Todas las mujeres
Guy de Maupassant
11 agosto, 2011 02:00Guy de Maupassant
Siruela, 800 pp.
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Mi mujer
Ocurrió al final de una cena de hombres, de hombres casados, viejos amigos, que se reunían de vez en cuando sin sus mujeres, en plan de solteros, como en los viejos tiempos. Se comía durante largo rato, se bebía mucho; se hablaba de todo, se removían viejos y alegres recuerdos, esos recuerdos cálidos que hacen sonreír a los labios y estremecerse el corazón a pesar de uno mismo. Se decía:
«¿Te acuerdas, Georges, de nuestra excursión a SaintGermain con aquellas dos chavalas de Montmartre?
-¡Vaya que si me acuerdo!».
Y volvían a encontrarse detalles, y esto y lo otro, mil pequeñas cosas que todavía hoy causaban placer.
Se llegó a hablar del matrimonio, y cada cual dijo con aire sincero: «¡Oh, si hubiera que volver a empezar...!». Georges Duportin añadió: «¡Con qué facilidad se cae en él! Uno estaba decidido a no casarse nunca y luego, en primavera, va al campo, hace calor; el verano se presenta bien; la hierba está florida; conoce a una joven en casa de unos amigos... ¡y zas!, ya está. Uno vuelve casado».
Pierre Létoile exclamó: «¡Exacto! Ésa es mi historia, sólo que tengo detalles personales...».
Su amigo lo interrumpió: «Lo que es tú, no te quejes. Tienes la mujer más encantadora, bonita, amable y perfecta del mundo; eres, desde luego, el más feliz de nosotros».
El otro contestó:
«No por culpa mía.
-¿Cómo es eso?
-Es cierto que tengo una mujer perfecta; pero me casé con ella a pesar mío.
-¡No digas!».
-Sí... La aventura fue así. Yo tenía treinta y cinco años, y pensaba tanto en casarme como en ahorcarme. Las chicas me parecían insípidas y adoraba el placer.
Fui invitado el mes de mayo a la boda de mi primo Simon d'Erabel, en Normandía. Era una auténtica boda normanda. Nos sentamos a la mesa a las cinco de la tarde; a las once seguíamos comiendo. Me habían emparejado, para la circunstancia, con una tal señorita Dumoulin, hija de un coronel retirado, una joven rubia y militar, bien formada, atrevida y habladora. Me acaparó por completo durante toda la jornada, me arrastró al parque, me hizo bailar quieras que no, me abrumó.
Yo me decía: «Por hoy, pase; pero mañana me largo. Con esto ya es suficiente».
Hacia las once de la noche, las mujeres se retiraron a sus habitaciones; los hombres se quedaron fumando mientras bebían, o bebiendo mientras fumaban, si ustedes prefieren.
Por la ventana abierta se divisaba el baile campestre. Palurdos y palurdas saltaban en corro, vociferando una melodía de danza salvaje que acompañaban débilmente dos violinistas y un clarinete situados sobre una gran mesa de cocina en forma de estrado. El canto tumultuoso de los aldeanos cubría a veces por entero el sonido de los instrumentos; y la débil música, desgarrada por las voces desenfrenadas, parecía caer del cielo en jirones, en pequeños fragmentos de notas dispersas.
Dos grandes barricas, rodeadas de antorchas llameantes, daban de beber a la multitud. Dos hombres se ocupaban de aclarar los vasos o los cuencos en una tina para ponerlos inmediatamente bajo los grifos de donde corrían el hilo rojo del vino o el hilo dorado de la sidra pura; y los bailarines sedientos, los viejos tranquilos, las chicas sudorosas se agolpaban, tendían los brazos para coger por turno un vaso cualquiera y echarse al gaznate, a grandes tragos, volcando la cabeza hacia atrás, el líquido que preferían.
En una mesa había pan, mantequilla, queso y salchichas. Todos engullían un bocado de vez en cuando; y bajo el campo de fuego de las estrellas, aquella fiesta sana y violenta era agradable de ver, daban ganas de beber también del vientre de aquellas gruesas barricas y de comer pan duro con mantequilla y una cebolla cruda. Me entraron unas ganas locas de participar en aquellos regocijos, y abandoné a mis compañeros. Quizá estaba algo borracho, debo confesarlo; pero no tardé en estarlo del todo.
Había agarrado la mano de una robusta aldeana sofocada, y la hice saltar frenéticamente hasta que me quedé sin resuello.
Y luego bebí otro trago y agarré a otra buena moza. Después, para refrescarme, me eché al coleto un pequeño cuenco de sidra y de nuevo me puse a saltar como un poseso. Yo era ágil; los mozos, encantados, me contemplaban tratando de imitarme; las chicas querían bailar todas conmigo y saltaban pesadamente con elegancia de vacas.
Por fin, de ronda en ronda, de vaso de vino en vaso de sidra, hacia las dos de la mañana me encontré tan borracho que no podía tenerme en pie.
Tuve conciencia de mi estado y quise llegar a mi habitación. El castillo dormía, silencioso y oscuro.
No tenía cerillas y todo el mundo estaba acostado. Nada más llegar al vestíbulo, empecé a sentir mareos; me costó mucho encontrar la barandilla; por fin la encontré por casualidad, a tientas, y me senté en el primer escalón para tratar de ordenar un poco mis ideas.
Mi cuarto estaba en el segundo piso, tercera puerta a la izquierda. Tenía suerte de no haberlo olvidado. Fiado en ese recuerdo, me levanté trabajosamente e inicié la ascensión, escalón a escalón, con las manos soldadas a los barrotes de hierro para no caerme, y con la idea fija de no hacer ruido.
Sólo en tres o cuatro ocasiones falló mi pie en los escalones y caí sobre las rodillas; pero, gracias a la energía de mis brazos y a la tensión de mi voluntad, evité dar la voltereta completa.
Por fin alcancé el segundo piso y me aventuré en el corredor, tanteando las paredes. Encontré una puerta; contaba: «Una»; pero un vértigo súbito me separó de la pared y me hizo dar un singular tumbo que me lanzó sobre el otro tabique. Quise retroceder en línea recta. La travesía fue larga y penosa. Al fin encontré mi lado, me puse a bordearlo de nuevo con prudencia y encontré otra puerta. Para estar seguro de no equivocarme, volví a contar en voz alta: «Dos»; y otra vez eché a andar. Terminé encontrando la tercera. Dije: «Tres, la mía», y giré la llave en la cerradura. La puerta se abrió. Pensé, a pesar de mi turbación: «Si se abre, es que es la mía». Y avancé en la sombra después de haber cerrado sin ruido. Tropecé con algo blando, mi chaise longue. Me eché al punto en ella.
En mi situación, no debía empeñarme en buscar mi mesilla de noche, mi palmatoria, mis cerillas. Habría necesitado para ello dos horas por lo menos. Ese mismo tiempo habría necesitado para desvestirme; y tal vez no lo hubiera conseguido. Renuncié a hacerlo.
Únicamente me quité las botinas; me desabotoné el chaleco que me estrangulaba, me aflojé el pantalón y me dormí con un sueño invencible.
Eso duró mucho tiempo, sin duda.
Me despertó bruscamente una voz vibrante que decía, muy cerca de mí: «¡Cómo, perezosa! ¿Todavía acostada? Son las diez, ¿sabes?».
Una voz de mujer respondió: «¿Ya? Ayer estaba tan cansada».
Estupefacto, me pregunté qué quería decir aquel diálogo. ¿Dónde estaba? ¿Qué había hecho? Mi cabeza flotaba, envuelta todavía en una espesa nube.
La primera voz prosiguió: «Te abriré las cortinas».
Y oí unos pasos que se acercaban. Me senté, totalmente enloquecido. Entonces una mano se posó sobre mi cabeza. Hice un movimiento brusco. La voz preguntó con fuerza: «¿Quién está ahí?». Me guardé mucho de responder. Dos muñecas furiosas me agarraron. A mi vez, yo abracé a alguien y empezó una lucha espantosa. Rodamos, derribando los muebles, chocando con las paredes.
La voz de mujer chillaba de una manera horrible: «¡Socorro! ¡Socorro!».
Acudieron criados, vecinos, señoras enloquecidas. Abrieron los postigos, descorrieron las cortinas. ¡Estaba peleándome con el coronel Dumoulin!
Yo había dormido junto a la cama de su hija.
Cuando nos hubieron separado, escapé a mi cuarto, estupefacto de asombro. Me encerré con llave y me senté, con los pies sobre una silla porque mis botinas se habían quedado en el cuarto de la joven. Oía un gran rumor por todo el castillo, puertas que se abrían y cerraban, cuchicheos, pasos rápidos.
Al cabo de una media hora llamaron a mi puerta. Gritaron: «¿Estás ahí?». Era mi tío, el padre del novio de la víspera. Abrí.
Estaba pálido y furioso y me trató con dureza: «Te has portado en mi casa como un patán, ¿me oyes?». Luego añadió en tono más suave: «Pedazo de imbécil, ¡cómo te has dejado sorprender a las diez de la mañana! Mira que haberte dormido como un tronco en esa habitación en lugar de marcharte inmediatamente... inmediatamente después».
Exclamé: «Pero, tío, le aseguro que no ha pasado nada. Estaba borracho y me equivoqué de puerta».
Él se encogió de hombros: «Vamos, no digas tonterías». Levanté la mano: «Se lo juro por mi honor». Mi tío continuó: «Sí, de acuerdo. Tu deber es decir eso».
También yo me enfadé, y le conté toda mi desventura. Me miraba con unos ojos asombrados, sin saber a qué atenerse.
Luego salió para conferenciar con el coronel. Supe que también se había formado una especie de tribunal de madres, al que fueron sometidas las distintas fases de la situación.
Volvió una hora más tarde, se sentó con aire de juez, y empezó: «Sea como fuere, sólo veo una manera de salir del paso, y es casarte con la señorita Dumoulin».
Di un salto espantado: «¡Eso sí que no, nunca!».
Preguntó muy serio: «Entonces ¿qué piensas hacer?».
Respondí con sencillez: «Pues... marcharme, cuando me hayan devuelto mis botinas».
Mi tío continuó: «Por favor, nada de bromas. El coronel está dispuesto a saltarte la tapa de los sesos en cuanto te vea. Y puedes estar seguro de que no amenaza en vano. Yo he hablado de un duelo, él ha respondido: "¡No, le digo a usted que le saltaré la tapa de los sesos!".
»Examinemos ahora la cuestión desde otro punto de vista.
»O bien has seducido a esa niña, y, entonces, peor para ti, muchacho, para eso no se dirige uno a las jóvenes.
»O bien te has equivocado estando borracho, como dices. Entonces, peor para ti también: no se mete uno en situaciones tan tontas. De cualquier modo, la pobre chica ha perdido la reputación, porque nunca creerá nadie tus explicaciones de borracho. La verdadera víctima, la única víctima, en todo esto, es ella. Reflexiona».
Y se marchó mientras yo le gritaba a su espalda: «Diga usted lo que quiera. No me casaré».
Permanecí solo una hora más.
Fue mi tía la que vino luego. Lloraba. Utilizó todos los razonamientos. Nadie creía en mi error. No podían admitir que a la joven se le hubiera olvidado cerrar su puerta con llave en una casa llena de gente. El coronel le había pegado. Sollozaba desde la mañana. Era un escándalo terrible, imborrable. Y mi buena tía añadía: «Pídela en matrimonio; tal vez se encuentre un modo de salir del paso al discutir las condiciones del contrato».
Esta perspectiva fue un alivio para mí. Y consentí en escribir mi petición.
Una hora después me ponía en camino hacia París.
Al día siguiente se me comunicó que mi petición había sido aceptada.
Entonces, en tres semanas, sin que yo hubiera podido encontrar una estratagema, un pretexto, se publicaron las amonestaciones, se enviaron las invitaciones, se firmó el contrato y un lunes por la mañana me encontré en el coro de una iglesia iluminada, al lado de una joven que lloraba, después de haber declarado al alcalde que aceptaba tomarla por compañera... hasta la muerte de cualquiera de los dos.
No había vuelto a verla, y la miraba de reojo con cierto asombro malévolo. Sin embargo, no era fea, en absoluto. Me decía para mis adentros: «Ésta no va a reírme todos los días».
Ella no me miró ni una sola vez hasta la noche, ni me dijo una sola palabra.
Mediada la noche, entré en la cámara nupcial con la intención de darle a conocer mis resoluciones, porque ahora yo era el amo.
La encontré sentada en un sillón, vestida igual que durante el día, con los ojos enrojecidos y la tez pálida. Se levantó en cuanto entré y vino gravemente hacia mí.
«Señor, me dijo, estoy dispuesta a hacer cuanto usted ordene. Me mataré si lo desea.»
Estaba muy bella en aquel papel heroico la hija del coronel. La besé, estaba en mi derecho.
Y pronto me di cuenta de que no me habían estafado.
Llevo cinco años casado. Y por el momento no me pesa en absoluto.
Pierre Létoile se calló. Sus compañeros reían. Uno de ellos dijo: «El matrimonio es una lotería; no hay que elegir nunca los números, los del azar son los mejores».
Y otro añadió para concluir: «Sí, pero no olvide que el dios de los borrachos había elegido por Pierre».