Image: Los desorientados

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Letras

Los desorientados

La novela supone el regreso literario de Amin Maalouf a su tierra

22 octubre, 2012 02:00

Amin Maalouf

Amin Maalouf vuelve en 'Los desorientados' (Alianza Literaria) a su país natal, reflexionando sobre la amistad, el exilio y la identidad en su novela más personal. Un profesor árabe de Historia regresa al Líbano 25 años después de expatriarse, con la intención de reunir a su grupo de amigos dispersado por la guerra. Sin embargo, algunos han muerto, y otros han cambiado. Maalouf medita sobre la necesidad de tender puentes entre Oriente y Occidente a través de esta historia de reencuentros.


Llevo en el nombre a la humanidad naciente, pero pertenezco a una humanidad que se extingue, escribió Adam en su libreta dos días antes del drama.

Nunca supe por qué me llamaron así mis padres. En mi tierra natal no era un nombre frecuente, ni nadie de mi familia se había llamado así antes que yo. Me acuerdo de que un día se lo pregunté a mi padre y se limitó a contestarme: «¡Es nuestro antepasado común!», como si yo pudiera no saberlo. Tenía diez años y me conformé con esa explicación. Quizá habría debido preguntarle mientras vivía si había tras esa elección alguna intención, algún sueño.

Me parece que sí. Desde su punto de vista, se suponía que yo pertenecía a la cohorte de los fundadores. Hoy, a los 47 años, no me queda más remedio que admitir que no cumpliré con esa misión. No seré el primero de un linaje, seré el último, el último de todos los míos, el depositario de sus penas acumuladas, de sus desilusiones y también de sus vergüenzas. Me incumbe a mí la aborrecible tarea de identificar los rasgos de aquellos a quienes he querido y de asentir luego con la cabeza para que vuelvan a taparlos. Me ha tocado hacerme cargo de las extinciones. Y, cuando me llegue la vez, caeré como un tronco, sin haberme doblado, y repitiéndole a quien quiera oírlo: «¡La razón la tengo yo y la que se equivoca es la historia!».

Ese grito orgulloso y absurdo me retumba constantemente en la cabeza. Por lo demás, podría servir de epígrafe a esta peregrinación inútil en la que llevo diez días.

Al volver a mi tierra inundada, pensaba salvar algunos vestigios de mi pasado y del pasado de mi gente. En ese aspecto, no espero ya gran cosa. Quien intenta retrasar un naufragio corre el riesgo de apresurarlo… Dicho esto, no me arrepiento de haber emprendido este viaje. Cierto es que vuelvo a descubrir todas las noches por qué me alejé de la patria donde nací; pero también vuelvo a descubrir todas las mañanas por qué nunca me desapegué de ella. Mi gran alegría es haber encontrado entre las aguas unos cuantos islotes de delicadeza levantina y de ternura serena. Lo que me proporciona otra vez, al menos de momento, un apetito nuevo por la vida, razones nuevas para luchar y quizá, incluso, un estremecimiento de esperanza.

¿Y a más largo plazo?

A largo plazo, todos los hijos de Adán y Eva son niños perdidos.


Primer día

El jueves, cuando se quedó dormido, Adam no tenía ni idea de que al día siguiente sin ir más lejos iba a alzar el vuelo hacia el país de sus orígenes tras lustros de alejamiento voluntario y para ir al encuentro de un hombre a quien se había prometido no volver a dirigir la palabra. Pero la mujer de Mourad supo dar con las frases implacables:

«Tu amigo se muere. Quiere verte».

El timbre sonó a las cinco de la mañana. Adam cogió el teléfono a tientas, pulsó una de las teclas encendidas y contestó: «No, de verdad que no estaba durmiendo», o cualquier otra mentira por el estilo. Su interlocutora le dijo a continuación: «Te pongo con él».

Tuvo que contener el aliento para oír el del moribundo. E, incluso así, más que oír las palabras, las intuyó. La voz lejana era como un susurro de telas. Adam tuvo que repetir dos o tres veces «Claro» y «Entiendo» sin entender nada ni tener nada claro. Cuando la otra voz calló, le dijo, prudentemente:

«¡Adiós!». Aguzó el oído unos cuantos segundos, para comprobar que la mujer no había vuelto a ponerse al aparato; luego, colgó.

Se volvió entonces hacia Dolores, su compañera, que había encendido la luz y se había sentado en la cama, con la espalda apoyada en la pared. Parecía que estaba sopesando los pros y los contras, pero ya se había hecho una opinión.

-Tu amigo se muere, te llama, no puedes pensártelo; tienes que ir.

-¿Mi amigo? ¿Qué amigo? ¡Hace veinte años que no nos hablamos!

En realidad, en todos aquellos años siempre que alguien pronunciaba en su presencia el nombre de Mourad y le preguntaba si lo conocía, contestaba invariablemente: «Es un antiguo amigo». Sus interlocutores daban por hecho con frecuencia que había querido decir un «viejo amigo». Pero Adam no escogía las palabras a la ligera. «Antiguo amigo» era, pues, desde su punto de vista, la única expresión adecuada.

Dolores, cuando usaba ese giro en su presencia, solía contentarse con una sonrisa compasiva. Pero aquella mañana no sonrió.

-Si mañana riñese con mi hermana, ¿se convertiría en mi «antigua» hermana? ¿Y mi hermano, en mi «antiguo» hermano?

-Con la familia es diferente, no hay elección.

-Tampoco aquí tienes elección. Un amigo de juventud es un hermano adoptivo. Puedes arrepentirte de haberlo adoptado, pero ya no puedes desadoptarlo.

Adam habría podido explicarle largo y tendido en qué son diferentes los lazos de la sangre. Pero se habría aventurado al hacerlo en un terreno pantanoso. Su compañera y él no tenían, en última instancia, una sangre común. ¿Y eso quería decir que, por muy íntimos que hubieran llegado a ser, podrían un día volverse ajenos? Y que si uno de los dos llamaba al otro en el lecho de muerte, ¿podría suceder que tuviera que enfrentarse a una negativa? Sólo pensar en semejante posibilidad habría sido degradante. Prefirió callar.

En cualquier caso, los razonamientos no valían de nada. Antes o después, tendría que ceder. Tenía, sin duda, mil razones para guardarle rencor a Mourad, para retirarle la amistad e, incluso, dijera lo que dijera su compañera, para «desadoptarlo»; pero esas mil razones no tenían valor alguno ante la proximidad de la muerte. Si se negaba a acudir junto al lecho de su antiguo amigo, le remordería la conciencia hasta el último día de su vida.

Así que llamó a la agencia de viajes para sacar un billete para el primer vuelo directo, ese mismo día, por la tarde, a las cinco y media, con llegada a las once de la noche. Difícilmente podría haberse dado más prisa.


Nadie lo estaba esperando en el aeropuerto. Y esa incomodidad trivial, que Adam habría debido, desde luego, prever, ya que no había avisado a nadie de que llegaba, trajo consigo un desbordamiento de la tristeza y una confusión mental pasajera. Tuvo que hacer un esfuerzo para acordarse de que acababa de aterrizar en su ciudad natal, en su propio país.

20 de abril, continuación
Paso por la aduana, entrego el pasaporte, lo recojo y salgo, recorriendo con la vista el gentío con una mirada de niño abandonado. Nadie. Nadie me dirige la palabra, nadie me espera. Nadie me reconoce. He venido al encuentro del fantasma de un amigo y ya soy yo también un fantasma. Un taxista me ofrece sus servicios. Acepto con la mirada y dejo que se lleve mi maleta hacia su coche, un Dodge viejo aparcado a mucha distancia de la fila reglamentaria. Está claro que es un taxi ilegal, sin placa roja y sin contador.

No protesto. Normalmente, esos usos me irritan, pero esta no che me hacen sonreír. Me traen a la memoria un entorno familiar, los reflejos de andarse con cuidado. Me oigo preguntar al hombre, en árabe y con el acento de la tierra, por cuánto me va a salir la carrera. Sólo para evitar la indignidad de que me tome por un turista.

De camino, tuve la tentación de llamar a unos primos, a unos amigos. Ya eran las doce de la noche, cinco minutos arriba o abajo, pero conozco a más de uno a quien no le habría importado la hora y me habría invitado insistentemente a alojarme en su casa. Al final, no llamé a nadie. De pronto, notaba la necesidad de estar solo, de ser anónimo, algo así como clandestino.

Esta sensación nueva empieza a gustarme. De incógnito en mi tierra, entre los míos, en la ciudad en que crecí.

Mi habitación del hotel es amplia, las sábanas están limpias, pero la calle ha resultado ruidosa, incluso a estas horas. Está también el ronroneo obsesivo de un aire acondicionado que no me he atrevido a apagar por temor a despertarme sudando a mares. No creo que el ruido me impida dormir. El día ha sido largo, el cuerpo no tardará en embotarse, y la mente también.

Sentado en la cama, sin más luz que la de la lámpara de cabecera, no puedo dejar de pensar en Mourad. Me esfuerzo por imaginarlo tal y como debería ser ahora. La última vez que estuvimos juntos tenía veinticuatro años, y yo, veintidós. En mi recuerdo, estaba en plena forma y era feroz y atronador. Con el paso del tiempo, la enfermedad lo habrá deteriorado seguramente. Me lo imagino ahora en su antigua casa familiar, en el pueblo, en un sillón de inválido, con la cara lívida y una manta de lana en las rodillas. Pero a lo mejor está en el hospital, en una cama metálica, rodeado de goteros, de aparatos que parpadean y de vendas; y, pegada a la cama, la silla en que me pedirá que me siente.

Mañana lo sabré.