Los desengaños
Antonio Lucas (Madrid, 1975) ha conseguido un prestigio justo por sus columnas periodísticas. Paralelamente, desde 1996, los libros de poemas que ha publicado completan una imagen de escritor polifacético. La brillantez exhibida en los artículos se remansa en la hondura de sus versos.
Con Los desengaños, su quinto poemario, Lucas ha obtenido el último Premio Loewe. Las treinta y cuatro composiciones reunidas en cuatro apartados (Asamblea de intemperies, Paisaje de lo incierto, Estar solo y Coda) se refieren a las etapas finales de la juventud del autor. Aquí están los primeros balances. El poeta enumera las pérdidas, el descontento ante los goces efímeros, las búsquedas de una conciencia vigilante. “Ya la vida suena como un tesoro herido”, escribe. Sin embargo, no se resigna a la queja fácil. Tampoco acepta la sumisión. En la mayoría de las páginas se intuye el deseo de transmitirnos una respuesta rebelde. Y uno de los desquites más eficaces es la pasión amorosa: “Eso diría que es el hombre, / un zumbido que se apoya en la piedad de un cuerpo ajeno, / en esa tierra santa de tus dos brazos abiertos”.
El autor cuida la escritura. No nos referimos sólo al dominio de la técnica. Ofrece un esmero con sustancia, y así se entienden las frases elogiosas escritas por Luis Antonio de Villena en la contracubierta del libro. Las notas de irracionalismo no son una capa de niebla que nos impida comprender el poema. Antonio Lucas las integra bien en un conjunto de expresión diáfana; sirven para multiplicar los significados del texto. La combinación admite otros ingredientes. Por ejemplo, las certezas de los aforismos, varias sentencias de “cazador iluminado”. Sobre un fondo a menudo pesimista o dolorido, celebra una fiesta verbal. Con el texto “Crisis” nos transmite una convicción quizá excesivamente romántica pero que sentimos sincera: “Todo estaba pactado, / menos la poesía”.
La obra incluye seis poemas en prosa. Destacan dos con nombre de escritor en el título: “Rilke” y “Claridades de Timothy Leary”, éste dedicado al poeta Miguel Ángel Velasco. En ellos Lucas da muestras de un grado alto de libertad artística. Encontramos asociaciones atrevidas de ideas, frases sorprendentes, un ritmo que aporta sosiego. Logra que identifiquemos el mundo poético de Velasco, también los experimentos de Leary, pero no renuncia a las formas expresivas propias. El lector percibe la triple presencia. Las dos páginas siguientes, tituladas con el nombre de un grupo musical inglés, Portishead, son modelos de un ejercicio complicado: el autor define su intimidad desde el arte ajeno. Otra vez con desenvoltura difícil de conseguir mediante el verso. Nos queda la impresión de que estas prosas breves liberan las voces más creativas del poeta.
Antonio Lucas no practica la literatura fría. Es decir, sus palabras no crean una belleza indiferente. Por el contrario, en su obra abundan la exaltación y la solidaridad. Esas características sobresalen en el largo poema “Place du Forum”. Un lugar de Arlés conocido gracias a los cuadros de Van Gogh se transforma por medio de una composición dividida en cuatro partes. Especialmente emotivo resulta el texto “Huellas”, donde Lucas nos comunica, desde el inicio, su ascetismo peculiar: “Borra toda huella que dejes a tu paso, / cualquier surco vital, / cualquier ruido de arteria”. Después pide que lo amado sea “humilde como un agua golpeando las galaxias”.
Sin haber cumplido cuarenta años, Antonio Lucas se ha situado en las primeras filas de la calidad poética española. No imita a sus hermanos mayores; no copia a nadie. A veces la fuerza de sus imágenes coincide con la transmitida por Juan Carlos Mestre en La casa roja. O, menos evidente, con la potencia de algunos pasajes de Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca. En definitiva, el libro Los desengaños es la prueba de su madurez literaria.
MUDANZA
Ahora sé lo que de ti me dices:
el olvido impaciente
que todo amor exige,
la tierra que se desmorona,
la madrugada de golpe, la lejanía,
el sitio a recobrar,
la viva fortaleza de estar sola de nuevo
y soplar ceniza,
desamueblar el fuego,
recomponer tu nombre clandestino
como si fuera el mundo un sábado
que no sabe existir.
Qué escarpada la sílaba del quiero.
Qué silencio en tu estampida.
Qué fija la voz que no me llama
desde esa eternidad
donde aún se aviva
la bruma de una foto en un tablero.