Image: El Stieg Larsson de la literatura noruega

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Letras

El Stieg Larsson de la literatura noruega

RBA publica 'Headhunters', la novela de Jo Nesbo que alcanzó el número uno en Noruega tan sólo una semana después de ponerse a la venta

30 julio, 2012 02:00

Jo Nesbo es un escritor noruego que ya se ha consolidado como uno de los autores de ficción más importantes de su generación. En 'Headhunters' (RBA), publicada en su país natal en 2008 y a la venta en España el 2 de agosto, se sumerge en la vida de Roger Brown, un cazatalentos que roba obras de arte para sufragar su vida de alto standing. Nesbo es un autor poco evidente, que presupone la inteligencia del lector, con un humor repartido en pequeñas dosis y una gran profundidad de pensamiento. Ha sido el segundo autor de ficción más vendido en Reino Unido en 2011, con una novela comprada cada 27 segundos, por encima de Stieg Larsson. La obra fue ganadora del Norwegian Book Club Prize a la mejor novela del año, uno de los más prestigiosos galardones de la literatura noruega, y ya cuenta con una película, dirigida por Morten Tyldum, que se estrena el 24 de agosto.


Candidato

El candidato estaba muerto de miedo.

Iba equipado con armadura de Gunnar Øye, un traje gris de Ermenegildo Zegna, una camisa de Borelli hecha a medida y una corbata de color borgoña, probablemente de Cerruti 1881, con estampado de espermatozoides. De lo que sí que estaba seguro era de los zapatos: unos Ferragamo, también hechos a medida.

Yo mismo había tenido un par como aquellos. Los documentos que tenía delante certificaban que el candidato también iba armado con un título de la Escuela Superior de Comercio de Bergen, con una nota media que rozaba el siete, un periodo en el Parlamento como representante del Høyre, el partido conservador, y una historia de cuatro años de éxitos como director ejecutivo de una empresa industrial mediana.

Y, sin embargo, Jeremias Lander estaba muerto de miedo. Tenía el bigote empapado de sudor.

Levantó el vaso de agua que mi secretaria había dejado encima de la mesita que había entre él y yo.

-Me gustaría... -empecé con una sonrisa, no ese tipo de sonrisa sincera e incondicional que invita a un extraño a sentirse cómodo, no ese tipo de sonrisa poco seria. Sino la sonrisa educada, semicálida que, según los manuales, demuestra profesionalidad, objetividad y una conducta analítica por parte del

entrevistador. Es precisamente la falta de implicación emocional lo que hace que el candidato demuestre su integridad. Solo de este modo, dicen los manuales, se conseguirá que el candidato ofrezca una información más sincera y objetiva, ya que habrá tenido la sensación de que lo descubrirán si hace teatro, lo pillarán si exagera, lo castigarán si recurre a alguna argucia. Pero no sonrío así porque lo digan los manuales. Yo me cago en los manuales que no son más que una sarta de gilipolleces razonadas. Lo único que necesito es el modelo de interrogatorio en nueve pasos de Inbaud, Reid y Buckley. No, sonrío porque soy así: soy profesional, analítico y no tengo ningún interés emocional. Soy un "cazatalentos". No es muy difícil, pero yo soy el rey de la colina.

-Me gustaría... -repetí- continuar. Cuéntame algo de tu vida fuera del trabajo.

-Pero ¿eso existe?

Dejó escapar una risa medio tono por encima de lo debido. Cuando se suelta un chiste breve en una entrevista de trabajo, uno no debe, además, reírse ni mirar fijamente al interlocutor para comprobar que lo ha pillado.

-Eso espero -dije, y la risa se transformó en un carraspeo-. Creo que la cúpula de esta empresa concede mucha importancia al hecho de que el nuevo director lleve una vida equilibrada. Buscan a alguien capaz de funcionar durante bastante tiempo, un corredor de fondo que sepa controlar bien la carrera. Y que no esté agotado al cabo de cuatro años.

Jeremias Lander asintió con un gesto mientras tomaba otro sorbo de agua.

Medía unos catorce centímetros más que yo y era tres años mayor. Es decir, tenía treinta y ocho años. Algo joven para el puesto. Y él lo sabía, por eso se había teñido el cabello de las sienes de un gris casi imperceptible. No era la primera vez que veía algo así. No me queda nada por ver. Uno de los candidatos sufría un problema de sudor en las manos, así que había acudido a la entrevista con cal en el bolsillo derecho de la chaqueta. Tras el apretón, me dejó la mano blanca y seca. La garganta de Lander emitió un sonido de gorgoteo involuntario. Anoté en el informe de la entrevista: "MOTIVADO. BUSCA SOLUCIONES".

-¿Así que vives aquí, en Oslo? -pregunté.

Él asintió.

-En Skøyen.

-Y estás casado con...

Pasé las hojas de su expediente y adopté esa expresión de impaciencia que da a entender a los candidatos que espero que tomen la iniciativa.

-Camilla. Llevamos diez años casados. Dos hijos. Van al colegio.

-¿Cómo definirías tu matrimonio? -pregunté sin levantar la vista. Le di dos largos segundos y proseguí sin que él hubiese dado aún con una respuesta-: ¿Crees que todavía seguiréis casados dentro de seis años, cuando ya hayas pasado dos tercios de tu vida de vigilia trabajando?

Levanté la vista. Tal y como esperaba, me miraba lleno de desconcierto. Yo no había sido consecuente. Una vida equilibrada. Exigencia de rendimiento. Lo uno no encajaba con lo otro. Pasaron cuatro segundos antes de que respondiera. O sea, como mínimo, un segundo de más:

-Eso espero.

Una sonrisa confiada y ensayada. Pero no lo suficiente. No para mí. Acababa de utilizar mis mismas palabras, y lo habría tomado como algo positivo si no hubiese sido por ese tono intencionado de ironía. Por desgracia, en este caso, no fue más que la repetición involuntaria de las palabras de alguien que, a su juicio, gozaba de un estatus superior. "AUTOESTIMA BAJA", anoté. Y, además, "esperaba", no lo sabía a ciencia cierta, no había tenido una visión, no había consultado la bola de cristal, no demostraba estar al tanto de que el requisito mínimo para ser director ejecutivo era dar la impresión de ser clarividente.

-¿A qué te refieres?

Suspiré como si la respuesta fuera obvia. Eché una ojeada a mi alrededor como buscando una alegoría pedagógica que no hubiera utilizado antes. Y, como de costumbre, la encontré en la pared de enfrente.

-¿Te interesa el arte, Lander?

-Un poco. A mi mujer sí que le interesa.

-A la mía también. ¿Ves ese cuadro de ahí? -Señalé con el dedo Sara gets undressed, un cuadro en látex de más de dos metros que representaba a una mujer con una falda verde y con los brazos cruzados, a punto de ponerse un jersey rojo-. Es un regalo de mi esposa. El artista se llama Julian Opie, y el cuadro está valorado en un cuarto de millón de coronas. ¿Tienes alguna obra de arte de un valor semejante?

-Sí, sí la tengo.

-Enhorabuena. ¿Crees que se puede calcular el valor de un cuadro solo con mirarlo?

-A saber.

-Sí, a saber. Ese cuadro de ahí está compuesto por unos pocos trazos, la cabeza de la mujer es un círculo, un cero sin rostro, y el color es monótono, sin textura. Ahora bien, está hecho a ordenador y se pueden imprimir millones con un solo clic.

-Vaya.

-Lo único, y hablo en serio, que hace que el cuadro valga un cuarto de millón es que lo firma un artista de renombre. El rumor que asegura que es bueno, la confianza que deposita el mercado en un hombre al que considera un genio. Porque es difícil reconocer lo genial, e imposible saberlo con exactitud. Lo mismo sucede con los directores, Lander.

-Entiendo. Renombre. Te refieres a la confianza que inspira el director.

Anoto: "NO ES IDIOTA".

-Exactamente -proseguí-. El renombre lo es todo. No solo el salario del director, sino incluso la cotización de la empresa en la bolsa. ¿Qué tipo de obra de arte posees y en cuánto está valorada?

-Se trata de una litografía de Edvard Munch, El broche. Desconozco el precio, pero...

Hice un gesto de impaciencia con la mano.

-La última vez que apareció en una subasta, el precio rondaba las trescientas cincuenta mil -dijo.

-¿Y cómo habéis asegurado esa pieza tan valiosa ante un posible robo?



-La casa tiene un sistema de alarma bastante bueno -aseveró él-. Tripolis. Todos los del vecindario tienen contratados sus servicios.

-Tripolis son buenos, pero caros. Yo también tengo un seguro con ellos - reconocí-. Unas ocho mil al año. ¿Cuánto has invertido en asegurar tu renombre?

-¿A qué te refieres?

-¿Veinte mil? ¿Diez mil? ¿Menos?

Se encogió de hombros.

-Ni un céntimo -contesté yo-. Tienes buen currículum y te aguarda un futuro brillante aquí, uno que vale diez veces más que el cuadro del que estás hablando. Al año. Y aun así, no tienes a nadie que lo vigile, ningún guarda. Porque crees que no es necesario. Crees que los resultados de la empresa que diriges hablan por sí solos. ¿No es verdad?

Lander no contestó.

-Bueno -continué inclinándome hacia delante y bajando el tono de voz, como si fuera a contarle un secreto-. Pues te equivocas. Los resultados son como los cuadros de Opie, unos trazos sencillos y algunos ceros sin rostro. El cuadro no es nada, el renombre lo es todo. Y eso es lo que podemos ofrecerte.