Huella jonda del héroe, un viaje histórico y místico al universo del flamenco
Montero Glez gana el Premio Llanes de Viaje de 2012 | Lea el comienzo del libro
18 mayo, 2012 02:00Montero Glez. Foto: José F. Ferrer.
'Huella jonda del héroe' es un viaje físico, histórico y místico por el universo del flamenco, donde se cruzan viajeros de la ficción y la leyenda como Hércules o el Diablo con viajeros de la vida real: Camarón de la Isla, el cantaor Rancapino, el pintor Ceesepe, el fotógrafo Alberto García-Alix o el propio narrador. Montero Glez traza las fronteras y recorre los territorios de una suerte de mapa imaginario del alma del flamenco. Huella jonda del héroe visita Cádiz, La Línea, Chiclana o Sevilla, pero es ante todo una representación invisible, conceptual y mágica narrada con la poesía, la pasión y el humor que definen el estilo de Montero Glez. A continuación puede leer el comienzo.Hace ya tiempo, una gitana me echó la buenaventura. Ocurrió en el parque del Retiro, en un quiosco que hay junto al lago, muy cerquita de la fuente del Ángel Caído, donde el Diablo tiene un monumento levantado a su gloria. Para quien desconozca la fuente, cabe apuntar que se trata de la figura de un ángel maldito que no puede contener el alarido, el grito obsceno del que sabe que nunca más recuperará el vuelo. Las serpientes han envenenado sus piernas y el peso de una fuerza secreta le impide elevarse. Pero no me quiero despistar con los detalles de la representación del Diablo, entre otras cosas porque la gitana de la buenaventura señaló que mi vida sería larga aunque no por ello tenía que perder el tiempo.
Me habló de playas desiertas, de bosques y de serpientes encantadas por el Diablo. También me habló de aguas turbias y de ríos cuyas aguas son tranquilas como espejos por donde nunca pasa el tiempo. También me contó que, a lo largo de mi vida, se reunirían bellos paisajes y distintas mujeres. Por último, como si hubiera estado esperando al final para advertirme, me dijo que iba a correr con suerte. Con mucha suerte, repitió, alzando las cejas en gesto de asombro mientras escudriñaba la palma de mi mano. A medio camino, siguió diciendo, una maldición me saldría al encuentro. Por último, me dio a entender que resurgiría victorioso del combate.
Recuerdo que por escuchar todo aquello le pagué lo poco que llevaba encima. Con la voluntad de vivir todo lo que la gitana me había contado y con la impaciencia del Diablo, me puse a obedecer al destino que marcaban las suelas de mis zapatos. Ahora que lo pienso, tal vez escribir consista en saber expresar con palabras exactas la sensualidad que se esconde entre los muslos de una mujer cuando se alza en puntillas a tender la colada, por ejemplo. Y que sentir al Diablo no es sino el balanceo de esa misma carne al compás de una canción cantada con una pinza en la boca. En resumidas cuentas, la literatura es una mezcla obscena de memoria y deseo que nunca conseguirá retener el instante preciso como lo pueden hacer la pintura, la fotografía o la escultura, sin ir más lejos. Con todo, yo siempre quise escribir.
Es más, si no hubiera hecho caso a las palabras de aquella gitana, hoy no estaría aquí, donde ahora me hallo, al sur del mapa, respirando el aroma de los murallones que protegen las bodegas cuando el sol pega de lleno y el Diablo se hace Verbo. Calienta tanto el inquilino del infierno, que de las cubas se desprende un perfume de alta graduación que pone alerta. Para quien no lo sepa aún, cabe decir que la elevada perfección del Diablo está presente en los vinos de esta región. De hecho, el personaje de Shakespeare, el grotesco Falstaff, señaló que un buen jerez produce un doble efecto: primero, sube hasta el interior del cerebro y, de segundas, calienta la sangre, haciéndola correr del centro a las partes extremas, iluminando el rostro como un faro.
Además de beber jerez, llegué hasta el sur para merecer historias que ahora voy a contar como si fueran propias. Desde el día de mi llegada hasta hoy, me puse en el camino que habían dejado tras de sí los pasos de Hércules, un dios al que los griegos llamaron Heracles y los fenicios, Melkart, y que vino a juntar las aguas y a separar las tierras en dos continentes. Lo que se conoce como el estrecho de Gibraltar, donde sigo a la espera de que aparezca uno de esos barcos fantasma que salen a navegar con las luces del atardecer. Porque todo es posible en estas tierras mágicas y malhabladas donde el vino todo lo empapa.
En los últimos años me he dedicado a perseguir leyendas antiguas, cuentos de amor y muerte, historias de cicatrices abiertas, de fronteras interiores, de tesoros escondidos y de amuletos que fulminan maldiciones. De fondo siempre estuvieron los sonidos negros. Los de Camarón de la Isla y mucho antes, cuando los tiempos de Manuel Torre y el Fillo y el Planeta, aquel flamenco que cantaba a los astros y se movía por las afueras. Emprendí el viaje hacia todas las épocas de esta tierra, buscando por el espacio la huella jonda, la primera pisada del héroe.
Al principio tomé notas para contar que el Guadalquivir es un río de aguas quietas que lleva la contraria a Heráclito. También para contar cómo los tiempos arrojaron a otras orillas las guitarras y los cantes. Ahora que me decido, vuelvo la vista hacia atrás, hasta aquella tarde en la que todo comenzó, cuando una gitana vieja se acercó a echarme la buenaventura y el rumor del agua de una fuente cercana se hizo más vivo que nunca. Hoy lo sé, emprendí aquel viaje para que el Diablo se sintiera orgulloso de mis pecados y me dejase entrar al infierno.