La pasión según G.H.
Se reedita la novela de de la brasileña Clarice Lispector relacionada con el exilio que la acompañó durante mucho tiempo
26 agosto, 2013 02:00Clarice Lispector en Brasil, 1961
G. H. -nunca sabremos el nombre y apellido de la protagonista- es una mujer independiente, que tiene como hobby la escultura, y está bien relacionada en los círculos más influyentes de Río de Janeiro. Un día, sola en su ático, encuentra de repente una cucaracha. Esto provocará en ella arcadas de repulsión y un caudal de reflexiones íntimas, algunas hasta entonces desconocidas para ella misma, sobresus sentimientos, miedos, angustias, dudas... Este hecho casual, aparentemente intrascendente le servirá para repasar su vida desde la infancia, y llegar así a la determinación de vencer todos sus miedos.Aquí puede leer el primer capítulo de La pasión según G.H. (Siruela) de Clarice Lispector (Ucrania, 1920-1977 Río de Janeiro).
... Estoy buscando, estoy buscando. Intento comprender. Intento dar a alguien lo que he vivido y no sé a quién, pero no quiero quedarme con lo que he vivido. No sé qué hacer con ello, tengo miedo de esa desorganización profunda. Desconfío de lo que me ocurrió. ¿Me sucedió algo que quizá, por el hecho de no saber cómo vivir, viví como si fuese otra cosa? A eso querría llamarlo desorganización, y tendría yo la seguridad para aventurarme, porque sabría después a dónde volver: a la organización primitiva. A eso prefiero llamarlo desorganización, porque no quiero confirmarme en lo que viví: en la confirmación de mí perdería el mundo tal como lo tenía, y sé que no tengo capacidad para otro.
Si me confirmo y me considero verdadera, estaré perdida, porque no sabría dónde encajar mi nuevo modo de ser; si avanzase en mis visiones fragmentarias, el mundo entero tendría que transformarse para que ocupase yo un lugar en él.
He perdido algo que era esencial para mí, y que ya no lo es. No me es necesario, como si hubiese perdido una tercera pierna que hasta entonces me impedía caminar, pero que hacía de mí un trípode estable. He perdido esa tercera pierna. Y he vuelto a ser una persona que nunca fui. He vuelto a tener lo que nunca tuve: solo dos piernas. Sé que únicamente con dos piernas es como puedo caminar. Pero la ausencia inútil de la tercera me hace falta y me asusta; era ella la que hacía de mí algo hallable por mí misma, y sin necesitar siquiera inquietarme por ello.
¿Estoy desorganizada porque he perdido lo que no necesitaba? En esta mi nueva cobardía -la cobardía es lo más nuevo que me acontece, es mi mayor aventura, esa mi nueva cobardía es un campo tan amplio, que solo una gran valentía me lleva a aceptarla-, en mi nueva cobardía, que es como despertarse por la mañana en casa de un desconocido, no sé si tendré valor para simplemente marchar. Es difícil perderse. Es tan difícil, que probablemente prepararé deprisa un modo de hallarme, incluso aunque hallarme sea nuevamente la mentira de que vivo. Hasta ahora hallarme era ya tener una idea de persona en la que insertarme: en esa persona organizada me encarnaba, y en lo mismo sentía el gran esfuerzo de construcción que era vivir. La idea que me hacía de la persona procedía de mi tercera pierna, de la que me sujetaba al suelo. Pero ¿y ahora? ¿Seré más libre? No. Sé que aún no siento libremente, que pienso de nuevo porque mi objetivo es hallar, y que por seguridad denominaría hallar al momento de descubrir un medio de salida. ¿Por qué no tengo valor para hallar al menos un medio de entrada? Oh, sé que he entrado, sí. Pero me asusté porque no sé a dónde conduce esa entrada. Y nunca antes me había yo dejado llevar, a menosque supiese hacia qué.
Ayer, sin embargo, perdí durante horas y horas mi montaje humano. Si tuviese valor, me dejaría seguir perdida. Pero temo lo que es nuevo y temo vivir lo que no entiendo; quiero siempre tener la garantía de, al menos, pensar que entiendo, no sé entregarme a la desorientación. ¿Cómo explicar que mi mayor miedo esté precisamente relacionado con el ser? Y, no obstante, es el único camino. ¿Cómo se explica que mi mayor miedo sea precisamente el de ir viviendo lo que vaya sucediendo? ¿Cómo se explica que no soporte yo ver, solo porque la vida no es la que pensaba sino otra?, ¡como si antes hubiese sabido lo que era! ¿Por qué el ver produce una desorganización tal?
Y una desilusión. Pero, desilusión, ¿de qué? ¿Si, sin ni siquiera sentir, yo soportaría mal mi organización apenas construida? Tal vez la desilusión sea el miedo a no pertenecer más a un sistema. A pesar de ello, se debería decir así: él es muy feliz porque finalmente se desilusionó. Lo que yo era antes no era bueno para mí. Pero de ese no-bueno yo había organizado lo mejor: la esperanza. De mi propio mal había creado un bien futuro. El miedo ahora ¿es que mi nuevo modo carezca de sentido? Pero ¿por qué no me dejo guiar por lo que vaya ocurriendo? Tendré que correr el sagrado riesgo del azar. Y sustituiré el destino por la probabilidad.
Pese a ello, los descubrimientos en la infancia, ¿se producirían como en un laboratorio donde se encuentra lo que debía encontrarse? ¿Fue entonces en la edad adulta cuando tuve miedo y creé la tercera pierna? Mas como adulto, ¿tendré el valor infantil de perderme? Perderse significa ir hallando y no saber qué hacer con lo que se va descubriendo. Con las dos piernas que andan, pero sin la tercera que asegura. Y quiero estar cautiva. No sé qué hacer con la aterradora libertad que puede destruirme.
Pero, cuando estaba presa, ¿estaba contenta? ¿O había, y había, algo falso e inquieto en mi feliz rutina de prisionera? O había, y había, algo palpitante, a lo que estaba tan habituada que pensaba que latir era ser una persona. ¿Lo es? También, también... Me siento tan asustada cuando me doy cuenta de que durante horas he perdido mi formación humana... No sé si tendré alguna otra para sustituir la perdida. Sé que habré de andarme con cuidado para no utilizar subrepticiamente una nueva tercera pierna que me brota tan fácilmente como el capín*, y para no llamar a esa pierna protectora «una verdad».
Pero es que tampoco sé qué forma dar a lo que me ha ocurrido. Y sin dar una forma, nada existe para mí. ¡¿Y... y si en realidad nada ha existido?! ¿Quién sabe si nada me ha ocurrido? Solo puedo comprender lo que me ocurre, mas solo sucede lo que comprendo, ¿qué sé de lo demás? Lo demás no existe. ¡Quién sabe si nada ha existido! ¿Quién sabe si he sufrido solamente una lenta y gran disolución? ¿Y que mi lucha contra esa desintegración sea esta: la de intentar ahora darle una forma? Una forma circunscribe el caos, una forma da estructura a la sustancia amorfa; la visión de una carne infinita es la visión de los locos, pero si cortase yo la carne en pedazos y los distribuyese a lo largo de los días y según los apetitos, entonces no sería ya la perdición y la locura: sería nuevamente la vida humanizada.
La vida humanizada. Yo había humanizado demasiado la vida. Pero ¿qué hacer ahora? ¿Debo encararme con la visión entera, incluso si ello significa tener una verdad incomprensible? ¿O debo dar una forma a la nada, y este será mi modo de integrar mi propia desintegración en mí? Mas estoy tan poco preparada para entender... Antes, siempre que lo había intentado, mis límites me producían una sensación física de malestar; cualquier inicio de pensamiento me hace hervir el cerebro. Creo que me vi obligada a reconocer, sin lamentarlo, los límites de mi escasa inteligencia, y desanduve el camino. Sabía que estaba predestinada a pensar poco, cavilar me restringía dentro de mi piel. ¿Cómo, entonces, inaugurar en mí la reflexión? Y tal vez solo la reflexión me salvase: temo la pasión.
Ya que tengo que salvar el día de mañana, ya que debo tener una forma, porque no me siento con fuerzas para permanecer desorganizada, ya que fatalmente necesitaré encuadrar la monstruosa carne infinita y cortarla en trozos asimilables para el tamaño de mi boca y la capacidad de visión de mis ojos, ya que fatalmente sucumbiré a la necesidad de forma que procede de mi pavor de permanecer sin límites, entonces al menos que tenga yo el valor de dejar que esa forma se forme enteramente sola como una costra que por sí misma se endurece, la nebulosa de fuego que, enfriándose, se convierte en tierra. Y que tenga el gran valor de resistir a la tentación de inventar una forma. Ese esfuerzo que he de hacer ahora para dejar subir a la superficie un sentido, cualquiera que sea, ese esfuerzo se vería facilitado si fingiese escribir para alguien.
Pero recelo de comenzar a componer para que me pueda entender alguien imaginario, recelo de comenzar a «elaborar» un sentido, con la misma mansa locura que hasta ayer era mi modo sano de en cajar en un sistema. ¿Habré de tener el valor de utilizar un corazón desprotegido y hablar para nada y para nadie? Tal como un niño piensa para nada. Y correr el riesgo de ser triturada por el azar. Esa cosa sobrenatural que es vivir. El vivir que yo había domesticado para volverlo familiar. Esa cosa valerosa que será entregarme, y que es como abandonar la mano en la mano sombría de Dios, y cruzar el umbral de esa cosa sin forma que es un paraíso. ¡Un paraíso que no quiero!
Mientras escriba y hable, voy a tener que fingir que alguien está estrechando mi mano.
Oh, al menos al comienzo, solo al inicio. Cuando pueda liberarla, iré sola. Por el momento, necesito aferrarme a esta mano tuya, aunque no consiga inventar tu rostro, ni tus ojos, ni tu boca. Pero, aunque mutilada, esta mano no me asusta. Su invención procede de tal idea de amor, como si la mano estuviese realmente sujeta a un cuerpo que, si no veo, es por incapacidad de amar más. No estoy en situación de imaginar a una persona entera porque no soy una persona entera. Y, ¿cómo imaginar un rostro si no sé qué expresión de rostro necesito? Cuando pueda soltar tu mano cálida, iré sola y con horror. El horror será responsabilidad mía hasta que se complete la metamorfosis y el horror se transforme en luz. No la luz que nace de un deseo de belleza y moralismo, como antaño, cuando no sabía lo que me proponía; sino la luz natural de lo que existe, y es esta luz natural lo que me aterra.
Aunque yo sepa que el horror, el horror soy yo ante las cosas. Por el momento estoy inventando tu presencia, como un día tampoco sabré aventurarme a morir sola, morir es el mayor riesgo, no sabré franquear el umbral de la muerte y dar el primer paso en la primera ausencia de mí; también en esa hora última y tan primera inventaré tu presencia desconocida y contigo comenzaré a morir hasta que pueda aprender sola a no existir, y entonces te liberaré.Por el momento me aferro a ti, y tu vida desconocida y cálida se convierte en mi única organización íntima, yo que sin tu mano me sentiría abandonada en la inmensidad que he descubierto. ¿En la desmesura de la verdad?
Pero la verdad jamás ha tenido sentido para mí. ¡La verdad carece de sentido para mí! Por eso, la temía y la temo. Desamparada, te entrego todo, para que hagas de ello algo alegre. Por hablarte, ¿te asustaré y te perderé? Pero, si no hablase, me perdería, y por perderme te perdería. La verdad carece de sentido, la grandeza del mundo me apoca. Aquello que probablemente pedí y que finalmente he logrado, ha hecho que me quede inerme como un niño que camina solo por el mundo. Tan inerme, que solo el amor de todo el universo por mí podría consolarme y colmarme, solo un amor tal que la célula primera misma de las cosas vibrase con lo que estoy denominando un amor. De lo que, en verdad, apenas llamo pero sin saber su nombre. Lo que he visto, ¿será el amor? Mas, ¿qué amor es ese tan ciego como el de una célula primera? ¿Fue eso? ¿Aquel horror, eso era amor? Amor tan neutro que, no, no quiero hablarme más, hablar ahora sería precipitar un sentido, como quien deprisa se inmoviliza en la seguridad paralizadora de una tercera pierna. ¿O estaría solamente rechazando el comenzar a hablar? ¿Por qué nada digo y solo gano tiempo? Por miedo. Es preciso valor para aventurarme en el intento de dar forma a lo que siento. Es como si tuviese una moneda y no supiese para qué país vale.
Será preciso valor para hacer lo que voy a hacer: decir. Y arriesgarme a la gran sorpresa que sentiré ante la pobreza de lo ya dicho. Lo diré como pueda, y tendré que añadir: ¡no es eso, no es eso! Pero es preciso también no tener miedo al ridículo, siempre he preferido lo menos a lo más por miedo también al ridículo: es que existe también la tortura del pudor. Rechazo la hora de hablarme. ¿Por miedo?
Es porque no tengo nada que decir.
Nada tengo que decir. ¿Por qué no me callo, entonces? Pero si no hago violencia a las palabras, el mutismo me sumergirá para siempre en las olas. La palabra y la forma serán la tabla donde flotaré sobre las olas inmensas de mutismo. Y si estoy retrasando el comenzar es también porque no tengo guía. El relato de otros viajeros me ofrece pocos detalles respecto del viaje: todas las informaciones son terriblemente incompletas.
Siento que una primera libertad se apodera poco a poco de mí... Pues nunca hasta hoy he temido tan poco la falta de buen gusto: he escrito «olas inmensas de mutismo», lo que antaño no habría dicho, porque siempre he respetado la belleza y su moderación intrínseca. He dicho «olas inmensas de mutismo», mi corazón se inclina humilde, y yo acepto. ¿Habré finalmente perdido todo un código de buen gusto? Pero ¿será esto mi única ganancia? Cuán presa he debido de vivir para sentirme ahora más libre solamente porque no desconfío ya de la carencia de estética... Todavía no presiento lo que saldré ganando. ¿Quién sabe?, poco a poco me iré dando cuenta. Por el momento, el primer placer tímido que siento es el de constatar que he perdido el miedo a lo feo. Y esa pérdida es de una bondad tal... Es una dulzura.
Quiero saber lo que, al perder, he salido ganando. Por ahora no sé: solamente al revivirme es como voy a vivir. Pero ¿cómo revivirme? Si no tengo una palabra natural que decir. ¿Tendré que fabricarme la palabra como si lo que me aconteciera fuese crear?
Voy a crear lo que me ha acontecido. Solo porque vivir no se puede narrar. Vivir no es vivible. Tendré que crear sobre la vida. Y sin mentir. Crear sí, mentir no. Crear no es imaginación, es correr el gran riesgo de acceder a la realidad. Entender es una creación, mi único modo. Precisaré con esfuerzo traducir señales telegráficas, traducir lo desconocido a un idioma que desconozco, y sin entender siquiera para qué sirven las señales. Hablaré en ese idioma sonámbulo que, si estuviese despierta, no sería lenguaje.
Hasta crear la verdad de lo que me ha acontecido. Ah, será más un grafismo que una escritura, pues pretendo más una reproducción que una expresión. Cada vez necesito menos expresarme. ¿También esto he perdido? No, incluso cuando hacía esculturas intentaba ya solamente reproducir, y solo con las manos.
¿Me extraviaré entre el mutismo de la señales? Me extraviaré, pues sé cómo soy: nunca supe ver sin, luego, necesitar ver más. Sé que me horrorizaré como una persona que estuviese ciega y finalmente abriese los ojos y entreviese, pero entreviese ¿qué? Un triángulo mudo e incomprensible. ¿Podría esa persona no considerarse más ciega solo por estar viendo un triángulo incomprensible?
Me pregunto: si miro la oscuridad con una lupa, ¿vería algo más que la oscuridad? La lupa no elimina la oscuridad, solo la revela aún más. Y si observase la luz con una lupa, de golpe vería solamente una luz más intensa. He entrevisto, pero estoy tan ciega como antes porque vislumbré un triángulo incomprensible. A menos que también yo me transforme en el triángulo que reconocerá en el incomprensible triángulo mi propia fuente y repetición.
Estoy ganando tiempo. Sé que todo lo que estoy diciendo es solo para ganar tiempo, para retrasar el momento en que tendré que comenzar a decir, sabiendo que nada más me queda por decir. Estoy aplazando mi silencio. ¿He retrasado toda la vida el silencio? Pero ahora, por desprecio a la palabra, tal vez pueda por fin comenzar a hablar. Las señales telegráficas. El mundo erizado de antenas, y yo captando la señal. Solo podré hacer la transcripción fonética. Hace tres mil años me extravié, y lo que ha quedado son fragmentos fonéticos de mí. Estoy más ciega que antes. He visto, es verdad. He visto, y me ha asustado la verdad desnuda de un mundo cuyo mayor horror es que está tan vivo que, para admitir que estoy tan viva como él -y mi peor descubrimiento es que estoy tan viva como él-, tendré que elevar mi conciencia de vida exterior hasta el punto de atentar contra mi propia vida.
Para mi sólida moralidad de antaño -mi moralidad era el deseo de entender y, como no entendía, arreglaba las cosas; solo de ayer acá he descubierto que siempre he sido profundamente moral: solo admitía la finalidad-, para mi sólida moralidad de antaño, el haber descubierto que estoy tan crudamente viva como esa cruda luz que ayer aprendí a conocer, para aquella moralidad mía, la gloria terrible de estar viva es el horror. Antes vivía yo en un mundo humanizado, pero lo puramente vivo, ¿ha destruido la moralidad que yo tenía?
Es que un mundo totalmente vivo tiene la fuerza de un infierno.