Cuando la libertad naufragó en Cádiz
José Mª Calatrava, retratado por Antonio Gisbert
Hay libros de Historia que iluminan con extrema eficacia el presente, lo que no siempre -en España, al menos- conduce forzosamente a la paz de espíritu o al optimismo. A cambio ofrecen lucidez, que no es poco. Referencias magistrales para comprender mejor, y comprendernos. Lecciones importantes que, en las voluntades y manos adecuadas, serían útiles herramientas de futuro. En tal sentido, La desventura de la libertad es una de esas lecciones. Uno de esos libros. En él, su autor reconstruye casi día por día los cinco terribles meses de 1823 en que el Gobierno liberal presidido por José María Calatrava, enfrentado a una invasión militar francesa, sin apoyos, sin dinero, sin ejército, sin apenas fe política, se desmoronó aferrado a una Constitución imposible de aplicar, defendiendo a un infame rey constitucional que no quería que lo defendieran y conspiraba contra los ministros que él mismo había nombrado, y a un pueblo español apático, tornadizo y violento al que en su mayor parte resultaba indiferente ser libre o ser esclavo. Como ya hizo en El primer naufragio al analizar el golpe de Estado jacobino de 1793 durante la Revolución Francesa, el autor proyecta ahora una luz singular sobre el trienio liberal y el fracaso de la utopía doceañista: tres años de esperanza que pudieron ser heroicos y acabaron en grotescos, a modo de tragicomedia de enredo cuyo telón cayera teñido de sangre. Se trata otra vez de esa luz gris, casi sucia, infrecuente en el género, marca de fábrica del historiador solvente, y original, que a estas alturas parece difícil discutirle al autor como título. Con ella ilumina el abrumador material de que dispone -el lector advertirá ecos de documentos muy precisos y especializados-, y en especial la pieza que todo lo articula, ordena y detalla: el archivo inédito del propio Calatrava, conseguido por el autor --hay azares que parecen mágicos- en un librero anticuario. Todo eso le permite desmenuzar el período elegido, ofreciéndolo al lector bajo los diversos puntos de vista de protagonistas y testigos directos de cuanto narra. Y así fluye el relato, incitando de continuo a saber qué ocurrió tras cada suceso; con una factura que hace pensar, a veces, en el modo con que Winston Churchill, que además de conspicuo político fue también estimable periodista, historiador y memorialista, se desempeñaba en sus textos cuando combinaba eficiente el rigor, la amenidad, el vocabulario y la estructura.
Durante aquel dramático repliegue ante las tropas francesas, arrastrando a Fernando VII con ellos de Madrid a Sevilla y de allí a Cádiz, los liberales defendían lo que ya era indefendible, envueltos en una guerra formal contra los invasores del duque de Angulema, en otra guerra sorda contra un rey que los traicionaba desde dentro, y en una tercera guerra entre ellos mismos -tan española que aterra reconocerla en cada zancadilla, en cada vileza--: una guerra interna, ésta, librada aún con más empeño que la que libraban contra los enemigos de la libertad. Aterra, leyendo La desventura de la libertad, más aún que la perfidia política y la crueldad del rey que a todos mintió, pese a que todos sabían que mentía, la falta de generosidad de los mismos liberales divididos en facciones, intereses y egoísmos individuales. Una guerra civil íntima y encarnizada entre supuestos correligionarios, que habría de prolongarse más allá del fracaso, la derrota, la prisión o la fuga, y que todavía los iba a mantener enfrentados durante años, incluso en el extranjero: en aquel Londres donde, forzados a ganarse la vida de cualquier modo, esos exiliados seguirían dedicando su energía a odiarse entre sí, llevando a su miserable existencia la misma ambición, desidia, incompetencia y soberbia suicida que los habían llevado al abismo en España. También estremece adquirir, página a página, suceso tras suceso, la certeza notarial de que entre aquellas dos España enfrentadas a garrotazos como en el cuadro donde Goya nos pintó el alma, la absolutista y la liberal -la partidaria del trono y el altar, y la utópica alimentada de una fe rayana en el cálculo demagógico o la estupidez-, no había término medio posible; y cuando lo había, o despuntaba, éste se convertía en blanco predilecto de los ataques de unos y otros. Y todo eso pasaba ante los ojos confusos de un pueblo que ni siquiera estaba dispuesto a liberarse a sí mismo; porque, obediente y sumiso por costumbre -en frase de Quintana-, seguía amando la imagen del rey absoluto, paternal e intocable. Un pueblo inculto, primario, vulnerable a púlpitos, confesionarios y halagos fáciles de quienes lo manipulaban con la facilidad otorgada por una práctica vieja de siglos. Y semejante falta de realismo, la pretensión de imponer libertades nuevas y de difícil aplicación a una España estólida que pasaba de ellas, el empeño ciego de no tocar una coma de la Constitución de 1812 aunque todo se perdiese, acabó haciendo realidad lo que más tarde señalaría Carlos Marx: era inviable el cambio brusco que los constitucionales quisieron imponer a un pueblo que no los comprendía.Las minuciosas 1.165 páginas del libro constituyen un baño de lucidez necesario, casi higiénico, sobre qué somos los españoles
Y es que no hay hombres capaces. O apenas hacen acto de presencia en aquel trágico escenario. Se lo dice sin rodeos Quintana a lord Holland: “Tuvísteis vuestro Cromwell, los americanos su Washington, los franceses su Napoleón. Nuestro país, milord, no produce esa clase de hombres”. Ni siquiera, en La desventura de la libertad, hay héroes reales, durables. La muerte les llega con infamia, sucia, alevosa: a la española. Ballesteros, O'Donnell, Riego… Los viejos soldados liberales de la guerra de la Independencia traicionan a los suyos, buscan el perdón real, el medro futuro, o viven sangrientos y tristes crepúsculos, delatados, insultados, asesinados por el mismo pueblo que luchó bajo sus órdenes y hasta ayer los aclamaba como paladines de la libertad. Y los que, gracias a sus vencedores franceses, que los apresan para poder salvarles la vida, logran huir al exilio, aún allí, desunidos, insolidarios, en esa perpetua guerra civil que todo español parece tener incrustada en el alma, se echan en cara unos a otros la derrota y el desastre. La desventura de la libertad es uno de esos textos altamente recomendables, aunque fuese para confirmar una útil certeza: la historia de España es una novela apasionante que a menudo acaba mal. Sus minuciosas 1.165 páginas constituyen un baño de lucidez necesario, casi higiénico, sobre qué somos los españoles, qué fuimos y qué podemos o podríamos ser. Este libro abunda en desalientos, fracasos, ruindades y esperanzas; en situaciones que entristecen o que, eso depende de cada lector, explican, educan y tal vez consuelan. Entre las últimas, destaca una imagen: la del joven teniente que en Sevilla y en plena retirada hacia Cádiz, al frente de su tropa que marcha a tambor batiente, ordena presentar armas según las ordenanzas y grita ¡Viva la Constitución! al pasar ante la lápida conmemorativa de 1812, que en ese momento el populacho está destrozando a martillazos.El autor proyecta ahora una luz singular sobre el trienio liberal y el fracaso de la utopía doceañista