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Últimas noticias del Sur

Luis Sepúlveda y Daniel Mordzinski publican la crónica de su viaje a una Patagonia al borde de la extinción

7 febrero, 2012 01:00

Foto: Daniel Mordzinski

El tándem formado por el chileno Luis Sepúlveda y el fotógrafo argentino Daniel Mordzinski quiso aparcar por una vez las prisas de los reportajes periodísticos para viajar sin reloj ni brújula por la inmensa Patagonia. Lo hicieron en 1996 y durante década y media sus peripecias al sur del paralelo 42° sólo fueron conocidas por sus allegados. Hoy, por fin, cualquiera puede asomarse a 'Últimas noticias del Sur', pero ya no encontrará en sus páginas una crónica de viajes, porque como dicen sus autores, "el tiempo, los cambios violentos de la economía y la voracidad de los triunfadores lo transformaron en un libro de noticias póstumas, en la novela de una región desaparecida". A continuación reproducimos un fragmento del libro, una ventana a una región que se vende por piezas a precio de saldo.



El último viaje del Patagonia Express

Sabíamos que La Trochita salía los martes desde El Maitén, a una hora de patagónica puntualidad, entre las ocho de la mañana y el mediodía, y que luego de hacer un recorrido hasta Esquel regresaba los jueves, partiendo con similar exactitud para deshacer los trescientos cincuenta kilómetros a los que quedaron reducidos los mil setecientos kilómetros originarios del Patagonia Express luego de las privatizaciones y la muerte del ferrocarril argentino.

La estación se notaba extrañamente vacía aquella mañana. Por lo que conocíamos de la región, el viejo tren continuaba siendo el único medio de transporte para los habitantes de El Maitén que debían viajar a Esquel a comprar insumos, ver al médico o a lidiar con la burocracia. Como la boletería estaba cerrada, empezamos a recorrer la estación, sin encontrar a nadie, hasta que nos acercamos al taller, del que escapaba la música de una radio y algunas voces. Era un galpón enorme y ahí, entre toneladas de metal enmohecido, una locomotora de vapor que enseñaba parte de sus tripas de acero y tres vagones de madera, había un grupo de hombres vestidos con el clásico mameluco azul de los mecánicos.

Eran seis hombres de diferentes edades, los cuatro mayores jugaban una partida de truco y los otros dos, más jóvenes, observaban, ponderaban la habilidad de los jugadores, la rima de los versos que acompañan las jugadas y pasaban la calabaza del mate.

-¿Qué cuentan, muchachos? -saludó uno de ellos al vernos.

Respondimos al saludo y de inmediato fuimos invitados a compartir el mate y unos panes con queso.

-¿Se puede saber qué los trae por estos pagos? -consultó otro.

-El tren. Nos dijeron que salía hoy hacia Esquel.

Nuestro plan de trabajo para aquella jornada era bastante simple; mi socio haría el viaje, tomando fotos de interior, mientras yo lo seguía en auto. Permaneceríamos en Esquel hasta el jueves y entonces haríamos el viaje a la inversa, yo en el tren, llenando de apuntes la Moleskine, y mi socio regresaría en auto, haciendo fotos de exteriores.

-Así es. Hoy salía, pero no salió ni saldrá -indicó uno de los mecánicos.

-¿Y cuándo sale? -quisimos saber.

-Eso no lo sabe nadie. Está "charteado" -precisó uno de los jóvenes.

Qué verbo tan raro, fue lo primero que pensamos, pero no nos sorprendió. El español basa su riqueza en la adopción de palabras que, o vienen de vocablos indígenas, de dificultades fonéticas de los emigrantes de otras lenguas, o de los problemas auditivos de los criollos frente a palabras desconocidas. Hace un par de años que la Real Academia Española aceptó la palabra 'chimichurri', definiéndola como una salsa compuesta de aceite, vinagre, sal, orégano y especias que sirve para aderezar las carnes. Su raíz etimológica, según la Academia, viene de una voz aymara, pero no es cierto. La palabra 'chimichurri' viene de las dificultades de algún gaucho medio sordo que, sirviendo de peón a un ganadero inglés, habrá escuchado miles de veces la orden de "give me a curry", pues es sabido que los ingleses suelen acompañar las carnes con curry y le llaman así a cualquier salsa condimentada. Si uno que no sabe inglés escucha cien veces "give me a curry", se le queda el sonido, si escucha la misma frase doscientas veces, una suerte de profilaxis auditiva la acorta a "givmi acurry", y a las trescientas se transforma en un fonema, "gimiacurry", pero como se refiere a algo tangible, entonces el ingenio amolda el fonema y hace de él un sonido agradable, nuevo, para definir no la salsa sosa de los ingleses, sino el condimento popular y gauchesco que antes de llamarse chimichurri era miserablemente nombrado como salmuera. "Give me a curry"... "givmi acurry"... "gimicurry"... ¡chimichurri!

-Charteado, ¿de chartear? -consultó mi socio.

De chartear, un nuevo verbo maldito. De charter. Una asociación de ociosos millonarios texanos amantes del ferrocarril a vapor habían "charteado " por un tiempo ilimitado el Patagonia Express, sin importarles que los habitantes de El Maitén, Esquel, Ñorquinco y Leleque se quedaran sin el único medio de transporte. Poderoso caballero es don dinero. Un tren secuestrado por el poder de compra de unos vagos y la complicidad del funcionario corrupto enviado desde Buenos Aires para determinar la "no rentabilidad" del viejo ferrocarril. Hacía once días que La Trochita estaba en manos de aquellos turistas cuando conocimos a aquellos ferroviarios que, sin disimular la bronca, intentaron consolarnos sugiriéndonos una solución.

-Hoy viene uno de esos tipos. Creo que es cubano o dominicano, es el intérprete que tienen. Hablen con él y tal vez les permitan subir a La Trochita -dijo Marcelo, un tipo al que jamás olvidaremos.

Decidimos esperar al intérprete charlando con el grupo. Como todos los patagones, cada uno tenía algo que contar e iban desgranando las palabras lentamente, como para quitarle importancia a lo que decían.

-¿Vieron la locomotora que estamos reparando? Es una joya, una Maffey 350, alemana, construida en 1915. Ya no quedan máquinas como ésa en ninguna parte del mundo. Tenemos dos y son parte de la historia de La Trochita. Esta vía férrea la construyeron los ingleses, pero no a la manera inglesa. Ellos tardan cien años en hacer un tren que les dure doscientos, porque la carga y los pasajeros siempre serán un negocio seguro. Sin embargo, llegaron a la Patagonia para construir un tren que les uniera las propiedades y les permitiera sacar la lana hasta un puerto de embarque. Los pasajeros y otro tipo de carga jamás les importaron -aseguró uno.

Ese hombre de mameluco azul conocía la historia del ferrocarril argentino, especialmente la referida al Patagonia Express. A partir de 1905, los intereses ferroviarios británicos tuvieron una estrecha relación con la especulación terrateniente. A pesar de que ante el Congreso argentino se presentaron numerosos proyectos de construcción ferroviaria y de que una ley exigía que éstos fueran estatales, siempre toparon con la casualidad de que los terrenos que habría de cruzar el tren eran propiedad de latifundistas británicos. El Estado argentino ofreció indemnizaciones, pero los británicos se negaron a aceptarlas. Con el apoyo de la Corona establecieron sociedades ferroviarias, y es así, por ejemplo, que, en 1908, la compañía ferroviaria inglesa que inició los trabajos del tendido entre San Antonio y Nahuel Huapi era propietaria de setecientas cincuenta mil hectáreas de tierra patagónica. Naturalmente, tendieron las vías al borde de sus campos, lo que les autorizó a apropiarse de inmediato de las tierras colindantes.

-No hicieron ningún trabajo limpio, no tenemos nada que agradecerles. Ellos sabían que el ferrocarril debía durar lo que durase la bonanza lanera. Trajeron restos, máquinas que no eran aptas para la región. Compraron chatarra francesa, como las locomotoras HH Saint Pierre, dadas de baja en el Ferrocarril Trasandino que unía Santiago de Chile con Mendoza. Esas máquinas alpinas perdían agua, tenían calderas de cuatro tubos verticales, todo un lujo para una región en donde falta el agua. Acá llueve muy poco, ésta es una estepa medio desértica -agregó Marcelo.

-Pero nuestro tramo es diferente. Acá los ingleses creyeron que dirigían, pero el paisanaje trabajó a su manera. Y piense que en aquellos tiempos ni siquiera se habían hecho levantamientos topográficos. Recién en 1911, con el apoyo de la comisión hidrológica, se hizo el primer estudio del suelo. Diez hombres a caballo cubrieron cien mil kilómetros cuadrados. Costó sudor y sangre tender las vías para que pasara La Trochita, los peones hacían una media de veinte kilómetros al año, trabajaban con veinte grados bajo cero en el invierno, había que meterle mucho alcohol al cuerpo para soportar el frío, y así nos acostumbramos a desayunar como los tanos, con Cinzano. Lo peor eran las primaveras, porque con ellas llegaban las epidemias de gripe y todavía no se conocían los antibióticos. Eran duros esos paisanos -dijo con orgullo uno de los viejos.

-Contales lo del pelado Lund -le animó Marcelo.

-Enrique Lund era un ingeniero danés, muy rubio el hombre, y era el único que tenía una carpa de doble techo. Durante el día dejaba una estufa de querosene adentro y por la noche la sacaba para no asfixiarse. Afuera había veinte grados bajo cero, y como el vikingo Lund era muy alto, se dormía con la cabeza pegada a una de las lonas laterales de la carpa y su respiración generaba humedad, ésta se congelaba y se le pegaba el pelo de tal manera que, al despertar, tiraba y dejaba pegada parte de su cabellera. Así quedó pelado Enrique Lund -concluyó el viejo y todos coreamos sus carcajadas.

La llegada de un insolente vehículo todoterreno, de brillantes defensas cromadas y reflectores en el techo, interrumpió la alegría del galpón. Venía a gran velocidad, frenó entre una nube de polvo y cuando ésta fue disipada por el viento bajaron cuatro exponentes de la belleza corporal texana, tres hombres y una mujer que reunían media tonelada de grasas en sus cuerpos vestidos para un safari en cualquier lugar de la sabana africana. Bajó también el chófer, un sujeto delgado, impecablemente peinado con gomina y cargando del cuello una cadena de oro digna del Queen Mary. Sólo le faltaba el ancla para hacer perfecta esa joya.

El cuarteto de gordos reía sin pausas, especialmente la mujer, y al llamado de sus carcajadas acudió presuroso el jefe de estación, un tipo algo menos voluminoso que los texanos y que no paraba de hacer reverencias mientras consultaba en qué más podía serles de ayuda.

El chófer era, además, el intérprete y hablaba con un inconfundible acento cubano. Con un gesto interrumpió la demostración de servilismo del jefe de estación, e indicando a mi socio que en ese momento tiraba unas fotos a la vieja locomotora alemana, precisó:

-Le dijimos que no queríamos ver a ningún periodista mientras el tren sea nuestro.

Quise tranquilizarlo indicando que no éramos periodistas, sino dos viajeros que pasábamos casualmente por ahí, pero Marcelo fue más rápido:

-Son amigos míos, querían conocer el taller y los invité. Y el tren lo tienen charteado no más. No les pertenece.

-Pero, Marcelo, tenías que haberme avisado. Estos señores pagan bien y me pidieron que nadie los molestara. Cómo vamos a progresar así, si cada uno hace lo que quiere -se lamentó el jefe de estación.

-Vos mandás en la estación, gordito. Pero en el taller no cortás ni pinchás nada -le indicó uno de los viejos mecánicos.

El jefe de estación respondió con un ademán despectivo y, tomando del brazo a la texana, musitó un "no problem" que arrancó nuevas carcajadas a la gorda. Mi socio y yo aprovechamos la situación para hablar con el cubano.

-Queremos subir al tren, hacer unas fotos, eso es todo. ¿Nos echas una mano? -consultó mi socio.

El cubano nos observó con atención antes de responder.

-¿Y cuánto estarían dispuestos a pagar?

-Pon un precio y lo hablamos -sugirió mi socio.

El cubano se alejó hasta los tres gordos que miraban divertidos al jefe de estación y a la gorda, habló con uno de ellos, asintió con movimientos de su cabeza engominada y regresó hasta nosotros.

-Antes de hablar del precio queremos saber si ustedes son de esos comunistas que protestan porque charteamos el tren -inquirió con tono amenazante.

-¿Tú eres cubano? -le pregunté.

-Cubano americano -contestó, alzando la barbilla en un gesto que quería ser de orgullo patriótico u otra estupidez aprendida en la fundación cubano americana de Miami.

-¿Cuánto? -le cortó mi socio.

-Por cinco mil dólares los llevamos hasta la próxima estación. Viaje de ida solamente.

La estación siguiente estaba a unos treinta kilómetros, poco menos de una hora de viaje en La Trochita. El cubano se acarició la cabellera engominada esperando la respuesta.

-¿Tú entiendes bien cuando se habla en español? -le pregunté con mi tono más amistoso.

-Naturalmente, por algo soy el traductor del grupo -aseguró con nuevas muestras de orgullo.

-Entonces, dile a tus jefes que se vayan a la puta que los parió. Viaje de ida, solamente -agregó mi socio con el más amable de sus tonos.

El fraterno intercambio de pareceres con el cubano americano habría continuado hasta las caricias con la mano empuñada, pero fuimos interrumpidos por los chillidos histéricos de la texana, que, con una mano jalando del jefe de estación y con la otra indicando hacia el taller, escenificaba un drama épico que me hizo recordar los rostros aterrorizados de los yanquis huyendo de Vietnam.

Uno de los gordos vestidos para cazar elefantes salió a la carrera del taller y, tras él, entre movimientos muy calmados, iba uno de los mecánicos mayores con una llave inglesa en la mano.

-Llévese de aquí a estos sin respeto -exigió el viejo.

No fue necesario repetir la orden pues los cuatro texanos y el cubano americano subieron al vehículo y se largaron dejando una espesa nube de polvo. El jefe de estación corría tras ellos y así lo vimos desaparecer entre la polvareda.

-Aquí ninguno es mono de feria. Toñito tampoco -precisó el viejo y nos invitó a entrar nuevamente al taller.

Sentado en una caja de madera vimos a un hombre enorme, podía ser un adolescente recién abandonado por el acné o un tipo maduro. Medía poco menos de dos metros, era muy fornido, y su semblante de evidentes rasgos mapuches pasaba de la sonrisa amistosa al gesto preocupado por haber hecho algo que no entendía.

Toñito amaba el tren y todo lo que tuviera que ver con el tren. Padecía de un retardo mental que lo había confinado a la indefensión de un niño de seis años, pero, adoptado por los ferroviarios de El Maitén, hacía las veces de aprendiz eterno; con su fuerza colaboraba levantando objetos pesados cuando era necesario, tenía un pase para viajar gratis en La Trochita cada vez que quisiera y, además, los muchachos del taller le habían fabricado un vehículo a pedales montado sobre los raíles. Feliz en su ferro-cuatriciclo Toñito recorría las vías y regresaba para informar de cualquier desperfecto.

-El sin respeto ese le dio un chocolate y, al ver que Toñito tenía dificultades para quitar la envoltura, se cagó de la risa y empezó a sacarle fotos -refunfuñó el viejo ofreciendo la calabaza del mate.

-Sin respeto -repitió Toñito con la boca llena de chocolate.

-Bueno, nos quedamos sin tren -comenté.

Tomamos unos mates en silencio, fumamos unos cigarrillos. Mi socio preguntó si podía hacer unas fotos del taller, a lo que respondieron con aprobaciones entusiastas, yo me quedé junto al defensor de Toñito, que descolgó un costillar de cordero y empezó a darle cortes a la grasa.

-¿Les gusta el corderito al disco? -preguntó.

-¿Y a quién no? -respondí, porque era cierto.

Marcelo avivaba las brasas de la fragua y colocaba encima el disco de hierro sobre el que tirarían la carne cuando estuviera muy caliente. Entonces, la grasa se escurriría lentamente cayendo por los bordes, el humo perfumado transformaría el hambre en deseo, y las costillas doraditas, crocantes y libres de grasa nos dirían una vez más que el mejor cordero del mundo es el patagónico, y más todavía si se come con la mano en un taller ferroviario.

[...]