Image: La Pepa literaria

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Letras

La Pepa literaria

Alberto Romero Ferrer estudia en Escribir 1812 el reflejo de la Constitución de Cádiz en la República de las Letras

18 marzo, 2012 01:00

Alberto Romero Ferrer, autor de Escribir 1812.

¿Qué papel han tenido los libros en la construcción de la imagen que nos ha llegado de la Constitución de 1812? Más importante aún: ¿Qué papel han tenido en la consecución misma de las transformaciones políticas que propugnaba? Alberto Romero Ferrer, doctor en Filología Hispánica y director de este departamento en la Universidad de Cádiz, responde a estas y otras preguntas en Escribir 1812. Memoria histórica (editado por la Fundación José Manuel Lara) a través del estudio del bagaje literario que ha acumulado la Pepa desde antes incluso de su promulgación hasta nuestros días: desde Jovellanos a Pérez-Reverte, pasando por Mesonero Romanos, Galdós, Menéndez Pelayo, Blasco Ibáñez, Salillas, Pemán, Alberti, Buero Vallejo y muchos otros. Como indica su autor, pocos problemas políticos o históricos han suscitado tantas miradas literarias en la cultura española. A continuación reproducimos un fragmento en el que Romero Ferrer analiza la instrumentalización política de la Guerra de la Independencia y las Cortes de Cádiz por las dos Españas enfrentadas en la convulsa primera mitad del siglo XX.




CAPÍTULO 4

EL SIGLO XX: LAS CONTRADICCIONES DE 1812

LA CONSTITUCIÓN DE CÁDIZ FRENTE A LAS CONVULSIONES POLÍTICAS DEL SIGLO XX


Agustina de Aragón,
bravas hembras de Numancia,
de Cádiz y de Gerona,
heroicas hijas de España
abandonad vuestras tumbas
...........................
para ganar la batalla.
NICOLASA GIMÉNEZ,
"Madrileñas, ¡a las armas!", 1937


Parece que los españoles hemos perdido conciencia de este hecho, y recobrarla es tanto que enfrentarse, desde una situación de especial pureza, con nuestros viejos y nuevos problemas, porque de la onda cuyo centro está en las Cortes que promulgaron la Constitución de 1812 no hemos salido todavía.
ENRIQUE TIERNO GALVÁN,
Antología de las Actas de las Cortes de Cádiz, 1964

Si el ensayo de Salillas había supuesto una mirada renovadora sobre 1812 y todo el proceso constitucional gaditano como trasunto de su contemporaneidad -la España de Fin de Siglo-, aquellos mismos "dominadores teocráticos y político-jurídicos" a los que se refiere el autor lejos de haber templado posturas, un siglo después, continuaban marcando los ritmos de la vida social y política del país, dentro de un cada vez más agitado y exaltado contexto, que desembocará en lo que llegará a denominarse como "Segunda Guerra de la Independencia": la Guerra Civil del 36. Una expresión compartida por los dos bandos opuestos. Por eso, más allá de las inquietudes regeneracionistas de una buena parte de la intelectualidad del país, la alternancia de diferentes ciclos políticos durante la primera mitad del siglo -la dictadura de Primo de Rivera, la Segunda República (el Bienio Reformista, el Bienio Radical-Cedista, las elecciones del 36 y el Frente Popular), y el régimen franquista- va a conllevar un duro enfrentamiento ideológico y social entre esas diferentes fuerzas, del que las Cortes de Cádiz van a participar como parte del problema histórico que, según el pensamiento de figuras como José María Pemán -Cartas a un escéptico en materia de formas de gobierno (1935), había provocado una revolución como la gaditana, tan contraria a los principios de la auténtica España.

El pensamiento pemaniano era una respuesta en toda regla a los intentos fallidos por parte de los sectores republicanos y liberales de la izquierda de recuperar la herencia más democrática de 1812, sobre la que no hubo ningún tipo de consensos en torno, por ejemplo, a la conmemoración del primer centenario constitucional (1910-1912), lo que desde un punto de vista simbólico suponía la desintegración de toda posibilidad de reformar el sistema político de la Restauración, ahora sumido en una profunda crisis, a pesar de las exaltaciones españolistas de los años de la dictadura de Primo de Rivera. Un periodo en el que se pretenderá, sin éxito alguno, una instrumentalización política de la Guerra de la Independencia, cuya presencia en la literatura y la historiografía no termina de encajar respecto a los intereses del poder político del momento. Una prueba de este tipo de desajustes es la publicación, por ejemplo, de una obra como la Vida y milagros de Fernando VII, sacados nuevamente a la devoción pública (1929), una historia novelada de Diego San José en torno a la figura del Deseado, cuyo retrato de la monarquía sorprende por su dureza y una fuerza crítica que contrastaba con el discurso oficial en torno a esa misma institución, máxime cuando el autor no esconde sus propósitos al comparar el pasado con el presente.

Una línea de exaltación del liberalismo como la que fundamenta el drama histórico Mariana Pineda de Federico García Lorca, cuyo estreno es de 1927 a cargo de la emblemática Margarita Xirgu, y que se publicaría un año después en la colección popular de "La Farsa", cuya trama giraba en torno a la romántica heroína granadina que sufriría la pena del garrote vil por bordar la bandera de la libertad. Una recreación con ciertos tintes políticos y antimonárquicos del mito liberal, que se pueden comprobar en su complicada tradición textual por motivos de censura, tal y como se pone de manifiesto en una atenta lectura de sus manuscritos, cuyos fragmentos políticos se suprimen en las primeras ediciones impresas del texto, así como en los recelos de Gregorio Martínez Sierra -el primer productor del estreno, que no llegaría a realizarse- por temor a que le cerraran el teatro, ante la posibilidad de que se interpretara la obra como un ataque contra la dictadura de Primo de Rivera, pues para él el drama de Lorca no era "un panfleto... pero lo parece". De todas maneras, después de toda esta rocambolesca génesis del drama, en su versión definitiva irían a pesar más los elementos de la tradición popular romancística y el tono de la metáfora poética lorquiana, lo que desviará la atención hacia sus motivaciones más estéticas, teatrales o literarias.

Pero a pesar de estos incipientes intentos por reactivar una cierta iconografía en torno al constitucionalismo de 1812, con la llegada de la Segunda República, curiosamente, se va a dejar de lado cualquier referencia al episodio constitucional gaditano que, con toda seguridad, se asociaba más a la representación de la Guerra de la Independencia que había sido patrimonializada por los sectores de la vieja España, a excepción de la mirada de José María Pemán que en 1934 vuelve a colocar sobre la palestra ese momento histórico, para ofrecernos un sincretismo nacional-católico que atacará a las Cortes de Cádiz y todo lo que ella implicaba como una revolución innecesaria y como una agresión a la auténtica nación. En este sentido, llama la atención la cronología de su poema dramático como trasunto histórico de las revueltas populares y el conflictivo ambiente político de 1933-1935 y las posteriores elecciones del 36 que dan al Frente Popular el poder, algo que subrayaría la crítica de su estreno con matizaciones bien contrastadas dependiendo del sesgo ideológico del medio periodístico.

En cualquier caso, lo cierto es que los diferentes gobiernos pro-gresistas de la Segunda República fueron incapaces de recuperar la tradición democrática y liberal de la Constitución de Cádiz. Así pues, resultó prácticamente imposible, a pesar de los intentos, incorporar a la sociedad española una cultura política de carácter democrático -la incultura política a la que se había referido Salillas-, tal vez en parte, por la imposibilidad pedagógica de aunar dichos esfuerzos con otras tradiciones fuertemente arraigadas en la sociedad española, como era el caso del regionalismo o la tradición religiosa que, en numerosas ocasiones, incluso entrarán en conflicto con los programas de construcción de la ciudadanía desarrollados por los gobiernos republicanos. Mucho más cuando desde la derecha antirrepublicana, como ya se ha visto en el caso de Pemán, la concepción del liberalismo se articulará como un conflicto permanente que enfrenta la Constitución de Cádiz a la tradición católica y nacional del pueblo español, según la actualización de la derecha que nos ofrecen voces como la del gaditano y su sesgada recuperación de 1812, que no suponía sino su traición desde una visión excesivamente folclórica, maniquea, plana y costumbrista del conflicto.

La Guerra Civil no hizo más que acentuar esta visión, bajo los ropajes de esta Segunda Guerra de la Independencia -interesante coincidencia. Tanto los sublevados como los diferentes sectores republicanos se esforzaron para actualizar el conflicto histórico como trasunto de la nueva situación y como elemento movilizador de la guerra. Así, desde el relato franquista se asumió de facto la lectura pemaniana para además elaborar un discurso en torno a la "patria en peligro". Un peligro doble, pues el enemigo no era sólo el francés, sino también aquellos españoles de Cádiz que pretendían imponer unos modelos políticos foráneos que nada tenían que ver con la esencia del pueblo español, que aparece nuevamente sobre la palestra literaria como pueblo ignorante y pueblo engañado.

Pero tal vez la metamorfosis más original en torno a 1812 vendrá de la mano de un discurso que cambia el sentido político del término "libertad" que aparecerá ahora despojado de todo su significado revolucionario, ideológico y constitucional para transformarse en equivalente de "independencia", con lo que nunca entraría en conflicto con el autoritarismo antiparlamentario, anticonstitucional y antidemocrático de los sublevados y el posterior régimen franquista. Textos como el Triunfo del Dos de Mayo (1937) de Giménez Caballero iban en esa dirección, dentro de una retórica de reacción contra una anti-España, significativamente representada por la raza, el catolicismo y el autoritarismo como esencias del auténtico pueblo español, simbolizados en personajes como el de Lola la Piconera, víctima de la traición y el engaño del liberal Luis de Acuña.

El imaginario republicano, por el contrario, subrayará el concepto de "libertad", también en relación al de "independencia", pero sin desactivar sus contenidos políticos que tenían que ver con el pensamiento liberal dentro del amplio abanico ideológico de todos los sectores de la izquierda republicana. De la misma forma, en lo que respecta a su configuración del mito popular, sucede algo parecido, pues se potencian todas sus referencias historicistas -Agustina de Aragón o el mito de los guerrilleros, por ejemplo- como modelos de lucha por la libertad, también en el sentido de libertad política. Textos como "Andaluzas" (Altavoz del Frente Sur, 8, 15 de abril de 1937) de Miguel Hernández o "Los héroes de la Primera Guerra de la Independencia. Juan Martín el Empecinado" (Nuestro ejército, 1, abril de 1938), al que seguirá otro sobre Agustina de Aragón, de Antonio Machado, se dirigían hacia este tipo de propósitos militantes, con muchos guiños históricos entre ambos conflictos, tal y como el mismo autor de Campos de Castilla subrayará en un homenaje al Madrid del "no pasarán", pero también al mito de la resistencia popular de 1808, Madrid. Baluarte de nuestra Guerra de la Independencia (1937), cuyo testigo recogerá algunos años después Rafael Alberti en su Noche de guerra en el museo de Prado (1956).

Después vendrá una dura posguerra que marcará, en un primer momento, el rechazo más radical de la tradición liberal doceañista -el pemaniano Cuando las Cortes de Cádiz es la lectura oficial del régimen- para centrar su atención en los aspectos bélicos y de exaltación nacionalista de algunos de sus iconos más populistas como podían ser los casos de la heroína de Zaragoza, que se refleja en la película de Juan de Orduña, Agustina de Aragón (1950), o la imaginada heroína gaditana, la Piconera, en la versión cinematográfica que un año después Luis Lucía haría del drama de Pemán con Lola, la Piconera (1951), en la que una joven Juanita Reina desafiaba con sus canciones de Rafael, Quintero y Quiroga no sólo el asedio del francés sino el supuesto engaño de las Cortes, lo que la conduce a una inexorable muerte segura.

Sin embargo, algo empezará a cambiar a partir de esos mismos años cincuenta -el Plan Marshall, el acuerdo con los Estados Unidos y el reconocimiento de Franco por parte de la ONU. Lo que lleva a un tímido aperturismo cultural e intelectual cuyo epicentro, en relación con el problema que nos ocupa, será la publicación en 1958 de la famosa monografía del gaditano Ramón Solís, El Cádiz de las Cortes, una obra que abre una cierta reconciliación con la tradición liberal española, donde se encontrará una sucesión cronológica de títulos que, desde diferentes posicionamientos académicos, políticos y estéticos, convertirán 1812 y su entorno en un reclamo cada vez más fuerte de la libertad hasta la llegada de la Transición, tras la muerte de Franco el 20 de noviembre de 1975. La ilusión democrática y la Constitución del 78 devolverán definitivamente el reconocimiento al texto gaditano de 1812, como herencia histórica irrenunciable, a pesar de todas las regresiones y obstáculos del camino constitucional español. Como el simbólico regreso del Guernica en 1981, tras su largo exilio, el testimonio literario, ahora a través de la mirada narrativa, otra vez más, dará cuenta de todo ello y traerá al presente un recuerdo y una memoria actualizada, modernizada de acuerdo con los nuevos aires de libertad, de 1812.