Memorias. Medio siglo de reflexión política
Raymond Arón revisa el último medio siglo de la historia mundial en unas memorias que aparecen completas por primera vez.
31 julio, 2013 02:00Raymond Aron (1905-1983), uno de los analistas políticos más destacados del siglo XX, fue un pensador independiente, lúcido y analítico, calificado por The Economist como "el columnista político más respetado de Francia". En 'Memorias. Medio siglo de reflexión política' (RBA) relata su labor en Londres como animador de la Resistencia, pero también su apoyo a la reconstrucción de la Alemania devastada por la contienda, o sus audaces planteamientos sobre la paz durante la Guerra Fría. Con estos acontecimientos políticos como telón de fondo, Raymond Aron se relacionó con personalidades de la talla de Charles de Gaulle, Jean-Paul Sartre o Henry Kissinger, cuyo retrato aparece esbozado con trazo rápido y seguro en estos penetrantes escritos. Su voz serena y racional le convirtió en un personaje singular en el fragor de una época convulsa y apasionada.
Aquí puede leer el primer capítulo de 'Memorias. Medio siglo de reflexión política'.
1. El testamento de mi padre
Nací en la rue Notre-Dame-des-Champs, en un apartamento del que no guardo ningún recuerdo. En cambio, el apartamento del bulevar Montparnasse al que mis padres se mudaron poco después de que yo naciera aún permanece vagamente en mi memoria: recuerdo, en la entrada, un amplio corredor que mis hermanos y yo utilizábamos como pista de patinaje, y una de cuyas paredes estaba recubierta por tres grandes librerías; la parte superior estaba llena de libros, mientras que en la inferior, encerrados tras varias puertas, se guardaban documentos y revistas. Fue allí donde, cuando tenía diez años, descubrí la literatura sobre el caso Dreyfus que mi padre había ido acumulando desordenadamente.
Éramos tres hermanos -les petits marrons-, casi todos de la misma edad: uno, de abril de 1902, el otro, de diciembre de 1903, y el tercero, de marzo de 1905. Adrien fue siempre el mayor, desde todos los puntos de vista: el que escapó antes de la familia o se rebeló contra ella, y, tal vez al principio, el más adorado por mi madre (un año antes de que Adrien llegara al mundo, mi madre perdió el que habría sido su primer hijo en un parto difícil y, de vez en cuando, acusaba al médico diciendo que el niño «habría podido vivir»). Adrien, un niño mimado, aunque no mucho más que sus hermanos, quizás hubiera seguido otro camino si mis padres -mi madre llorando y mi padre tratando de justificar su propia debilidad- no le hubiesen facilitado durante tanto tiempo los medios para vivir a su gusto: gozando
de todas las comodidades y sin trabajar.
Antes de que yo naciera, mi madre había decretado que yo sería la hija que deseaba con tanto fervor. Fui, pues, el último pequeñín, del mismo modo que Adrien había sido el primero. A veces, ella tenía que soportar las asperezas de los «mayores», a quienes llamaba «los Aron», y me cogía de la mano. A mí me gustaba compartir su soledad, tener un momento de complicidad y ternura. Mi padre, por su parte, me confió otra misión que tuvo más peso en mi vida del que la apenas consciente intimidad con mi madre tuvo durante mis primeros años.
En la primera página de mis recuerdos, Adrien se impone mientras dejo correr mi pluma. Pero ¿por qué él? Al fin y al cabo, desde su nacimiento hasta que murió, en 1969, no tuvo ningún papel en mi existencia, ni entre el fin de mis estudios y la guerra, ni a mi regreso de Inglaterra en 1944. Hacia 1950 uno de mis primos decía: «Antes de 1940, cuando alguien me preguntaba si era pariente de Aron, se referían al jugador de tenis o de bridge; ahora, lo que recuerdan mis interlocutores es mi parentesco contigo». En efecto, Adrien gozó de cierta fama o, al menos, de notoriedad en el mundo del deporte, sobre
todo en París. Clasificado como el noveno de los jugadores de tenis hacia finales de la década de 1920, en la época de los cuatro mosqueteros, se encontraba al mismo tiempo entre los cuatro o cinco mejores jugadores de bridge de Francia, tal vez incluso el mejor, junto con Pierre Albarran. Intervino en la partida -famosa en la época- que disputó el equipo Culbertson contra el de Francia. A pesar de no ser profesional de ninguno de estos juegos, vivía de ellos, sobre todo del bridge. A partir de 1945 abandonó la raqueta y las cartas, y se dedicó a comprar y vender sellos, también como aficionado. Hasta el último día se mantuvo al margen de la sociedad, cuya hipocresía despreciaba, y poco a poco fue cayendo en el cinismo.
En la década de 1960 ya casi no nos veíamos. Después de una operación de hernia estrangulada, expresó el deseo de vivir en nuestro apartamento de la avenida Président Kennedy; nuestra vacilación lo irritó y nuestros encuentros se espaciaron. Recuerdo una breve conversación que mantuvimos en mayo de 1968; reaccionaba ante los acontecimientos con su habitual mezcla de desprecio hacia los hombres y de enclaustramiento en sí mismo. En noviembre de 1969 me llamó por teléfono y me dijo en un tono más bromista que preocupado o pesaroso: «Esta vez es en serio: siento una bola dura en el vientre; debe de ser un cáncer». No se equivocaba. Al cabo de diez días un cáncer se lo llevó. Se fumaba dos o tres paquetes de cigarrillos al día y tenía una tos de fumador cuyo origen adivinaba hasta el más profano.
Lo visité a diario en el hospital americano, salvo el último día de su vida consciente. Yo estaba haciendo mis visitas de candidatura a los profesores del Collège de France, visitas que se me antojaban tanto más ridículas por cuanto la muerte de Adrien contrastaba con la comedia social que él jamás había representado y cuyas pompas no echaba de menos. No temió el fin, y lo esperó con su habitual manera
de ser: sin sombra aparente de miedo, más bien con impaciencia. Sí temía, sin embargo, el dolor. Me suplicó que hiciera lo posible para ahorrarle todo tipo de sufrimiento. Pidió a su médico un tubo de aspirinas que no utilizó. No consumió el plazo previsto: la propagación del mal fue fulminante; sin embargo, hizo frente al desenlace fiel a sí mismo, sin examen de conciencia, con una suerte de balance despegado y objetivo de sus sesenta y ocho años.
Recordaba con satisfacción la primera parte de su vida, hasta 1940, un sentimiento que poco tenía que ver con la satisfacción de un deber o de una tarea cumplidos, sino de haber tenido todo lo que había deseado: mujeres, dinero, éxitos deportivos, todo. Por aquel entonces, conducía un Lancia (que me prestó varias veces); era un hombre elegante y frecuentaba los círculos adinerados de los clubes de tenis y de juego. Encarnaba a la perfección al sibarita, un tipo de hombre que mi yo filosófico despreciaba y al que tal vez una parte de mí mismo -apenas consciente y humillada por su suprema ligereza- admiraba o envidiaba.
La derrota de Francia puso fin a su juventud. De golpe Adrien se encontró con que él también era judío. No es que chocara en su ambiente con antisemitas que aprovecharan la ocasión para dar libre curso a sentimientos reprimidos. Hasta donde las palabras que pronunció en la cama del hospital me permiten reconstruir, se sintió sorprendido, disgustado por la indiferencia (en el mejor de los casos) que sus compañeros de deporte o de diversiones manifestaron hacia la suerte de los judíos. (Los pocos auténticos amigos que le conocí le fueron fieles).
Abandonó el tenis a consecuencia de una hernia y dejó el bridge el día en que se dio cuenta de que el juego comenzaba a fatigarle. Durante la Ocupación vivió en Cannes; luego se trasladó a Suiza, donde descubrió la filatelia. Sus años de posguerra -me decía- no alcanzaron la perfección de los de la preguerra. En la práctica, el perezoso trabajaba duramente varias horas diarias en su colección de
sellos o, habría que decir, en su oficio, que ejerció con el mismo talento que el bridge. De no ser por la guerra -me decía-, habría conseguido una «posición» por medio de alguno de sus «amigos». Esos amigos que frecuentaba y que desaparecieron a raíz de los acontecimientos.
En sus últimos momentos no lamentó nada o casi nada; deploraba que las circunstancias, ajenas a su voluntad, lo hubiesen privado de algunos placeres en los últimos años de su vida (por lo demás, consideraba haber vivido demasiado). A fin de cuentas, él había elegido tener ese «carácter inteligible». Para él, tal como había querido que fuera, la vejez no significaba nada. No es que estuviese tan alejado
de sus semejantes como él aparentaba. En cierto sentido, llevaba la familia pegada a su piel. En 1934, cuando murió mi padre, los tres lloramos ante su cadáver (el primero, creo, que yo veía) y él nos preguntó a Robert y a mí: «¿Soy culpable?». Mi padre había perdido toda su fortuna en 1929, en el hundimiento de la Bolsa. Adrien era el único de nosotros tres que disponía de dinero para ayudar a nuestros padres. Yo se lo sugerí, y él me respondió que su lujo aparente obedecía a las obligaciones de su modo de vida. Por lo demás, no sé cómo habría acogido mi padre una oferta de ese tipo. Robert y yo
hicimos lo que pudimos para calmar sus remordimientos.
Omito un detalle, o quizá lo esencial: estaba dotado de una excepcional inteligencia; la puso al servicio del bridge y de la filatelia. Después de haber concluido su etapa de escolarización en el liceo Hoche, entró en la hypotaupe. A las pocas semanas lo acobardó elexcesivo trabajo. Mi padre accedió a que hiciera una nueva elección: una licenciatura en derecho y otra en matemáticas. Terminó, en efecto, su licenciatura en derecho. Tres semanas antes del examen se aprendía casi de memoria los manuales, y así fue como pasó los exámenes de los tres años. Abandonó la licenciatura en matemáticas después de suspender el examen para el certificado de matemáticas generales. Prefirió las lecciones de tenis a las de matemáticas. Siguió viviendo con la familia hasta comienzos de la década de 1930, y finalmente se estableció en un bajo de la rue Marignan que había acondicionado uno de sus amigos. Cuando murió, vivía aún en ese apartamentito cuyo estilo -el de la exposición de 1924- desaparecía en el desorden, la suciedad y el desgaste de las alfombras y tapices, más por negligencia que por necesidad.
Bridge y tenis. En el jardín de la casa que mis padres hicieron construir en Versalles entre 1913 y 1915 había una cancha de tenis. Jugábamos varias veces por semana. Adrien era el que tenía más habilidad; Robert, el mediano, era el menos dotado. También comencé a jugar al bridge hacia los diez años. Padre e hijos jugamos durante muchos años al bridge todas o casi todas las noches. Nuestros padres habían decidido que no se debía «trabajar» después de la cena. Las partidas nocturnas se prolongaron hasta el momento en que Adrien buscó fuera otras diversiones. En cuanto a mí, perdí la pasión tanto por el tenis como por el bridge cuando descubrí la filosofía y el mundo de las ideas.
Los primeros recuerdos que han venido a mi memoria -Adrien y su «elección existencial»- podrían dar una falsa imagen de mi familia. Ahora me parece común, clásica; pertenecía a la burguesía media del judaísmo francés. Mi abuelo paterno, a quien no conocí, había fundado un comercio textil mayorista en Rambervillers, una población de Lorena, donde sus antepasados se habían establecido a finales del siglo xviii, según dicen. El comercio que dirigía con su hermano Paul (el padre de Max Aron, el biólogo de Estrasburgo) prosperó y se transfirió a Nancy.
No sé nada de mi abuelo, salvo dos relatos que me contaron, uno mis padres, y el otro un lorenés radicado en México que había servido a sus órdenes. Mi abuelo Ferdinand había vaticinado que yo, el
bebé que llevaba su nombre, tendría una gran carrera.1 En 1961 encontré en México a un hombre de más de ochenta años que había trabajado en la casa «Aron frères». Me contó la lección que recibiera
de su patrón: «Una noche, a eso de las doce, Ferdinand dio la señal de partida. "Vamos a acostarnos -dijo-; no es tarde, pero así mañana nos levantaremos más temprano"». Mis abuelos, judíos del
este, daban pruebas de un patriotismo intransigente. No creo que jamás se hubieran formulado la pregunta que tan de moda está hoy en día: «¿Qué somos primero, judíos o franceses?». Ni siquiera mi
padre, según recuerdo -aunque el caso Dreyfus lo conmovió más que ningún otro acontecimiento histórico-, abandonó sus posiciones: masón en su juventud, sin inquietudes religiosas ni práctica judía
alguna, no difería, al menos superficialmente, de sus amigos universitarios de origen católico o ateos, vagamente de izquierdas.
Mis abuelos, por ambas partes, «tenían dinero», como se acostumbra a decir, pero no disponían de una gran fortuna. Mi madre, cuyo padre poseía una pequeña fábrica textil en el norte del país, había aportado dote, y mi abuela paterna, antes de 1914, poseía un gran automóvil que conducía un chófer con gorra de plato, signos externos que no engañan. Mis padres heredaron, pues, de cada parte, algunos cientos de miles de francos. Después de recibir una herencia tras la muerte de mi abuela paterna, decidieron abandonar París e instalarse en Versalles, primeramente en la rue de la Maye, en una casa alquilada, y más tarde en otra construida según los planos de un arquitecto amigo: una casa de piedra de canto, en aquel entonces la última de la avenida del Parc de Glatigny. Del otro lado de la pared que cercaba el jardín había un campo de fútbol.
Mi padre, como era habitual en las familias judías, tomó a edad temprana la decisión de no trabajar en el negocio familiar. Siempre tuvo unas notas brillantes en sus estudios y fue el primero de la clase en Lyon, rivalizando con uno de sus compañeros, que más adelante enseñaría literatura francesa en la Sorbona. Había conservado algunas de sus disertaciones de filosofía y ciertos ejercicios de redacción o de poesía latina que yo leí mucho más tarde. En primer año de derecho, obtuvo el primer premio en el concurso disputado entre los mejores estudiantes de París (o de Francia). Por motivos que trato de reconstruir como buenamente puedo, malogró su carrera. Se orientó hacia la agrégation (oposición) de derecho y eligió el derecho romano y la historia del derecho. Cada dos años salían plazas a concurso y obtuvo el segundo lugar en una ocasión en la que solo se ofrecía un puesto. Se preparó la lección magistral en veinticuatro horas, con la ayuda de un famoso historiador, Isidor Lévy (lo que era a la vez legal y corriente). Aceptó en primer lugar una plaza de ayudante en las facultades de Derecho de Caen, y luego renunció a la agrégation, volvió a París y obtuvo, en la Facultad de Derecho, un puesto inferior al de los profesores titulares, cargo que fue suprimido algunos años más tarde. Siguió en la docencia, como profesor de derecho en la École Supérieure de enseñanza comercial y en la École Normale Supérieure de enseñanza técnica. Tal elección resultó ser un fracaso con respecto a sus ambiciones, con respecto a sus méritos. Podría haber entrado en la magistratura. Se aferró a la docencia, que transfiguró ante sus propios ojos en vocación: «Es la profesión más hermosa del mundo», decía.
¿Era sincero? Hasta 1929 y la Gran Depresión, lo recuerdo como un hombre feliz, expansivo, satisfecho de sí mismo. Más tarde, poco a poco, comencé a hacerme preguntas. Había publicado trabajos jurídicos cuando se creía destinado a la cátedra universitaria. Una vez casado y siendo ya padre de tres hijos, dejó de «trabajar». Publicó un pequeño libro, La guerre et l'enseignement du droit, sin mayor trascendencia. Se alejó de París para escapar de la «vida mundana», de las cenas parisinas (o así fue, al menos, como explicó la decisión). Pero no utilizó mucho mejor su tiempo libre en Versalles; de vez en cuando, el sentimiento del fracaso, reprimido por el placer de vivir y la resignación voluntaria, asomaba a la superficie. Cada vez con mayor frecuencia se decía a sí mismo y a los demás que se dedicaba por entero a sus hijos. Poco a poco, a medida que la edad me permitió comprenderlo no ya como a un padre todopoderoso, sino como a un padre humillado, me sentí portador de las esperanzas de su juventud, encargado de procurarle una especie de revancha; yo borraría sus decepciones con mis éxitos. Murió pocas semanas después de que naciera mi hija Dominique: esa fue su última alegría.
Una vez más, los recuerdos que me vienen a la memoria se refieren a los años negros, entre 1929 y su muerte, es decir, después de que lo perdiera todo: su fortuna y la dote de mi madre. Fue entonces, a sus sesenta años, cuando, por primera vez desde que se había casado, tuvo que ganarse la vida y contar exclusivamente con su sueldo. Como burgués del cambio de siglo, gastaba más de lo que ganaba, cosa que no era prueba de ligereza. ¿Por qué no gastar la renta de su capital? Pero me temo que se había acostumbrado a gastar más de lo que ascendían su sueldo y su renta juntos. Recuerdo una conversación
que mis padres mantuvieron en una ocasión en Versalles (mucho antes del infortunio, por tanto).
-Creía que no gastábamos más que nuestra renta -decía mi madre.
Y mi padre respondía:
-No, gastamos más.
Mi madre no derrochaba. Probablemente el tren de vida al que mis padres se habían habituado -una cocinera, una doncella- empezó a pesarles demasiado durante la década de 1920, en los que sus tres hijos aún dependían del presupuesto familiar. Después de la guerra, durante los años de inflación, mi padre adoptó la costumbre de especular en la Bolsa. Aunque más que especular compraba acciones
a plazo y las guardaba en su portafolio si las cotizaciones bajaban. Quizás al principio procediera así; poco a poco se fue comprometiendo más allá de sus medios. En 1929, el colapso de todos los mercados de valores mobiliarios lo perjudicó como a tantos otros, pero lo afectó más que a la mayoría porque se consideraba culpable y porque, desde hacía treinta años, su única ambición era velar por la felicidad de la familia y el porvenir de sus hijos.
Pero seguía siendo mi padre, y no le hice preguntas. Una vez, cuando me disponía a interrogarle, me respondió de antemano: «Si vendo, estoy arruinado». Lo estaba, pero no quería admitirlo; doblaba
los valores comprados a plazos, lo que se sumaba a sus pérdidas y cargas. Robert, empleado ya en la Banque de Paris et des Pays-Bas, debería haberle aconsejado. No hizo nada; ni uno ni otro supimos
invertir los roles.
Siempre que recuerdo los últimos años de su vida me invade un sentimiento de culpa y una profunda tristeza. No merecía la suerte que le valieron sus propios errores. Se dejaba persuadir por cualquier «bolsista de vía estrecha» (me acuerdo de que uno de esos agiotistas lo arrastró a una operación en la que se dejó los miles de francos que había invertido). No se amilanó ante el infortunio. Valerosamente
corría de las lecciones particulares a los exámenes o concursos. Un día, al aventurar yo una pregunta, me dijo: «Me gano la vida».
Ya desde mi infancia, me sentía culpable. Mi madre, durante la guerra, se dedicaba a coleccionar soldados de plomo y, si mis recuerdos son exactos, reunía sobre todo gorras de los ejércitos aliados; yo me preocupaba por el dinero que se gastaba con esa afición. En 1922, mis padres se mudaron de nuevo a París, en parte por mi causa; luego volvieron a Versalles y finalmente vendieron la casa (valía medio
millón de francos de entonces), la última locura. Por supuesto, eran ellos y no yo quienes decidían. Pero no pude considerarme libre de culpa, ya que nuestros deseos -los míos- pesaban mucho en sus
decisiones. Y Robert y yo aceptamos que nuestros padres nos mantuvieran mientras estudiábamos. Un día cuando le pedí un cheque para la cuota del club de tenis en pista cubierta, mi padre me hizo
notar: «Este es un deporte caro».
La palabra «burgués» ha venido a mi pluma tanto como «judío». ¿Era mi familia más típicamente burguesa que judía? No lo sé, y tal vez la pregunta carezca de sentido. Mi madre estaba estrechamente unida a sus dos hermanas; mi padre se llevaba mal (y con razón) con la mayor, y algunos problemas de dinero culminaron en ruptura (a propósito de la pequeña fábrica textil que pertenecía a mi abuelo materno). Con la hermana de mi padre, las relaciones se interrumpían de vez en cuando por «desavenencias» que no parecían imputables a mi padre, de índole generosa.
Si jugara a hacer de sociólogo, diría que mis padres pertenecían todavía a esas familias numerosas (en la generación de mis abuelos eran frecuentes los seis hijos por familia) en las que los hermanos hermanas, demasiado unidos afectivamente como para ignorarse unos a otros, no se separaban sin dolor. Se «disgustaban», otra manera de vivir juntos. Pienso que mi generación dio un paso adelante. Dejando a un lado a los padres, elegíamos a los primos, y aun a los hermanos y las hermanas, que queríamos conservar.
Diré aún algunas palabras más sobre el dinero y ya no me ocuparé más de él. Durante la mayor parte de mi vida, después de mis estudios, no poseí capital alguno: viví de mis honorarios. Casualmente, en una conversación con Alain, hice alusión al contraste entre una infancia burguesa al antiguo estilo y mi condición actual, la de un burgués sin reservas, como habría dicho Siegfried; le confesé que la situación me agradaba o que, mejor dicho, me hacía sentir alivio; no tenía que ocuparme del dinero, gastaba lo que ganaba, como un asalariado, sacando partido, eso sí, del capital intelectual acumulado durante mis estudios. Alain me respondió que yo había tenido la suerte de gozar primero de la seguridad que proporciona vivir en una familia acomodada, y de no recibir luego más herencia que la que proporcionan todos los padres y las madres: herencia de ser, no de tener. Tal vez yo nunca sufriría el «temor de la carencia» que sigue atenazando a los que han experimentado la verdadera pobreza; simultáneamente,
nunca estaría obsesionado por lo que los norteamericanos llaman keeping up with the Jones, es decir, por no ser menos que el vecino.
Alain tenía razón. Cuando volví de Inglaterra en 1944 no tenía un céntimo ahorrado y, sin pensarlo demasiado, rechacé la cátedra de Sociología en la Universidad de Burdeos que me había ofrecido el
decano asegurándome que mis colegas me recibirían con los brazos abiertos. Luego lamenté ese rechazo que postergó diez años mi regreso a la universidad, pero en él veo a la vez una expresión de ligereza
(soy, pues, hijo de mi padre) y de cierta confianza. Después de todo, aparte de la universidad, ¿qué otra carrera se me ofrecía? El periodismo, es cierto. Pero no había escrito un solo artículo de diario
antes de la guerra y mis libros de filosofía, difíciles, oscuros, no anunciaban el talento, muy diferente, del editorialista.
Tal vez deba a mi padre mis ambiguas relaciones con el dinero. Pero también tengo con él una deuda que nunca podré pagar. Cuando oposité para ser profesor de enseñanza en la École Normale Supérieure
llevaba en mí las esperanzas de mi padre, así como el deseo de resarcirlo. Sin ser del todo consciente, cada vez que tenía la conciencia o el temor de frustrar mi existencia, de no realizar aquello de lo que era capaz, pensaba en mi padre como si la vida lo condenara a una nueva derrota; el hijo que debía reparar las injusticias y al que había confiado su mensaje se decantaba, como él, y con menos excusas, por la facilidad o el fracaso llevado por los mismos defectos de carácter. Con menos excusa, repito, porque, durante mucho tiempo, mi padre fue feliz a pesar del fracaso y a mí, en cambio, el fracaso me impedía serlo.
Hace algunos años, en Jerusalén, la universidad me concedió un doctorado honoris causa. Me olvidé de que debía responder a la laudatio del profesor israelí y, como la víspera debía pronunciar una conferencia en el Weizmann Institute, por la mañana, antes de coger el coche hacia Jerusalén, escribí apresuradamente mi respuesta (una de las alocuciones menos preparadas y mejor acogidas de toda mi carrera); dediqué las últimas palabras a mi padre, a quien habría colmado de satisfacción saber que el Collège de France me había elegido y que la Universidad de Jerusalén me había otorgado el título de doctor. Uno de mis amigos -a quien los periodistas de París no han olvidado-, Dan Avni, me escribió para decirme que yo había dado una lección de judaísmo: rendir homenaje al padre por el honor dispensado al hijo. ¿Judaísmo? Tal vez un psicoanalista aventuraría otra interpretación. Quizás en ese momento, en ese lugar, yo evocaba la deuda que pesaba sobre mí desde hacía cincuenta años para convencerme
a mí mismo de que por fin la había saldado.