabundo. Ella nunca salía de casa sin ir maquillada o adecuadamente vestida. Tampoco es que usara mucho maquillaje, porque no lo necesitaba: era una de las cosas que le habían atraído de ella, en un principio. Nunca le habían gustado esas chicas que llevaban una espesa capa de maquillaje, polvos y pintalabios. Pensaba que era un poco de putilla, y aunque era consciente del ridículo conservadurismo de esa reacción, no podía admirar a una mujer que fuese muy pintada, por muy bella que fuese objetivamente. Aisha no necesitaba la ayuda del maquillaje. Su piel oscura era suave, sin mácula, y sus ojos enormes, hundidos y oblicuos brillaban en su rostro largo, esbelto, escultural. Hector se miró las zapatillas y sonrió. -¿Y quieres que te traiga algo de la tienda este vagabundo? Ella negó con la cabeza. -No. Pero irás al súper esta mañana, ¿no? -Dije que lo haría, ¿verdad? Ella levantó la mirada hacia el reloj de la cocina. -Será mejor que te des prisa. Él no contestó, irritado por su comentario. No quería darse prisa aquella mañana. Quería tomárselo todo lentamente, con calma. Cogió el periódico del sábado y dejó un billete de diez dólares en el mostrador. El señor Ling ya se dirigía a coger el paquete dorado de Peter Jackson Super Milds, pero Hector le detuvo. -No, hoy no. Hoy quiero un paquete de Peter Styuvesant rojos. Paquete blando. Póngame dos. -Hector recuperó el billete de diez dólares y puso uno de veinte en el mostrador. -¿Cambia de humo? -Es el último día, señor Ling. Va a ser el último día que fume. -Muy bien. -El anciano le sonreía-. Yo fumo solo tres al Aisha se rió de él. -Pareces un vagabundo. Ella nunca salía de casa sin ir maquillada o adecuadamente vestida. Tampoco es que usara mucho maquillaje, porque no lo necesitaba: era una de las cosas que le habían atraído de ella, en un principio. Nunca le habían gustado esas chicas que llevaban una espesa capa de maquillaje, polvos y pintalabios. Pensaba que era un poco de putilla, y aunque era consciente del ridículo conservadurismo de esa reacción, no podía admirar a una mujer que fuese muy pintada, por muy bella que fuese objetivamente. Aisha no necesitaba la ayuda del maquillaje. Su piel oscura era suave, sin mácula, y sus ojos enormes, hundidos y oblicuos brillaban en su rostro largo, esbelto, escultural. Hector se miró las zapatillas y sonrió. -¿Y quieres que te traiga algo de la tienda este vagabundo? Ella negó con la cabeza. -No. Pero irás al súper esta mañana, ¿no? -Dije que lo haría, ¿verdad? Ella levantó la mirada hacia el reloj de la cocina. -Será mejor que te des prisa. Él no contestó, irritado por su comentario. No quería darse prisa aquella mañana. Quería tomárselo todo lentamente, con calma. Cogió el periódico del sábado y dejó un billete de diez dólares en el mostrador. El señor Ling ya se dirigía a coger el paquete dorado de Peter Jackson Super Milds, pero Hector le detuvo. -No, hoy no. Hoy quiero un paquete de Peter Styuvesant rojos. Paquete blando. Póngame dos. -Hector recuperó el billete de diez dólares y puso uno de veinte en el mostrador. -¿Cambia de humo? -Es el último día, señor Ling. Va a ser el último día que fume. -Muy bien. -El anciano le sonreía-. Yo fumo solo tres al día. Uno por la mañana, otro después de comer y otro cuando cierro la tienda.

-Ojalá pudiera hacer lo mismo. -Pero los últimos cinco años no había parado de dejarlo y luego volver a fumar otra vez, de asegurarse a sí mismo que podía fumar solo cinco, por qué no, cinco al día no harían tanto daño, pero la verdad es que no podía parar y se precipitaba a acabarse todo el paquete. Cada vez. Envidiaba a aquel viejo chino. Le habría gustado mucho fumar solo tres, cuatro, cinco al día. Pero no podía. Los cigarrillos eran como una amante maligna para él. Encontraría la determinación necesaria, empaparía el paquete bajo el grifo y lo arrojaría al cubo de la basura, decidido a no volver a fumar nunca más. Había intentado dejarlo a palo seco, la hipnosis, los parches, los chicles; quizá durante unos pocos días, una semana, incluso un mes, podía resistir todas las tentaciones. Pero luego gorreaba un cigarrillo en el trabajo, o en el pub, o después de una cena, e inmediatamente caía de nuevo en los brazos de su amante desdeñada. Y la venganza era terrible. Volvía a adorarla, no era capaz de pasar la mañana sin ella. Era irresistible. Y luego un domingo por la mañana, cuando los niños estaban en casa de sus padres y él y Aisha tenían una mañana libre para el sexo lento, fácil y delicioso, y la envolvía con sus brazos, y le susurraba: «Te amo, tú eres mi mayor alegría, tú eres mi mayor compromiso», ella se volvía con una sonrisa sardónica y replicaba: «No, no soy yo, son los cigarrillos tu verdadero amor, son los cigarrillos tu auténtico compromiso».

La lucha fue cruel, extenuante: se chillaron el uno al otro durante horas. Ella le hirió, destrozó su orgullo. Él quedó especialmente mortificado al darse cuenta de que solo fumando cigarrillos febrilmente había conseguido un cierto control de la discusión. Él la acusó de darse aires de superioridad y de ser una puritana de clase media, y ella replicó con una letanía de sus debilidades: era perezoso, vanidoso, pasivo y egoísta, y carecía de voluntad. Sus acusaciones le dolieron mucho porque sabía que eran ciertas.

De modo que decidió dejarlo. Dejarlo de verdad aquella vez. Ni siquiera se molestó en decírselo a ella; no habría podido soportar su escepticismo. Pero iba a dejarlo.

La mañana era cálida y se quitó la camiseta al sentarse fuera en la mesa de la veranda con su café. En cuanto encendió el cigarrillo, Melissa salió corriendo por la puerta de atrás y se echó en sus brazos chillando.

-¡Adam no me deja jugar! -aullaba, y se la sentó en el regazo y le acarició la cara. La dejó llorar hasta que se cansó. No necesitaba aquello, no quería aquello, no aquella mañana precisamente. Quería fumarse el cigarrillo en paz. Nunca había suficiente paz. Pero jugueteó con el pelo de su hija, la besó en la frente, esperó a que se secasen sus lágrimas. Apagó el cigarrillo y Melissa vio cómo se extinguía el humo.

-No tendrías que fumar, papi. Provoca cáncer.

Repetía como un lorito las advertencias que había aprendido en el colegio. Los niños se peleaban con las tablas del ocho, pero sabían que fumar provoca cáncer de pulmón y que el sexo sin protección causa enfermedades venéreas. No quiso reñirle. Por el contrario, la cogió en brazos y la llevó al salón. Adam estaba absorto en su juego de ordenador y no levantó la vista.

Hector aspiró con fuerza. Le apetecía darle una patada a aquel cabroncete, pero lo que hizo fue colocar a su hija junto a su hijo y quitarle la consola al chico.

-Ahora le toca a tu hermana.

-Pero es pequeña. No lo hace bien.

Adam se había cruzado de brazos con fuerza y miraba con expresión rebelde a su padre, con el suave vientre abultado por encima de la cinturilla de sus vaqueros. Aisha insistía en que aquella gordura infantil desaparecería con la adolescencia, pero Hector no estaba demasiado convencido. El chico estaba obsesionado con las pantallas: con su ordenador, con el televisor, con su PlayStation. Su lentitud ponía nervioso a Hector. Siempre se había enorgullecido mucho de su atractivo y de su bonito cuerpo; de adolescente jugaba bastante bien al fútbol, y era un nadador mejor aún. No podía evitar ver la excesiva corpulencia de su hijo como un desaire. A veces se avergonzaba de que le viesen en público con Adam. Consciente de la naturaleza escandalosa de tales pensamientos, nunca se los había revelado a nadie. Pero no podía evitar sentirse decepcionado, y siempre parecía tener que estar regañando a su hijo. «¿Te vas a pasar todo el día sentado delante de la tele? Hace un día precioso, ¿por qué no juegas fuera?» La respuesta de Adam era quedarse callado, o enfurruñarse, cosa que no hacía más que alimentar la exasperación de Hector. Tenía que morderse los labios para no insultar al niño. Algunas veces Adam levantaba la vista con un aire tan dolido de perplejidad que Hector sentía un bochorno apabullante.

-Vamos, chico, dale una oportunidad a tu hermana.

-Lo estropeará todo.

-Ahora.

El chico arrojó la consola al suelo, se levantó tambaleante y corrió hacia su dormitorio, y cerró la puerta dando un portazo.

Cogiendo la mano de su padre, Melissa se lo quedó mirando.

-Yo quiero jugar -lloraba otra vez.

-Juega sola.

-Yo quiero jugar con Adam.

Hector toqueteó el paquete de cigarrillos que tenía en el bolsillo.

-Es justo que tengas tú también un tiempo para jugar con los videojuegos. Adam era injusto contigo. Vendrá y jugará contigo dentro de un momento, espera y verás. -Mantenía la voz deliberadamente tranquila, casi dando un ritmo infantil de cancioncilla a todos aquellos tópicos. Pero Melissa no se calmaba.

-Yo quiero jugar con Adam -gimió, y se agarró más fuerte a su mano. Su primer instinto era soltarse. Culpable, acarició tiernamente la manita de la niña y la besó en la parte superior de la cabeza.

-¿Quieres venir a comprar conmigo?

El llanto había cesado, pero Melissa todavía no estaba dispuesta a reconocer su derrota. Miró hacia la puerta que había cerrado Adam de golpe, abatida.

Hector soltó su mano de la de ella.

-Tú eliges, cariño. Puedes quedarte aquí y jugar con el videojuego tú sola, o puedes venir conmigo a comprar. ¿Qué prefieres?

La niña no respondió.

-Bien. -Hector se encogió de hombros y se llevó un cigarrillo a los labios-. Tú eliges. -Fue hacia la cocina, adonde le siguieron renovados lloros.

Aisha se estaba secando las manos. Le señaló el reloj.

-Ya lo sé, ya lo sé. Solo quiero fumarme un puto cigarro en paz.

Pensó que Aisha se uniría también al coro de resentimiento dirigido hacia él aquella mañana, pero su rostro se abrió en una sonrisa y le besó la mejilla.

-Vale, ¿cuál de los dos tiene la culpa?

-Adam. Desde luego, Adam.

Se sentó en la veranda y se fumó el cigarrillo. Oía a Aisha intentando calmar a su hija. Sabía que se había puesto de rodillas junto a Melissa, jugando con la consola. También sabía que al cabo de unos minutos Adam saldría de su habitación para ver jugar a su hermana y a su madre. Al cabo de unos momentos más los niños estarían compartiendo la consola y Aisha volvería disimuladamente a la cocina. Se maravilló ante la paciencia de su mujer, notó la carencia de la suya propia. A veces se preguntaba si sus hijos le respetarían cuando fueran mayores... Si le querrían, acaso.